Las vueltas que da la vida. Y no es una
frase hecha. Hace escasos días, una semana para ser exactos, me refería yo en
este mismo espacio a los pecados capitales, a todos, a los siete, que me
perseguían y me encontraba por todas partes, sólo con echar un ojo al panorama
político que nos atenazaba y nos agobiaba.
Y al cabo de pocas fechas, aquí estoy
hablando de esperanza. No es que me haya vuelto pía de momento, y os vaya a
relatar las virtudes cardinales y teologales, entre las que figura la protagonista
de hoy. Que ya mucho antes del cristianismo, los griegos hablaban de ella en la
historia de la Caja de Pandora. Ya sabéis, esa
curiosilla impaciente que liberó todos los males al mundo, dejando en el fondo
a Elpis, la esperanza. También los romanos la honraron ampliamente, como
hermana del Sueño que da tregua a nuestras tribulaciones, y de la Muerte que
acaba con lo bueno y con lo malo.
Pero más allá de mitología y de dogmas
de fe, es el diccionario el que pone las cosas en su sitio y nos da una rotunda
definición que, sin una letra de más o de menos, pone negro sobre blanco lo que
muchos, y muchas, sentimos en este momento. La Real Academia Española define la
esperanza como “Estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo
que se desea”.
Y en esas estamos. Ha surgido de
improviso, en cuatro días, sin avisar. Ha salido del fondo de la caja de
Pandora para instalarse en primera fila con todo su poderío. Como si siempre
hubiera estado ahí, como si no la hubiéramos perdido nunca, o hubiera andado un
tanto despistada en los últimos tiempos.
Aún en el horizonte incierto que se
presenta, es su momento, el de la esperanza. Tiempo habrá de sosegarse y
analizar las cosas con calma. Incluso de desesperarse de nuevo. O hasta de
volver a echar mano a alguno de los pecados capitales. Pero eso será después. Cuando hayamos recordado que existe el aire
fresco y que podemos respirarlo. Cuando hayamos dado su espacio al recuerdo, a
los momentos en que, con sus luces y sus sombras, el presente no nos asfixiaba
y el futuro no se presentaba tan imperfecto.
La esperanza nos ha permitido, al menos,
recordar. Y aunque se hayan cargado las
enseñanzas clásicas, como tantas cosas, tengo muy presente que recordar viene del latín re-cordis,
volver a pasar por el corazón. Después de mucho tiempo de corazón encogido,
o “sobrecogido”, por hacer la broma fácil, estamos listos para recordar que se
pueden cambiar las cosas, que se puede volver a una atmósfera mínimamente
respirable.
Serán precisos muchos corazones,
latiendo a la vez y acompasados, derrochando una auténtica hemorragia de trabajo,
de generosidad y de compromiso, para cumplir las expectativas de cuantos se han
lanzado a abrir puertas y ventanas para que entre el aire.
Pero la esperanza, por el momento, es la
mejor medicina para evitar el infarto
definitivo. Es hora de cambiar las reglas del juego, antes de que llegue el
infarto definitivo.
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