Si no fuera tan seria, me parecería
hasta cómica la afirmación de Rajoy en el discurso de investidura, prometiendo
que recuperará hasta el último euro robado por corruptos. Para empezar,
tendremos que aclarar qué entiende el presidente en funciones por corrupción,
que después de los últimos “retoques” de han dado al término, en amor y
compañía de Ciudadanos, una ya no sabe a qué atenerse.
Tendrán
que explicarnos si son euros robados los sobresueldos, los salarios millonarios
de banqueros rescatados, las jubilaciones vergonzosas de quienes han llevado
sus empresas a la ruina o han mandado, ERE mediante, a miles de trabajadores a
la calle y sin esperanza alguna. Euros robados también serían, digo yo, los de
la generosa amnistía fiscal, los que no se cobran a las grandes fortunas, a las
sicav o los que se perdonan graciosamente a las empresas en impuestos de
sociedades. Y los que nos quitan a los españolitos de a pie que cobramos un
salario de subsistencia.
Así se explica que los
millonarios, los ricos, los poderosos, hayan hecho el agosto con la crisis que
nos ha machacado a todos (menos a ellos). Y se explica también que los ricos
sean más ricos y todos los demás, más pobres. Lo peor es que lo hemos asumido. Hablamos
y hablamos de millonarios como se habla de términos que sólo son conceptos
inabarcables, léase Dios, amor, tiempo, felicidad, eternidad. Intuimos que
existen, pero los situamos en otra galaxia, con esa especie de temor que
produce lo que no está en nuestras coordenadas, lo que se nos escapa.
Un millonario es
alguien a quien no se puede mirar a los ojos, por si se ofende; alguien que
extiende la mano esperando que le beses el anillo, como a un obispo; alguien
que no camina: Levita. Es lo que queramos imaginar, porque algún gen tendremos
por ahí, proveniente de la época feudal o aún anterior, que nos hace arrugarnos
ante el poder que da el dinero, mirar al suelo y no atrevernos a abrir la boca,
por si molestamos. ¿En qué cabeza cabe pedirles que paguen más? ¿Y si se
enfadan? Pueden hacer que nos destierren, que nos corten la cabeza o que nos
encierren en una oscura mazmorra, condenados de por vida a pan negro y agua
corrompida.
Un ciudadanito de a
pie, como yo, sólo puede mirarlos con reverencia, desde su insignificancia; en
lo alto de sus caballos, con armaduras de oro y espuelas de brillantes, cegado
por el brillo, atemorizado y cuidando de no despertar su cólera de resultados
imprevisibles.
Y por supuesto, hemos
comprobado que los políticos, alguno también rico y poderoso, tienen el mismo
gen que todos nosotros. El del miedo a molestar, a incomodar a los señores.
Es más fácil, y menos arriesgado, incordiar a los siervos de la gleba, a
los que siempre, a través de los siglos, se ha exigido todo a cambio de
migajas. Hemos armado un ejército que huye a la vista del enemigo. Hemos creado
una democracia que no es el poder del pueblo. Es el poder de los de siempre.
Y ahora nos cuentan que van a recuperar hasta el último euro…
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