Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 30 de octubre de 2014

Desde Macondo. TIEMPO DE GRANADAS


Primero escuchamos “Operación Púnica”, y mi cabeza se fue a las guerras entre romanos y cartagineses, a Aníbal con sus elefantes y al rotundo “Carthago delenda est” que puso fin a una de las civilizaciones más florecientes. Pero no. Faltaba la segunda parte, el “granatum”. La operación del árbol del granado, que toma su nombre del apellido del cabecilla de la penúltima red de corrupción que hemos conocido.

       En tiempo de granadas. Las dos que habitan mi frutero me miran compungidas, como si sobre ellas hubiera caído también el peso de la ignominia, como si en la redada, en la operación que les ha robado el nombre, hubiera caído también su prestigio y su historia.

      Los enviados de Moisés a la Tierra Prometida trajeron granadas, como símbolo de la fecundidad; Afrodita plantó el primer granado de la Grecia antigua, en Egipto se enterraba a los muertos con ellas, para facilitar el paso a la vida eterna, y en China se esparcen sus granos en la cámara nupcial para atraer la prosperidad. Romeo declara su amor a Julieta a la sombra de un granado, y el Amado y la Amada de San Juan de la Cruz degustan escondidos el mosto de granada.

      Tuve como un tesoro, perdido con el tiempo y con los años, un libro de cuentos de Oscar Wilde, “La Casa de las Granadas”, que por asociación de ideas llega hoy hasta estas líneas. En el primero de los relatos se abordan las diferencias entre ricos y pobres, la vanidad y ostentación de unos y la desgracia de los menos favorecidos. Y una frase que luego he visto publicada por ahí: "Mientras nosotros pisamos las uvas, otros se beben el vino".

      Es tiempo de granadas y, en adelante, cuando piense en éllas, cuando retrase hasta el infinito el momento de ponerme a desgranarlas, cuando estallen en mi boca con ese sabor indescriptible y único, no podré pensar en aromas del Oriente donde nacieron, en los bereberes que la trajeron a España, en fecundidad y prosperidad, en cuentos y en historias de amor.

      El dulce mostro de la granada va a quedar ligado para siempre a operación policial, a corrupción, a burla, al tiempo que nos ha tocado vivir y que ni tan siquiera permite la ensoñación, porque la realidad golpea insistentemente en nuestras puertas.

      Podían haberla llamado de otra forma. Gurtel, por ejemplo, (correa en alemán y apellido de otro sinvergüenza), que no me sugiere nada. Pero la han llamado Púnica Granatum y al mismo  tiempo han matado los símbolos.
      Y los sueños.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Desde Macondo. EL SIGLO DE ORO


Lo de que vamos p’atrás no tiene discusión posible. Y a pasos agigantados. No hay día que no leamos que si los sueldos están a nivel de hace dos décadas, la pobreza como después de la guerra y los derechos laborales… vaya usted a la historia a buscarlos. Y para colmo, los pícaros ocupan el primer plano de la actualidad. Estupefacta me tiene el “pequeño Nicolás”, que no es uno de los pilluelos desharrapados del Londres de Dickens, en pleno siglo XIX. Qué va. Con su perfecto look de pijo total y veinte años recién cumplidos, ha conseguido colarse, sin desentonar, en la alta sociedad que, como todo el mundo sabe, no se mide por el color de la sangre, sino por el del dinero.
No digo nada de los Blesas, Ratos y demás picaros de alcurnia, ni de la larga lista de usuarios de las tarjetas black, ni de los gurtelianos, los pujoles, los de los ERE, los ínclitos empresarios tan ocupados en poner su dinero a buen recaudo y recetar bajadas de salario y subidas de jornada laboral.

Y no sé de qué me extraño. De  tanto ir para atrás nos hemos plantado en el Siglo de Oro. Al fin y al cabo, España siempre ha sido un país de pícaros. Hasta tenemos género literario propio, la novela picaresca, y personajes que forman parte de nuestra intrahistoria y que, tal vez, han dejado parte de su ADN en nuestros genes. A las pruebas me remito.

¿Quién no se ha reído con las maniobras para sobrevivir del pobre Lázaro de Tormes? O con los hurtos constantes de Don Pablos, el Buscón de Quevedo, o con las tretas del Guzmán de Alfarache. Hemos admirado la pericia del dómine Cabra para hacer mil caldos con el mismo hueso, que sumergía en la marmita atado de un cordel, y hemos aplaudido el truco de agujerear la bota de vino para beber al tiempo que el “jefe”, y gratis.

Hemos vuelto al Siglo de Oro pero, como el mundo está al revés, no son los pobres los que engañan a los ricos. Se han vuelto las tornas y ahora los pícaros son los poderosos (léase poder político o económico) y llegan hasta los alrededores de alguna testa coronada.

Y sus aventuras, que no desventuras, no nos hacen precisamente sonreír. La picaresca de este siglo XXI es la de los banqueros que emigran a puestos de trabajo con sueldos millonarios, después de haber engañado con preferentes y otras artimañas a miles de personas; es la de los que abandonan la política para ocupar sillones en empresas que ellos mismos han “externalizado”, que es el eufemismo para decir privatización; es la de los que colocan a decenas de amigos y familiares mientras el paro alcanza cifras angustiosas. Los “rescatados” que gastan alegremente el dinero recortado en becas o médicos.

Los nuevos pícaros son los que aplauden una reforma laboral que les permite despedir a miles de trabajadores para “deslocalizar” su producción, es decir, para llevar las fábricas a Marruecos o la India, donde las jornadas de trabajo son interminables y los salarios de risa. Eso sí, después de mantener deudas millonarias con Hacienda y de recomendarnos trabajar como chinos.

Los pícaros de este siglo de vergüenza son los que aprovechan la crisis para ofrecer sueldos de miseria y de hambre, para rodearse de becarios que trabajan por la ilusión de cobrar algún día y de gente sobradamente preparada que necesita hasta el último céntimo de lo que le quieran dar.

Son los que piden sacrificios y dan lecciones de cómo salir de la crisis (ellos), mientras hunden en la miseria a todo un país, los que van en coches oficiales y niegan transporte escolar y ambulancias, porque aumentan el déficit. Los que permiten desgarradores desahucios y acumulan inmuebles; los que niegan subsidios a los desempleados y se colocan dietas inmorales para aumentar su saldo a fin de mes.

Mientras, el pueblo pasa hambre y frío, como en la España del Siglo de Oro, y no le quedan tretas que buscar para sobrevivir.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Desde Macondo. UN RAMITO DE VIOLETAS


Era un 9 de noviembre, como siempre sin tarjeta, cuando llegaba un ramo de flores, de violetas concretamente, a la casa de una mujer cualquiera, casada y aburrida de un marido poco tierno y menos cariñoso. Siempre me ha fascinado y conmovido la historia de esta canción de Cecilia con final sorprendente.
      Y viene a cuento por la fecha, el 9 de noviembre, el día elegido para el primero referéndum, luego consulta y ahora no sabemos qué acerca de la independencia de Cataluña. Surrealista y extraño como la letra de la canción. Una historia de engaños, de juegos a media luz, de disimulos y apariencia de normalidad y con un final de puntos suspensivos.

      El marido lo sabe todo, la dama vive ilusionada con el imaginario amor secreto y ambos habitan un mundo ficticio. Justo como está pasando aquí, pero sin música y sin una interpretación deliciosa, que da gana de apagar la tele cada vez que salen Mas o Rajoy, o alguno de los acólitos de cualquiera de ellos, hablando de legitimidad, constitución y unidad patria.

      Meses llevan con las “cartitas” yendo y viniendo, con los secretitos y las estrategias, ilusionando a unos y alarmando a otros. Y nosotros, que no sabemos nada, los miramos callados. Como cantaba Cecilia.

      Llegará el nueve de noviembre y no sabemos si habrá violetas. Seguirá la vida, los ricos continuarán enriqueciéndose a costa de que los pobres sean más pobres; nos seguiremos quejando, con razón, de lo mal que funciona la Sanidad, de lo que ha subido la luz, de lo que han bajado los salarios, del empleo que no llega, del paro, que no se va… Aparecerán nuevos corruptos y nos escandalizaremos, con más o menos ruido, por la lentitud de la Justicia, porque sigan sueltos los que nos han arruinado el futuro…

      El nueve de noviembre no acaba ni empieza nada. Sigue todo, aunque se esfuercen en pintarlo como la fecha señalada. El día en que llegan las flores sin tarjeta que permiten a la señora aburrida seguir viviendo con ilusión.

     Las flores de Macondo son amarillas y siempre aparecen en el momento oportuno. A la muerte del primer Buendía cayó toda la noche una lluvia de minúsculas flores de este color. Eran tantas .que cubrieron los techos, y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que dormían a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.” Y  Remedios, la bella, subió al cielo entre una nube de flores y se perdió para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.

      Las violetas son moradas y no son mágicas. Aunque lleguen el 9 de noviembre.

 

miércoles, 8 de octubre de 2014

Desde Macondo. LA SEXTA PLAGA


Yo creía que ya las teníamos todas y resulta que faltaba la sexta. Hablo de las plagas que cayeron sobre Egipto, según la Historia Sagrada, y que ahora han cambiado de destinatario, vaya usted a saber porqué, que no me veo yo como uno de esos malos malísimos  que obligan a latigazos a los pobres hebreos a construir las pirámides, como se ve en las pelis que ponen en Semana Santa.
      Digo yo que entre los egipcios debiera haber buenos, malos y regulares, como pasa aquí, y que seguramente la mayoría no se mereciera la ira de Dios. Y que, como también sucede aquí, los ricos y poderosos se irían de rositas mientras los de a pie sufrían los ríos de aguas rojas, la lluvia de ranas, los piojos, las langostas que se comieron las cosechas, el granizo, que remató la faena y toda suerte de enfermedades. Justo como aquí. Y quizás les ganemos, porque se me ocurren un montón de plagas más, que no soy Dios, que pudo sintetizar y elegir las más dañinas para que salieran en los textos sagrados.

       Puedo hablar de paro, de pobreza, de recesión, de crisis, de retrocesos, de pánico, de presente incierto, de futuro imperfecto, de hipotecas, de apatías, de desconfianza,  de déficit, de tarjetas black, milongas catalanas y otras maniobras de distracción, de abismos entre mundos, de hambrunas… De tinieblas, penúltima plaga, con el brazo ejecutor de Iberdrola o de la compañía de turno. Nos faltaría la muerte de los primogénitos, con la que se dio por terminado el castigo divino, pero en una interpretación libre, la salida de miles de jóvenes a buscarse en otros países la vida que no encuentran en el suyo y la impotencia de los padres ante sus hijos sin futuro, también tiene mucho de plaga bíblica.

      Pero yo quería hablar de la Sexta Plaga, que es la que nos ocupa en estos días. La de las enfermedades en forma de úlceras y sarpullidos. Y entonces llegó el ébola, por si nos faltaba algo. Ya las tenemos casi todas, y toco madera, que todo es susceptible de empeorar y nadie sabe qué nuevo castigo pueden idear los dioses cabreados.

      Creo que la ciencia ha encontrado una explicación racional para cada una de las plagas, sequía, barro, proliferación de insectos, malaria y hasta cambio climático. Tampoco es difícil explicar lo que pasa ahora y por qué pasa. El caso es que nos hemos puesto a la cabeza de la ira divina, que sumamos las plagas de Egipto, Sodoma y Gomorra y hasta el Diluvio de Noé. Igual aparecemos en los libros dentro de unos siglos.

      También hubo un diluvio en Macondo. Duró cuatro años, once meses y dos días. Mucho menos que el nuestro. Y fue plaga única.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Desde Macondo. TIEMPO DE BERREA


Hace mucho tiempo, cuando pasaban cosas con letra, y no sólo con número, tuve ocasión de disfrutar del espectáculo de la berrea del ciervo.  Nunca antes había visto algo igual. Ni oído. El lamento de los animales y el sobrecogedor ruido de los cuernos chocando en peleas casi siempre incruentas, pero impactantes.

      Como urbanita que soy, me mantenía a una distancia prudente de los imponentes bichos, por si algo de su furia me salpicaba. Son animales esquivos y solitarios (Bambi es sólo de película), y no suelen permitir que se acerquen extraños. Mi ignorancia del mecanismo hormonal de los cérvidos se puso de manifiesto cuando el guarda de la finca me dijo eso de "no se preocupe, no la ven. Ellos están a lo suyo". Y lo suyo, por supuesto, era perpetuar su especie, conseguir el mayor número de cópulas, luchar por su territorio y asegurarse el futuro.

     Dirá quien se entretenga en leer estas disquisiciones que a ustedes qué les importa la vida sexual de los venados. Y tienen razón. Tampoco a mi me importaría demasiado, si no fuera porque la imagen de los ciervos berreando, y la sentencia del guarda me recuerdan machaconamente la realidad que estamos viviendo.

      Unos a lo suyo, berreando en distintos tonos, según convenga, y los demás, simples espectadores de una guerra que no es la nuestra, que no nos asegura el futuro, ni tan siquiera el presente, porque somos meros trofeos del ganador. Sin más.

      Chocan los cuernos y el eco nos habla de deuda, de déficit, de Constitución, de desafíos soberanistas, de Cataluña, de reparto de poder en Europa, de brotes verdes o amarillos, de Presupuestos que consolidan una recuperación más falsa que Judas.

      Ya veis, con todo lo que está pasando y yo acordándome de los ciervos, mire usted por dónde. En plasma o en directo veo a los gobernantes impasibles, concentrados en sus luchas internas, en la defensa de su estirpe, marcando su territorio, embistiendo al de enfrente con impactante choque de cuernas.  

      A su lado, ahí mismo, el paro aumenta por segundos, a la misma velocidad que el hambre y la desesperación, el futuro, entendido como progreso, se ha caído del diccionario, y el miedo campa por sus respetos. Como los ciervos en la berrea, no ven nada. O no les importa, que es peor.   Y una echa de menos un sabio hombre de campo que le explique qué está pasando.

      En Macondo no hay ciervos. Ni berrea. Sólo suena la risa franca de Petra Cotes, la mulata exuberante que exasperaba a la naturaleza, y hacía que sus yeguas parieran trillizos, las gallinas pusieran dos veces al día, los conejos se multiplicaran y los cerdos engordaran con desenfreno. Sin topetazos estúpidos ni berridos estériles.