Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 27 de diciembre de 2012

Desde Macondo. BALANCES


Si nadie lo remedia-y no parece que podamos contar con los mayas-, en cuatro días se acaba el año, y es tiempo de hacer balances. No hay más que asomarse a los periódicos para enterarnos de un vistazo de cómo ha sido el año en lo político, en lo social, en lo deportivo o en lo cultural, en la sanidad, en la economía…
          Así fue 2012 ¿Qué les voy a contar a ustedes? Tanta paz lleve como descanso deja el año que se va, aunque mucho me temo que si nos vemos aquí dentro de 365 días el balance será parecido. Como si no hubiéramos pasado las páginas del calendario.
          Termina un año para olvidar, y que no olvidaremos nunca. El año de más paro, de más pobreza, de menos democracia, de más conflictos y menos paz social,  de miles de dudas de docenas de certezas espeluznantes, de desconfianza y de miedos. De presente difícil y futuro imperfecto.
          Se va el año de mirar hacia atrás con nostalgia, de acordarnos de cuando había trabajo, los sueldos no eran de miseria, los desahucios se hacían con cuentagotas y los pobres eran algo que nos tocaba de lejos, no vivían en la casa de al lado o en nuestra propia puerta. Y hasta los niños en clase tenían espacio para moverse, por supuesto, después de haber comido en condiciones.
          El balance de 2012 es el que nunca tendríamos que hacer, porque es el de la oscuridad sin luz al final del túnel. Y el túnel es ya demasiado largo. Como en los libros de cuentas, es mucho el “debe” y escaso el “haber”. Unos cuantos apuntes para agradecer que la enfermedad nos haya respetado, que seguimos teniendo buenos amigos y que hemos descubierto la solidaridad con mayúsculas, la que viene de la gente de la calle. La que no se refleja en los Presupuestos.
           Ha sido un mal año, y esto ya no se parece en nada a lo que era. Es como cuando el coronel Aureliano dejó el pueblo en manos de Arcadio para marcharse a la guerra. Desde el primer día de su mandato reveló su afición por los bandos. Leyó hasta cuatro diarios para ordenar y disponer cuanto le pasaba por la cabeza, apretando los torniquetes con un rigor innecesario, hasta convertirse en el más cruel de los gobernantes que hubo nunca en Macondo.
           Después, las cosas cambiaron a mejor, pero ya nadie pudo levantar a los que quedaron tirados en el camino.
           Habrá buenos deseos y, si podemos, nos comeremos las uvas brindando por el año nuevo, ese que, si nadie lo remedia, tampoco arrojará saldo positivo.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Desde Macondo. SI YO FUERA EL MUNDO

          Si yo fuera el mundo, ése que podría acabar mañana, ya tendría listo el testamento, un largo pliego de últimas voluntades, tan largo que nunca acabaría, que siempre estaría al inicio.
          Empezando de nuevo, como en Macondo, cuando el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y había que señalarlas con el dedo para nombrarlas. Si fuera el mundo, y fuese a acabar mañana, no repartiría lo que dejo, sino lo que debo. Y debo tantas cosas…
           Debo justicia y amor bien repartidos; y países sin vallas ni fronteras, y continentes sin mares que los separen, y colores de piel que no se diferencien salvo en la capa más superficial, y armas que no maten, que sólo hablen para la paz. Debo comida a los hambrientos y agua a los que tienen sed;y calor a los que tienen frío en el cuerpo y en el alma; y salud a los enfermos y miles de letras para que todos puedan leer.
           Debo trabajo a los desempleados y casa a los sin techo. Y alegría a los tristes, y risas a los que lloran. Debo padres a los huérfanos e hijos a los mayores que están solos. Y compañía a todas las soledades.
           Si fuera el mundo y hubiera de acabar mañana, dejaría en su Olimpo particular a todos los dioses, imaginarios o de carne y hueso, que imponen las leyes a su antojo creando dolor y enfrentamientos desde el inicio de los tiempos.
           Empezaría de nuevo. Se lo debo a los hombres de buena voluntad, a los que no tienen culpa, a los que pagan la culpa de los demás. A los que no saben qué culpa pagan o qué pecado están expiando. A los que no tienen testamento que redactar, porque nada tienen y nada deben.
           Si todo acabara mañana, creo que me cambiaría hasta el nombre. Ya no sería “mundo”, teñido de mil connotaciones negativas. Asco de mundo, mundo cruel, paren el mundo que me bajo… Me llamaría ¿Qué sé yo? Cualquier cosa menos mundo. Quizás renovación. Suena bien. Es diciembre, y diciembre en Macondo es renovación. Un diciembre, el coronel Aureliano Buendía, recién fusilado, salió de su cuarto y Úrsula decidió rejuvenecer la casa, lavar, pintar, sembrar flores… Y decretar el final de los numerosos lutos superpuestos. Otro diciembre, muchas generaciones después, Amaranta Úrsula hizo lo propio.
          Debo tantas cosas que, si todo acaba mañana, nadie conocerá la etapa nueva que empieza. Habrá cambiado hasta el nombre. Feliz fin del mundo.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Desde Macondo. LOS OTROS BANCOS

Cuando ya nos habíamos familiarizado con los archivos tóxicos, las preferentes, los abusos de los banqueros, los intereses desorbitados, el Euribor y los bancos malos,  hemos descubierto que hay bancos buenos. Sin directivos famosos y millonarios, sin sucursales en edificios ostentosos  y de diseño, sin publicidad en cada marquesina, sin productos estrella, sin seguros, sin plazos fijos. Sin contraprestaciones.
           Estaban ahí, pero no los conocíamos. Al menos, no íntimamente. No los necesitaba casi nadie de nuestro entorno y, por tanto, eran perfectos desconocidos. Y ahora son los números uno del ranking, aunque no coticen en Bolsa, aunque no estén en el IBEX.
           Son los bancos de alimentos, que los que tanto se habla desde hace unos meses, casi al tiempo de que comenzaran los rescates multimillonarios a sus “hermanos malos”, de que se multiplicaran los desahucios y de que todos tomáramos conciencia de que el hambre existe y no está ahí afuera. Está aquí al lado.
           Los bancos buenos prestan a fondo perdido, sin ningún tipo de interés, sin firmar papeles, sin avales que comprometan a nadie. Atendiendo tan solo a la necesidad imperiosa de vivir, cuando “los otros” han quitado las ilusiones por la vida. Y sin mirar de arriba abajo, sin caridades humillantes. Por solidaridad.  Ya saben eso de que la caridad es vertical, se hace desde arriba, y la solidaridad es horizontal, en el mismo plano, entre iguales.
           En este escenario apocalíptico en el que se desarrollan nuestras vidas, han surgido muchos bancos buenos. Unos grandes, como el de alimentos, otros, más modestos, como los que recogen comida, juguetes o ropa de abrigo en asociaciones, colegios, y hasta en los bloques de vecinos. Alguno más, entre gente de bien, particulares o constructores que ceden sus viviendas para albergar a los que han perdido la suya.
           Quizá debieran cambiar su nombre. No deberían recordarnos a las instituciones financieras, que Dios confunda. Estas acciones nos reconcilian con el término “banco” que, por la fuerza de los hechos, nos suena mal. Nos suena a abuso, robo, empobrecimiento y tragedia.
           Y nos reconcilian también con el mundo.  Nos hacen ver que existe buena gente frente a los que aparecen cada día  pidiendo sacrificios, y lo hacen con cara de pena para después seguir viviendo en su cómodo sillón-despacho-coche-chalet.  Y sin hambre. Definitivamente, ellos y la empatía, la humanidad, fueron separados al nacer.
           García Márquez, el mismo que considera que “Un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse”, situó en Macondo la casa grande en la que siempre había un plato de comida para quien lo necesitara, donde todos eran bienvenidos, desde los 17 hijos del coronel Buendía hasta las 4 monjas y 68 alumnas para las que se compraron 72 bacinillas para hacerles más cómoda la estancia.
          Sin preguntar, sin condiciones ni comisiones. Como un banco bueno.
 

jueves, 6 de diciembre de 2012

Desde Macondo. ¡VIVA LA PEPA!

            Por razones oficio, durante un cuarto de siglo de vida laboral he mantenido un estrecho contacto con la Constitución.  Con la actual y con los efímeros textos anteriores, por aquello de documentarse. La he leído de principio a fin, los derechos, los deberes, las garantías, título a título, desde el prefacio al refrendo, analizando cada artículo,  buscando inspiración en los términos tan conocidos. Libertad, seguridad, protección a la infancia, a la juventud, a los mayores, garantías jurídicas, igualdad, no discriminación, derecho a la cultura, libre expresión…
           Podría seguir, pero en estas fechas hay docenas de artículos que hablan de la Ley de Leyes, que la ensalzan, que nos cuentan eso de que es el marco jurídico que permite la convivencia, que es el paraguas que nos ampara a todos y demás tópicos que se repiten desde 1978.
            Y yo, ya ves, por llevar la contraria, me acuerdo de la Constitución de 1812, la de las Cortes de Cádiz. Me acuerdo de un artículo, el 13, que no está en el vigente texto constitucional: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. Artículo 13.
            Falta el 13, y faltan todos los demás. No hablo de la reciente (y pactada) modificación para incluir el techo de déficit de  nuestros dolores. Hablo de artículos que garanticen la felicidad, la que se consigue con trabajo, con salario suficiente, con vivienda, con igual acceso a la educación, la sanidad o la justicia, con los derechos mínimos para una vida digna. Sin hambre, sin tristezas añadidas artificialmente.
            Esta Constitución, la que hoy conmemoramos, la del 78, no habla de felicidad, no obliga a los gobernantes a trabajar por ella, y de esos polvos vienen estos lodos. El estado de derecho que se proclama en el prefacio, se ha convertido en estado del revés y las páginas de la Ley Suprema se nos antojan papel mojado con letras borrosas que cada cual puede interpretar a su antojo. Y donde no pone “Felicidad”.
            Leí hace tiempo que en Bután, un pequeño país perdido en el Himalaya, existe un indicador  que mide el grado de felicidad de sus habitantes. No el producto interior bruto, sino el “producto interior de felicidad”, porque a sus gobernantes no  les interesaba tanto el dinero de los ciudadanos como su estado anímico y su bienestar. Que era muy alto, por cierto.
            Fuera de esta curiosidad, hoy, más que nunca, echo de menos el artículo 13 de La Pepa. Tal vez habría que hacer un referéndum para incluirlo. O hacerlo por decreto, con premeditación, alevosía y agravante de vacaciones, que no sería la primera vez. Pero hacerlo. Y articular los mecanismos para expulsar con vergüenza y vilipendio a quien no lo cumpla.
Dicho esto, Viva la Pepa.
 
 
 

domingo, 2 de diciembre de 2012

CARBÓN PARA LOS ABUELOS

Ajenos a las elecciones catalanas, a las idas y venidas a Bruselas de presidentes y ministros de Economía, y enfrascados en la dura tarea de subsistir cada día, los pensionistas y jubilados, los abuelos, creían todavía en la palabra mantenida hasta hace escasas fechas (justo hasta los comicios en Cataluña). Creían en la bondad de los Reyes Magos y esperaban su premio, modesto, eso sí, mientras se afanaban en pasear nietos, ayudar a la hija en paro o arrimar unos euros para la hipoteca del hijo.
Y han recibido carbón. Con premeditación y alevosía, adelantado para no ejarles pasar las Navidades con una mínima ilusión, para asegurarles que pasarán el resto de sus días haciendo cuentas, montoncitos de monedas para la comida, que está todo mucho más caro; para la luz, ni soñar en poner el radiador, toca otra vez pasar frío, como antaño; para los medicamentos de esos achaques crónicos llamados artritis, artrosis, bronquitis o quizá algo peor; para la chica, que ha vuelto a casa con dos niños; para ese hijo en paro que sobrevive con el exiguo salario de la mujer y al que acabarán quitándole el piso...
Es el carbón que han traído los Magos, antes de tiempo, para ocho millones de jubilados y pensionistas, muchos de los cuales auparon a sus camellos a los que ahora les maltratan. Y hay ejemplos a montones. Escucho a una aguerrida abuela que explica que su pensión de 500€, que reparte con su hija y su nieta, ha sido "agraciada" con la subida del dos por ciento. Diez euros al mes, "pero pago 28 euros por las recetas, y antes no pagaba".
Hasta ahora, la crisis provocada por la codicia de los especuladores financieros y los bancos la están-estamos-pagando los inmigrantes, los trabajadores en general, los funcionarios en particular, los parados, los jóvenes, los dependientes y, por supuesto, los mayores; los sectores mayoritarios y más débiles de la sociedad. Los más desfavorecidos. Algunos, por partida doble, con un repago, como los jubilados, quienes ven mermar de hecho sus ingresos por un lado y, por otro, se les aumenta el gasto con un repago más de medicamentos, sin ir más lejos.
Y ahora sólo hay carbón para personas que han trabajado durante 50 años, han criado a sus hijos y han pagado durante décadas esos impuestos a fondo perdido que les librarían del hambre y el frío, que les permitirían vivir con dignidad en el último tramo de sus existencia.
Han traído carbón y angustia, que es peor. Angustia por el día a día y por el futuro de los suyos, de sus hijos y sus  nietos. Una angustia que amargará sus últimos días y que no les permitirá irse en paz.
Veo a los abuelos paseando en El Prado y pienso en esa pareja de ancianos que esta misma semana han decidido quitarse la vida para no estorbar. Tal vez no eran conscientes de que su carbón, escaso y malo, podría ser el único sustento de sus descendientes. 


miércoles, 28 de noviembre de 2012

Desde Macondo. SUPONGAMOS QUE LLEGA DICIEMBRE

        Lleva unos días asomando discretamente por los cristales de la ventana pidiendo paso, sin atreverse a hacer mucho ruido. Sin significarse. Pero ahora está aquí, golpea la puerta con contundencia, porque es su tiempo. Supongamos que abrimos la puerta a diciembre. No podemos hacer otra cosa. Es su momento. 
          Supongamos también que, como siempre en el Macondo perdido, diciembre trae la llave que permitirá abrir la puerta del consumo. Centros comerciales a tope, anuncios de juguetes y perfumes, marisco para aprovisionarse antes de las fechas clave, adelante sus compras navideñas o “¿aún no ha pensado que cenará en Nochebuena?”. Supongamos que los turrones vuelven a casa, y las muñecas ponen rumbo al portal; que Papa Noel abrillanta el trineo y los Reyes enjaezan los camellos para el largo viaje. Y que se desempolvan los discos de villancicos y salen del baúl espumillones y ese pino de plástico que tanto adorna convenientemente cargado de bolas y luces.
           Supongamos que, como dice un chiste que circula por ahí, este año habrá blanca Navidad y no Navidad sin blanca. Todo será como siempre.
           Y supongamos que la fiebre de las compras empieza con el mes, con el diciembre que amenaza con tirar la puerta abajo si no le abrimos. Más de uno cerrará su casa con cuatro candados para que no entre el nuevo mes. Para que sus luces de gas no alumbren la oscuridad, a veces terapéutica, y para que el recuerdo no haga más difícil enfrentarse a la realidad.
           Tras los datos de la caída del consumo que nos cuentan cada mes, que nos contaron ayer mismo, hay caras y hay dramas. No hay lugar para el mes de las compras, de la alegría, de la ropa interior roja o el brindis con champán (debería decir cava, pero estoy intoxicada de Cataluña, sin tener nada contra ella). No veo en el horizonte la estrella ni  a ningún arcángel regocijado que nos anuncie buenas nuevas.
          Aureliano Segundo y Petra Cotes, tras el diluvio, pasaban las noches haciendo y deshaciendo montoncitos de monedas, quitando esto de aquí para ponerlo allá y sin embargo, “los ángeles de la guarda se le dormían de cansancio mientras ponían y quitaban monedas tratando de que siquiera les alcanzaran para vivir”.
          Supongamos que es diciembre en Macondo, y que los ángeles están alerta.

 

jueves, 22 de noviembre de 2012

Desde Macondo. A LA CAMA SIN CENAR

           Muy miserable sería si no ocupara este espacio, y todos cuantos tenga disponibles, para alertar, insistir y machacar sobre la pobreza que afecta a la infancia. El hambre, por decirlo en román paladino, y porque es la traducción real, la primera entrada en el diccionario de este tiempo que nos ha tocado vivir.
           Esta misma semana, coincidiendo precisamente con el Día Internacional de los Derechos de la Infancia, hemos conocido un dato “nacional”. De aquí, no de Mali o de Etiopía. Cuatro de cada diez niños españoles pasan hambre. Más de dos millones…y subiendo. Ilustra la noticia en un informativo de televisión la imagen de un comedor de una ONG que ha inventado una especie de merienda para que los niños, al salir del cole, puedan comer fruta, o yogures o leche con cacao, junto con pescado o huevos. Proteínas y calcio pero, sobre todo, para que no se vayan a la cama sin cenar.
           Qué tiempos, cuando el castigo de no sentarte a la mesa se traducía en que antes ir a dormir te inflabas de galletas y te sentías vencedor. Y cuando tu madre, con sentimiento de culpa, te llevaba a la cama el vaso de leche con colacao, para que no te sonaran las tripas y pudieras conciliar el sueño. Era un castigo simbólico. A la cama sin cena, con la seguridad de que el desayuno sería opíparo, y en la comida podías decir esto no me gusta.
           De cincuenta años hacia abajo, todos hemos vivido esta realidad, aderezada con las historias de padres y abuelos, esas de “no sabéis lo que es pasar hambre”, o “después de la guerra os quisiera yo haber visto”, cuando rechazabas las verduras o las legumbres.
           Y hoy se vuelve a pasar hambre. Cientos de miles de niños se van al colegio sin desayunar y a la cama sin cenar. Y comen arroz o pasta, que cunden mucho y se han salvado del subidón del IVA.
           Sólo por esto se me revuelven las tripas cuando oigo lo de estamos mejorando, o se hace lo que hay que hacer, o el maldito déficit es lo primero. Lo primero es comer y, como en toda familia que se precie, los niños son los primeros, aunque los padres coman pan duro o se vayan a la cama sin cenar. Extrapolando, los padres son los gobernantes, los que tienen las riendas del país, los poderosos, los ricos, que no deberían estar sentados en sus escaños, en sus palacios o en sus casas de lujo mientras un solo niño se vaya a la cama sin cenar. Somos todos nosotros, aunque poco podamos hacer, amén de iniciativas particulares que quedan en la conciencia de cada cual.
           Y todo lo demás es secundario. En Macondo, los niños que lloraban en el vientre de su madre nacían con una maldición. Hemos estado tan entretenidos con otras cosas que no hemos oído el llanto y hemos condenado a más de dos millones de niños a irse a la cama sin cenar.
 

martes, 20 de noviembre de 2012

CUMPLEAÑOS FELIZ

Es 20-N. Hasta ahora, el aniversario de la muerte de Franco (y de José Antonio, que siempre hay alguien que lo añade). La fecha del antes y el después para tres cuartos de los que poblamos este país. Algo así como el "A.C" de la Historia. Antes de Franco y después. Lo de hoy, lo de 2012, es A.R y D.R. Se cumple un año del triunfo del PP en las elecciones y de la llegada de Rajoy (R, por si no lo habían adivinado), a la presidencia de España.
          Y aquí estamos, con la tarta delante y pensando en cómo deglutir el trozo de pastel que nos ha tocado comer, nada dulce por cierto.
Un año después, hay pocas cosas que celebrar. Al menos para el común de los mortales, que somos casi todos. Y sobre todo, hay pocas fuerzas para esperar a nuevos cumpleaños, que pudieran ser felices.
          La tarta que nos presentan sabe a paro, a desesperanza, a pobreza, a miedo, a sanidad y educación precaria, a justicia disuasoria y poco justa, a desahucios, a pérdida de poder adquisitivo, a comercios cerrados y autónomos desesperados, a recibos imposibles de pagar, a frío...
          Ha pasado un año y todos los indicadores, los que entendemos los profanos en Economía, no invitan precisamente a la celebración. Los que no entendemos, tampoco. Ahí están la prima, la bolsa, los Mercados y esas cosas, que tampoco han sacado el gorrito y las serpentinas para la fiesta de cumpleaños.
          No hay regalos que desenvolver, no suena el happy birthday ni el "y que cumplas muchos más". 
          Y no podemos soplar las velas.

jueves, 15 de noviembre de 2012

Desde Macondo. OPINADORES

         Yo opino, él opina, ustedes opinan. Faltaría más. Todos opinamos y todos tenemos algo que decir sobre cualquier tema. Polémico o no, extraordinario o cotidiano; de salud, de educación, de política, del tiempo… Opinamos de todo cuanto nos concierne, con mayor o menor acierto, con documentación o sin ella, con razón, o elevando el tono para tenerla, imponiendo nuestras tesis o dejándonos convencer. Hasta aquí, normal. Somos personas, razonamos y tenemos opinión. Y luego, somos profesores, fontaneros, peluqueros, médicos o bomberos.

Pero además están los opinadores profesionales. No hace falta que sean periodistas. De hecho, no lo son en su mayor parte. Ni que sean economistas si opinan de economía, o médicos si hablan de salud, o profesores si el tema a debatir es la Educación. Saben de todo y, sobre todo, saben gritar cuando les faltan argumentos.

Han crecido como setas, casi al mismo ritmo en que están desapareciendo los periodistas. Están en todos los canales, en todas las emisoras, en mil y una tertulias. Invaden espacios que, por razones lógicas, corresponden a la información y no informan de casi nada. Sólo dan su opinión e intentan convencernos de que es la buena, la única, la real. Para eso les pagan. Y de cuando en cuando, por los de un signo político, nos enteramos de cuánto cobran los del otro. Y viceversa. Nos indignamos, por supuesto, y decimos eso de vaya sueldo por decir cuatro chorradas.

En el otro mundo, del que provengo, la información y la opinión estaban perfectamente delimitadas. Así nos lo enseñaban en la Universidad. Incluso tipográficamente, en los periódicos (a un paso de ser Prehistoria), tenían tratamiento diferente. La opinión se presentaba con distinta letra, recuadrada y separada de la noticia. Una cosa era lo que pasaba, y otra, lo que el periodista opinaba del hecho concreto.

Pero eso ya es Historia. Ahora se puede elegir entre opinadores de derechas y de izquierdas con sólo cambiar de canal; incluso se les puede ver juntos, para los amantes del morbo. Y la información es lo de menos. El juego es saber qué dirán de la noticia los unos y los otros. Los mismos, que igual hablan de la prima de riesgo que de las tasas de la Justicia o la reforma de la Educación, sin saber cómo funciona la Bolsa ni haber pisado un Juzgado y mucho menos, conocer las necesidades educativas del momento.

Es lo que toca. En Macondo, para  don Apolinar Moscote, miembro efectivo del partido conservador los liberales “eran masones; gente de mala índole, partidaria de ahorcar a los curas, de implantar el matrimonio civil y el divorcio.  Los conservadores, en cambio, “eran los defensores de la fe de Cristo, del principio de autoridad, y no estaban dispuestos a permitir que el país fuera descuartizado en entidades autónomas” . 

Y el coronel Aureliano Buendía que afirmaba que “si hay que ser algo, sería liberal, porque los conservadores son unos tramposos”, termina constanatdo que “la única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho" .

Y que cada cual opine lo que quiera. Sin hacernos creer que es información.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Desde Macondo. ASÍ QUE PASEN SIETE AÑOS

           Bueno, pues ya está. En siete años de nada se ha aclarado la cosa. Ya hay dictamen y aquí paz, y después gloria. Los matrimonios entre personas del mismo sexo son legales y además, se pueden seguir llamando matrimonio, porque no van contra la Constitución. Hala, a otra cosa.
           Sólo se han necesitado siete años. Poco más de media docena de sesudos juristas, reunidos en Macondo, donde el tiempo es circular y a veces se detiene para volver atrás, han decidido que las peras y las manzanas pueden convivir en la misma cesta sin pudrirse, sin hacerse sombra, sin perjudicarse, sin que nadie se quede sin fruta porque otros la coman.
           Por el camino han quedado las angustias de casi cincuenta mil personas, veinticinco mil parejas de peras con peras y manzanas con manzanas, que durante más de dos mil quinientos días han vivido con el corazón en un puño, con la rabia y la impotencia de pensar que su amor, su proyecto de vida podría ser declarado inconstitucional.
           Todavía habrá quien piense que han sufrido poco, que merecían más por haber elegido la opción equivocada. Pero creo que es una crueldad innecesaria. Supongo que los señores magistrados tendrán mucho trabajo; tal vez crean que el recurso contra el matrimonio entre personas del mismo sexo no fuera cuestión prioritaria; o no hayan hecho suya la máxima de todo lo que es humano me compete. Y me duele.
           O habrán trabajado al ritmo de tango, “que veinte años no es nada”, y aun debamos estar agradecidos porque nos han ahorrado trece. Bromas aparte, y aunque se haya impuesto la cordura, aunque esta batalla la hayan ganado la libertad y el respeto, siete años son demasiado. Hasta siete días lo hubieran sido en este tema concreto, tan obvio, tan de justicia.
           El tiempo sólo se detiene en los libros, en el realismo mágico que permite volver atrás y saltar hacia adelante con sólo pasar unas páginas. En Macondo, girando continuamente hasta completar los cien años de soledad.
           Pero en la vida real, pasa. Y nos hace acumular miedos, recelos, desesperanzas, desilusiones, falta de confianza en el sistema que ha perdido humanidad, que permite que ahora, en el momento presente, sean precisas docenas de reuniones para acabar con los dramáticos desahucios, o meses y meses para solucionar problemas sociales acuciantes, cobro de prestaciones, valoraciones de dependencia, ayudas sociales…
          El siete, número bíblico y mágico, está muy lejos de lo razonable y, sobre todo, de lo humano. Hay otros recursos pendientes, contra la reforma laboral, por ejemplo, o contra los recortes socialmente más injustos.
             Tal vez conozcamos la respuesta así que pasen siete años.

miércoles, 7 de noviembre de 2012

Desde Macondo. RECORDAR

Ahora que las enseñanzas de las lenguas clásicas están en peligro de desaparición (otra de las wertiadas que se avecinan), me viene a la cabeza un pensamiento de Eduardo Galeano sobre una palabra muy “española”. Recordar.
Recordar  viene del latín  re-cordis, volver a pasar por el corazón. Y viene esto muy a cuento de la festividad que hoy celebramos, más allá de cómo lo haga cada cual, de las connotaciones religiosas o no que le queramos dar, e incluso, de los que han decidido sustituirla por el muy anglosajón halloween.
Hay un “día de…” para todo, y faltaría más que no lo hubiera para los recuerdos, para volver a pasar por el corazón a todos los que dejaron huella en él y que siguen ahí, esperando su día.
Nunca me ha gustado visitar el cementerio en estas fechas, ni asistir al espectáculo de flores y cirios, a la romería sin merienda ni música que se repite en cualquier lugar de casi todos los países para honrar a los muertos. Tal vez es porque no creo que ninguno de mis seres queridos que ya no están se encuentren ahí, bajo la piedra.
No necesito un día para recordar, para volver a pasarlos por mi corazón, porque tienen espacio propio en él, y los visito y me visitan en mil ocasiones. Mientras leo, cuando hago la comida, cuando paseo, en las noches de insomnio, en los momentos tristes y en las alegrías, cuando dudo y cuando tengo certezas, cuando pregunto y cuando no busco respuestas.
Los cementerios son para los que no entienden la etimología del término “recordar” y necesitan el olor a crisantemo y cera para despertar el corazón. Para escenificar el recuerdo.
Y todo esto, por supuesto, respetando a quienes sienten profundamente que deben estar ahí cada mes de noviembre. Y limpiar amorosamente la tumba, y colocar encima las flores más lucidas.
El gitano Melquiades volvió de entre los muertos porque se sentía muy solo. Tal vez nadie en Macondo sabía latín para interpretar el verbo recordar.

domingo, 28 de octubre de 2012

LA JAULA

Es curioso cómo una imagen, a veces fugaz, tonta, sin sentido, se fija en tu retina y te impide ver todo lo demás. O lo deja en segundo plano, lo oscurece y vuelve a tu mente una y otra vez, siempre que piensas en el tema. Y el tema es los desahucios.
Un telediario cualquiera de uno de estos días. Una ciudad, una calle, un bloque de viviendas. Vecinos en la calle, algunos con pancartas, contenidos por agentes de policía, y la terrorífica comisión judicial de turno con sus carpetas y sus bolígrafos. Una furgoneta cargada de muebles y enseres espera en la puerta.
Y una señora de edad más que mediana, que sale a la puerta con una planta y una jaula en sus manos. Los tres seres vivos que pierden su casa. Aturdida y emocionada por el apoyo de sus vecinos, la mujer se dirige al vehículo, deposita la planta con cuidado y deja la jaula, donde revolotea un pájaro, en el suelo. La cubre amorosamente con un pañuelo y se dirige a sus vecinos para despedirse y agradecerles sus desvelos.
La cámara enfoca la jaula, ya en silencio, porque el ave se ha tranquilizado con la ausencia de luz. Ajena al drama, seguro que sentirá que está en casa, y es de noche. Como tantos otros días, todos los que ha acompañado a la mujer en su soledad.
El periodista relata que la desahuciada puso su casa como aval para uno de sus hijos, también desalojado, y ahora le toca el turno a ella, que vive con una pequeña pensión, que es viuda, que está sola, y una larga lista de desgracias que no escucho con atención porque no puedo apartar la vista ni el resto de los sentidos, de la jaula.
¿Qué habrá dentro? Quizá un loro gris, que dicen es muy inteligente, o un papagayo, de los que parlotean todo el día. O una de esas cotorritas con cresta que tanto gustan a la gente mayor. Tal vez sólo sea un canario. No recuerdo una casa sin canario en mi pueblo, cuando era pequeña. Y aún ahora, con el buen tiempo, las terrazas de los pisos se llenan de jaulas colgadas junto a los geranios y las alegrías.
Y ahora el pájaro está en el suelo. En la calle. Vaya donde vaya la señora, irá con ella. Y lo hará en su jaula. En su casa. No han abierto la reja y lo han echado a volar, certificando su sentencia de muerte, porque nunca ha conocido otro sitio y sacarlo de ahí es tanto como matarlo.
Mis ojos van de la jaula a la mujer, de la mujer a la jaula. Del silencio bajo el pañuelo al otro pañuelo, con el que su dueña enjuga las lágrimas de emoción, de agradecimiento, de tristeza y, probablemente, también de desesperación.
Y ahora lo entiendo. Me he fijado en la jaula para no ver nada más. He pasado los minutos de la noticia con elucubraciones estúpidas acerca del tipo de ave que habría dentro, de si hablaba o no, de si cantaba o salía al sol en primavera, para no preguntarme dónde irá ahora la mujer, cómo pasará sus últimos años de vida, qué jaula la albergará mientras recuerda su casa, la de los últimos cincuenta años, la de su marido muerto, la de sus plantas, su rincón preferido, su vida...
La furgoneta con los muebles ya se ha marchado. La comisión judicial y los policías, también. Los vecinos comienzan a disolverse y la última imagen de la noticia es la mujer con la jaula en la mano.
En la calle.

jueves, 25 de octubre de 2012

Desde Macondo. EL UMBRAL DE LA RIQUEZA

           Siempre ha habido ricos y pobres. Faltaría más. ¿Quién no lo ha dicho alguna vez? Claro, que lo decíamos como un refrán, como una frase hecha, sin plantearnos siquiera el significado real de las palabras. Y sin pensar, por supuesto, en umbrales de riqueza. De pobreza, mucho menos. Qué vestido, o qué coche o qué reloj más bonito. Tú que puedes. A ver, siempre ha habido ricos y pobres.
Ricos de mentira y pobres igualmente falsos. Pero eso era antes. Cuando no sabíamos que los millonarios se han multiplicado desde que comenzó la crisis, y que siguen aumentando los millones.
            Y que casi  uno de cada cuatro españoles es pobre, entendiendo por pobre el no poder satisfacer sus necesidades básicas (léase comer, calentarse, vestir decentemente o enviar a sus hijos a la escuela con el material requerido).
           Todos sabemos en qué parámetros se mueve el umbral de la pobreza, pero desconocemos el de la riqueza. Se toma como base el salario medio (no el mínimo, que ya es ciencia ficción), y se descuenta un sesenta por ciento para saber quiénes son pobres y poder dar esas aterradoras cifras de casi el 25 por ciento.
           Pero nadie nos cuenta el umbral de la riqueza, cuantos millones hay que tener para hablar de ricos, cuántas amnistías fiscales, capitales evadidos y tributaciones de risa hay que acumular para entrar en el club de los elegidos.
           Porque ya no vale el concepto de sociedad, de nación que nos habían contado. El hombre vive en sociedad, que es un espacio para la solidaridad y la redistribución de la riqueza. Aunque siempre hayan existido ricos y pobres, porque nada es perfecto.
           Llevamos toda la vida hablando de erradicar la pobreza, de acabar con el hambre, de llegar a un gran acuerdo para que el mundo cambie. Todos hemos soltado la lagrimita, o al menos hemos hecho algún puchero, con las imágenes de la hambruna en tal o cual país africano. Y hemos seguido a lo nuestro. Ni objetivos del milenio ni leches.
           Y es que lo hemos planteado mal. No hay que sentarse a hablar sobre la pobreza, porque docenas de cumbres no han conseguido casi nada. Hay que hacer un pacto contra la riqueza para que todos podamos seguir habitando nuestra parte del mundo sin abismos insalvables, sin cruzar umbrales que nos lleven al cielo o al infierno.
           Macondo, que fue próspero y feliz, se convirtió en un lugar de aislamiento y pobreza cuando la compañía bananera desmanteló las instalaciones, y sus directivos se marcharon con las riquezas acumuladas durante años.
           Y luego vino el diluvio.
 

jueves, 18 de octubre de 2012

ANDAR TALAVERA

           Tomo prestado el título a don Eusebio Leal, historiador cubano que durante muchos años, no sé si continúa, mantuvo un programa televisivo llamado Andar La Habana. Fascinada por la ciudad, como casi todos los que conocen La Perla del Caribe, adquirí unas cuantas cintas de vídeo recopilatorias de los programas y, amén de la pésima calidad, vi otras muchas cosas. No era un recorrido por el casco histórico con explicaciones sobre cada monumento o cada rincón; tampoco un panegírico de las restauraciones emprendidas por la revolución (y por la UNESCO), ni un tour turístico por el antiguo esplendor de la capital caribeña.
           Vi, ante todo, a un hombre andando y viviendo su ciudad. Y contagiando su entusiasmo por ella, por cada casa colonial o palacio recién recuperado, sí, pero también por cada socavón, empredrados sueltos o calles a medio asfaltar.  Por esa decadencia hermosa de La Habana que engancha con su curiosa mezcla de glorias pasadas, de presente duro y de futuro incierto.
           Viene esta larga introducción a cuento de la NO, y lo pongo con mayúsculas, apertura al tráfico de la calle Trinidad, quizá una de las calles más “andadas” de Talavera. Y escribo con alivio tras conocer que se ha impuesto el sentido común en tiempos en los que la necesidad hace que sea el menos común de los sentidos. No sé a quién se le puede ocurrir que las ventas van a subir como la espuma en una calle cortita y rodeada de parking por todos los lados, por el hecho de permitir el acceso a vehículos, de robar un espacio a los peatones, a los ciudadanos, que es tanto como robarlo a la ciudad.
           Estamos tan inmersos en la prosa que hemos olvidado la poesía. Queremos vender y hemos olvidado comprar. Los ciudadanos tenemos que comprar nuestro espacio, andarlo y vivirlo, saber apreciar la armonía que confiere a las ciudades el compromiso de sus habitantes con un entorno por el cual exhiben orgullosos su sentido de pertenencia.
          Andar la ciudad es quererla, desde la muralla al río, desde la Plaza del Pan a la de España, que no es ni plaza, del Prado, bello y señorial a La Alameda, fea, mal trazada y sucia de botellón, de San Francisco y Trinidad, refugio de paseantes, a la antigua N-V, siempre con coches en hilera.
           Una ciudad  paseable, evitando las baldosas levantadas y algún que otro parche en el asfalto, es un lugar para la gente. Porque los coches no tienen alma, no pueden arrimar el hombro, en un momento dado (y éste se da), para salir del pozo, para recuperar glorias pasadas, y no sólo en forma de monumentos.
           Han pisado estas calles muchas generaciones de talaveranos de nacimiento o adopción. Camino a casa, al trabajo, al pueblo, al rato de asueto, a la conversación para arreglar el mundo pero, sobre todo, de paso hacia el futuro, que nunca es la marcha atrás.
 

domingo, 14 de octubre de 2012

PROMETEO

          La arena que amenaza con engullir las enseñanzas clásicas en la enésima reforma de las leyes de Educación, ha sido fiel guardiana de todas las civilizaciones que nos han hecho como somos; de los templos, de las casas, de los libros o las pirámides, de cosos romanos y estadios griegos. De las vidas que nos precedieron y que nos enriquecen. De la Historia de la Humanidad con sus luces y sus sombras, sus personajes reales y sus mitos; de sus hombres y sus dioses y de la gente corriente, que pasó como pudo la vida que le tocó vivir.
          Leyendo la prensa, inagotable fuente de malas noticias, me ha venido a la cabeza el mito de Prometeo, no el titan o el semidios, sino el representante de todos los hombres de su tiempo, condenado a pasar sus días atado a una roca mientras un águila le devoraba las entrañas.
          Prometeo robó el fuego del Olimpo para que los hombres se calentaran, y eso enfureció a los dioses. No todos podían ser iguales. Hasta ahí podíamos llegar.
          Día tras día el águila desgarraba el hígado del héroe que, como parte del suplicio, nunca moría. Volvía a crecer para volver a ser devorado. Y supongo que, en algún momento, Prometeo tuvo la certeza de que el martirio no acabaría nunca. Que eso era, en adelante, su vida.
          Encadenados al mundo que nos ha tocado vivir, cada día amanecemos con la esperanza de que esto no puede ir a peor, que tiene que acabar de una u otra forma, bien porque se cierre la herida o porque las entrañas no vuelvan a crecer y hasta aquí hemos llegado.
          Pero qué va. Ayer, una nueva cifra de pobres, y una fecha imposible facilitada graciosamente por el Fondo Monetario Internacional; o una dramática historia de desahucios servida por la tele con todos los condimentos, o el dato del IPC que las radios repiten con la monotonía de los boletines horarios, y las cifras de paro, y los inabarcables números del rescate-secuestro bancario, y los trescientos millones que necesita Cáritas para dar de comer a los necesitados, y el porcentaje de niños al borde de la desnutrición y...
          El águila no sólo pica. Arranca con sus garras todo destello de esperanza. Come y se marcha con la promesa de volver mañana a seguir comiendo porque nunca está satisfecha y porque esa es la misión que le han encomendado los dioses.
          Nosotros, como Prometeo encadenado, seguimos esperando la flecha de Hércules que acabe con el águila y con el tormento.
          Pero los titanes no existen. Son cosas de la mitología, de esa cultura clásica que también acabará enterrada en la arena.

jueves, 11 de octubre de 2012

Desde Macondo. ISLA MUJERES


           No he cambiado Macondo por este paradisiaco lugar. Aunque ambos compartan la magia y el Caribe. Sigo aquí y, por desgracia, sigo escuchando estupideces que me enervan,  me indignan y me provocan la idea de enviar a unos cuantos allí, a Isla Mujeres,  al  lugar dedicado a la Diosa de la Luna y a sus ofrendas con formas femeninas,  que los españoles, en plenos afanes descubridores, confundieron con un reducto sólo para hembras.
           Seguro que allí encontrarían mujeres  violables, como las leyes, o ladinas y engatusadoras, como los regadíos con los que nos ha comparado nada menos que un ministro. Qué honor.  Vamos, que a alguno no les parece suficiente el retroceso que está sufriendo la sociedad española. Es poco, son pocos años. Mejor remontarnos al Descubrimiento, a esa época en la que en España no se ponía el sol y las mujeres esperaban pacientemente a los hombres, aunque su ausencia se prolongara varios lustros.
           Por tremendo, es irreal. Por dramático, suena a chiste, aunque maldita la gracia que tiene.  No es de recibo que dos altos representantes del Gobierno, y en una sola semana,  hayan bromeado en público sobre la condición femenina. Y no me digan que es una anécdota o que se están sacando las cosas de quicio. O que se trata simplemente de incontinencia verbal de quienes no tienen nada inteligente que decir.
¿Qué ha vivido esta gente? ¿Qué ha leído? Desde la primera vez que tuve en mis manos Cien Años de Soledad me atraparon sus mujeres. Úrsula, que  dirige con mano de hierro  a siete generaciones de Buendías;  la exuberante Petra , a cuyo paso los animales se reproducían por millares, Fernanda del Carpio ocupada en  tareas religiosas; santa Sofía de la Piedad, con el don  de no existir salvo  en el momento preciso; la lánguida jovencita prostituta, y su abuela desalmada amasando una fortuna con su  nieta. Hastiadas de sexo o inmaculadas; trabajadoras incansables o criadas entre algodones; autoritarias o sumisas. Felices o desgraciadas.  Acompañadas a todas horas o eternamente solas.
           Mujeres. Tan altas, bajas, rubias, gordas o flacas, listas o simples, madres o no, trabajadoras o desempleadas, serias o alegres. Como cualquier hombre. Como cualquier persona. Y tan poderosas como para callar a cualquier imbécil que, en su afán de demostrar que es el  macho alfa nos quiera retrotraer a tiempos lejanos.
           ¿Qué digo la conquista de América? Más bien estoy pensando en los tebeos de Hug El Troglodita.
 

jueves, 4 de octubre de 2012

Desde Macondo. OLVIDOS Y MENTIRAS

       Ahora sí que sí, como en Macondo cuando la peste del olvido, vamos a tener que etiquetar las verdades para acordarnos de que existen, aunque ya casi no las reconozcamos.
       Tendremos que poner cartelitos que certifiquen que recorte es recorte, y no ajuste; que el rescate va a los Bancos y no solucionará nuestra hipoteca, ni mucho menos el hambre; que quienes protestan son muchos más de 4,500; que mayoría silenciosa no es sinónimo de mucha gente contenta, que las aulas masificadas y el profesorado minimizado no significan mejora de la calidad de la enseñanza y que los hospitales cerrados, los médicos y enfermeras despedidos, no son, como nos cuentan, optimización de los recursos. Y que los sacrificios no nos conducen al paraíso, que vaya usted a saber si existe, y sí al infierno en la Tierra.
      Tal vez haya que aprender sanscrito, como Aureliano Buendía, en su tarea de descifrar los pergaminos de Melquiades, para certificar que existió un mundo mejor, y que no todos lo vivimos por encima de nuestras posibilidades. Tenemos que autoconvencernos de que alguna vez contaron con nosotros, que explicaron momentos y situaciones, que lo hicieron con la verdad y que fueron recriminados por los medios y la sociedad cuando faltaron a su palabra. Porque en eso consistían las reglas del juego.
      Y cuesta, no crean. No es fácil traducir que baja la partida de becas cuando en una pomposa comparecencia pública nos dicen que suben; o tranquilizar a los pensionistas que ven que no se refleja en papel lo que han  contado en la tele; o a los parados, que leen en el BOE el fin de las ilusiones que ha creado la ministra de turno. O al desahuciado por el banco que tiene que pagar “a escote” el famoso rescate a las instituciones financieras.
       Siempre es mejor la verdad, por dura que sea. La mentira conduce al mismo sitio-la desesperanza-, pero nos hace recorrer un camino innecesario de tristeza, indignación, pérdida de autoestima, vulnerabilidad y miedo. Nos empuja de cabeza a la dura condena de cuestionar todo lo que nos cuentan, de desconfiar de todo, de vivir en el recelo y en la angustia ¿Qué habrá querido decir? ¿Será verdad esta vez? ¿Ha dicho construcción, luego es destrucción? Hablan de pasos hacia el futuro ¿Será regreso al pasado?
      Es una crueldad gratuita, no sé con qué fines, decir las verdades a medias o simplemente mentir, y esperar que nos enteremos de las realidades por la prensa extranjera, por comisarios europeos, ministros finlandeses, hombres de negro divisados fugazmente,  o sesudos analistas del Fondo Monetario Internacional.
       Y mientras aquí como bobos, poniendo cartelitos para recordar que la verdad existe y que nos la hurtan, intentando mantener a flote lo que somos, o lo que un día fuimos, personas capaces de analizar, de entender, de ser adultos y no niños a los que hay que endulzar la píldora con azúcar, o simplemente contarles que es una gominola.

martes, 2 de octubre de 2012

LA BERREA

      Hace mucho tiempo, cuando pasaban cosas con letra, y no sólo con número, tuve ocasión de disfrutar del espectáculo de la berrea del ciervo.  Nunca antes había visto algo igual. Ni oído. El lamento de los animales y el sobrecogedor ruido de los cuernos chocando en peleas casi siempre incruentas, pero impactantes.
      Como urbanita que soy, me mantenía a una distancia prudente de los imponentes bichos, por si algo de su furia me salpicaba. Son animales esquivos y solitarios (Bambi es sólo de película), y no suelen permitir que se acerquen extraños. Pero ellos estaban a lo suyo.
     
Mi ignorancia del mecanismo hormonal de los cérvidos se puso de manifiesto cuando el guarda de la finca me dijo eso de "no se preocupe, no la ven. Ellos están a lo suyo". Y lo suyo, por supuesto, era perpetuar su especie, conseguir el mayor número de cópulas, luchar por su territorio y asegurarse el futuro.
     Dirá quien se entretenga en leer estas disquisiciones que a ustedes qué les importa la vida sexual de los venados. Y tienen razón. Tampoco a mi me importa demasiado, si no fuera porque la imagen de los ciervos berreando, y la sentencia del guarda han vuelto a mi memoria por un episodio de la actualidad.
      25-S. Rodea el Congreso. Miles de personas rodeándolo, como pedía la convocatoria. Y dentro, los señores diputados en su mundo, en sus comisiones y votando no sé qué. A lo suyo. Como los ciervos.
      Vi en una televisión (la de todos, por supuesto), varios planos de los padres de la patria en sus escaños, ajenos y ausentes al griterío de fuera, que ya se habían encargado otros de poner una distancia más que prudencial para que sus Señorías no escucharan, no se distrajeran de su crucial labor.
      Y me acordé de los ciervos, mire usted por donde. Los vi impasibles, concentrados en sus luchas internas, en la defensa de su estirpe, marcando su territorio, embistiendo al de enfrente con impactante choque de cuernas.  Y líbreme el cielo con comparar a los señores diputados con cualquier parte de la anatomía de los ciervos. O de decir eso de que todos son iguales, porque no es verdad.
      Pero es una sensación mayoritaria. Y justificada. Cuando el paro aumenta por segundos, a la misma velocidad que el hambre y la desesperación, cuando el futuro, entendido como progreso, se ha caído del diccionario, y el miedo campa por sus respetos, llama la atención ver a los políticos enzarzarse en discusiones por el nacionalismo, la deuda, los bancos, los rescates y hasta los supuestos golpes de Estado.
      Como los ciervos en la berrea. Tan dominados por sus hormonas que no ven nada más, aunque hagan tanto bulto como yo (entonces hacía menos, que todo ha cambiado a peor).
      Y una echa de menos un hombre de campo que le explique qué está pasando.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Desde Macondo. TRISTIGNACIÓN

       Me viene a la cabeza-vaya usted a saber por qué-un libro de poemas que leí hace mucho tiempo, cuando el tiempo era para buscar y descubrir. Era un libro extraño de principio a fin, de esos que costaba trabajo terminar pero había que hacerlo, por aquello de ser progre y entender las vanguardias. Trilce, de César Vallejo.
       Y viene a cuento por el título. Trilce es un vocablo inexistente con muchos significados, aunque se da por cierto que es la fusión de “triste” y “dulce”, producto del estado de ánimo del autor, en periodo de entreguerras, con muchos problemas laborales y personales, y recién salido de la cárcel por agitador.
       Si hoy, desde Macondo, hubiera de escribirse un libro de nombre inventado, creo que el título sería Tristignación, la mezcla perfecta entre tristeza e indignación que nos invade y que se ha hecho dueña y señora de todas las demás sensaciones.
       Creo que es tristignación lo primero que siento cada día al levantarme; que es tristignación lo que veo en las caras de cuantos me cruzo por la calle, de los que comparten un café, de los que se dirigen al trabajo o a la nada, de los educadores y los educandos, de los enfermos y del personal sanitario, de los que hacen cola en las oficinas de empleo y de quienes los atienden junto a una ventanilla en la que reza “Empleado despedido. No a los recortes”  (lo vi ayer con mis propios ojos); de los que rodearon el Congreso y los que trataban de evitarlo.
       La tristignación, con todo, no es el peor estado de ánimo. La tristeza en la mirada permite que, de cuando en cuando, se encuentre en  los ojos un brillo furioso, el de la indignación, que nos cuenta que no todo está perdido. Eso sería resignación, y no cabe en mi palabra inventada.
       El coronel Buendía perdió su futuro cuando, tras las 32 guerras libradas, se encerró para siempre a elaborar pececitos dorados, con la tristeza y la indiferencia como única compañía. Aureliano Triste, uno de sus 17 hijos ilegítimos, consiguió librarse de su apellido, de su infancia sin padre y hasta del color oscuro de su piel, que le señalaba como bastardo. Inasequible a la tristeza y al desaliento, concebía los proyectos más desatinados como posibilidades inmediatas. Y llevó a Macondo la bombilla y el ferrocarril.
       La tristeza perdió la batalla.
 
 

jueves, 20 de septiembre de 2012

Desde Macondo. SAN MATEO

       Hay que fastidiarse. Ni en Ferias podemos librarnos de la maldita economía (macro y micro) que se ha adueñado de nuestras casas, nuestras vidas y nuestro ser. Pienso en la Feria y la imagen que me devuelve el pensamiento no es la de las tómbolas, los chiringuitos, la noria o el tren de la bruja.  Ni apelando a la gula, ya saben, pinchos morunos, montaditos de lomo o morcilla de El Pastor, consigo tener cuerpo de jota.
       Y es que me ha dado por pensar en el “titular” de la Feria, en San Mateo, que se me representa con unas tijeras y un enorme saco en el que va echando nuestros dineros, nuestra alegría y nuestras ganas de feria.
       San Mateo. Mira que hay nombres en el Santoral y advocaciones a las que encomendarnos. Seguro que cualquier santo será más dicharachero y adecuado, especialmente en estos momentos, que el susodicho, que tenía como oficio recaudar impuestos y que, por tanto, era odiado y temido a partes iguales. Eso sí, hasta que Jesús lo llamó a su vera.
      Dice su biografía, que me la he leído, que los publicanos o recaudadores de impuestos se enriquecían fácilmente, y a Mateo le atraía la idea de hacerse rico prontamente, apretando las tuercas a los pobres ciudadanos e insensible a su sufrimiento y a las penurias a las que los condenaba por su voracidad recaudatoria.
      En fin, se hizo bueno y le pusieron su nombre a la Feria de Talavera. Y en esas estamos, intentando pensar en el buen hombre y olvidando todo lo demás, aunque sea labor de titanes.
       Entre IVAS, comienzo de curso, algún excesillo de verano y cuestas de septiembre, octubre, noviembre…por subir, no estamos en el mejor escenario para honrar a San Mateo, pero hay que intentarlo. Igual intercede para que sus “colegas” del tiempo presente también abandonen la senda del mal y se reciclen en hombres buenos, piadosos, compasivos, comprometidos con los que menos tienen, luchadores contra la codicia y la explotación del débil.
      Con sus loros multicolores, sus gallinas que ponían cien huevos de oro al sonde la pandereta, el mono amaestrado que adivinaba el pensamiento, el aparato para olvidar los malos recuerdos y el emplasto para perder el tiempo, llegó la Feria a Macondo.
      Y ni la imagen de San Mateo, con su bolsa y sus tijeras pudo recortar del todo la alegría.
        Felices Ferias.
 
 

jueves, 13 de septiembre de 2012

Desde Macondo. SIMILITUDES


      Nunca sé si voy o vengo de Macondo, si estoy aquí o allí, si nunca me he movido o si todo sucede en el mismo lugar. O si los acontecimientos se repiten, independientemente del sitio en que te encuentres.
      Viene esto a cuento de los numerosos hechos, digamos irreales, que vemos, leemos y escuchamos a todas horas, aunque nos empeñemos en aislarnos. Y que pasan de verdad, no en las páginas de un libro o en un lugar imaginario.
 
      Ya me dirán ustedes cómo se puede digerir, en la España de la crisis, que un Ecce Homo ¿restaurado? se convierta en portada nacional e internacional, o que un vídeo erótico organice una guerra entre partidos,  o que la guerra de los “tupper” sea la seña de identidad del comienzo del curso escolar; o que estemos relamiéndonos porque en 2023 un extraño personaje va a crear miles de puestos de trabajo en un Casino gigante;  o que Belén Esteban esté en tratamiento psiquiátrico,  o que se haya convocado, para dentro de un par de días una manifestación de la Falange. Sí, de la Falange, han leído bien.
      No me digan que no es de sainete, de fábula sin moraleja, lo de que los fontaneros o los empresarios se dediquen a la política como “segunda actividad”, o que el profesor de Latín imparta clases de dibujo; o que las clases se impartan en un parque público, como protesta por la supresión de la escuela. O que el presidente de este Macondo real esté esperando a las elecciones gallegas y vascas para anunciar el secuestro. Perdón, quería decir el rescate. O que se enzarcen media docena de ministros y docena y media de cargos de partido a cuenta de si un preso se va a morir pronto o finge la enfermedad terminal. O que el problema  en una contratación, digamos familiar, no sea de los familiares, sino de todo bicho viviente alrededor.
      Dándose una vueltecita por este mundo “real”, mi admirado García Márquez hubiera tenido material suficiente para escribir quinientos años de soledad. Y sin esforzarse, sin exprimir la imaginación.
 
      Es cierto que en el Macondo de verdad nacieron niños  con una cola de cerdo, el agua hervía sin fuego y algunos objetos domésticos se movían solos; que hubo una peste de insomnio y otra de olvido y que los huesos humanos cloqueaban como una gallina; que un niño que lloró en el vientre de su madre, que el cura levitaba al tomar una taza de chocolate y otras ascendían a los cielos mientras doblaban las sábanas y que una abuela desalmada conseguía que su nieta se acostara cada día con 70 hombres para pagar la deuda por incendiar su casa. Y que un huracán arrancó el pueblo de cuajo, llevándoselo del suelo y de la realidad.
      Todo irreal. Como lo que nos está pasando. Y me dejo la entrevista para otro día.
 

jueves, 6 de septiembre de 2012

Desde Macondo. OTROS SEPTIEMBRES


Entonces, septiembre siempre era un comienzo. Agridulce, sí, porque pesaba el recuerdo del verano salvaje y libre. Pero era un comienzo. Era la vuelta a las aulas, zapatos nuevos (Gorila, con la pelotita verde), era ordenar apresuradamente las vivencias y las anécdotas de vacaciones que se agolpaban en la cabeza atropellándose para ser contadas; era la mezcla de temor a lo desconocido y de ansia por conocer.
Septiembre era cartera nueva o heredada de tu hermana, lápices aún sin morder y cuadernos a veces reciclados y, con suerte, sin dos rayas. Eso era de pequeños.
Era la Virgen y el comienzo de la vendimia, el olor a mosto por las calles y los remolques cargados que, a menudo, nos regalaban un racimo de uva magullada y sucia de tierra.
Era el mes con mayúsculas, el mes por excelencia, porque en septiembre empezaba todo. Hasta las Navidades, que veíamos ya tan cerca...
Crecimos, y septiembre siguió siendo el principio. El Instituto empezaba en octubre y la Universidad, a veces casi en noviembre. Pero ningún mes podía quitarle el protagonismo. El otoño, el curso político, la vuelta al trabajo tras el verano, los días más cortos, las noches más largas...
Creo que todos hemos amado y odiado septiembre casi por igual en las distintas etapas nuestras vidas, y ahora... No sé como definir este mes de vendimia escasa e incertidumbres abundantes. Es un septiembre raro, que tiene más de final que de principio en todo.
El año político empieza(sigue)crispado, las aulas, los hospitales, las empresas, las calles, están revueltas; el miedo campa por sus respetos imponiendo su Ley. Las caras resignadas han sustituido a la expectación que brillaba en los ojos cada septiembre. La vida se arrastra por las calles de Macondo y la gente la ve pasar sin alegría.
No hay sensación de comienzo de nada y, tal vez por eso, hayan venido a mi memoria esos otros septiembres, los que eran como debían ser. Los de entonces.
Ni ellos, ni nosotros, somos ya los mismos