Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 31 de marzo de 2016

Desde Macondo. EN EL NOMBRE DE DIOS

Estamos en plena Pascua de Resurrección, con la cera de los cirios en las calles y los oídos taponados todavía por el ruido de tambores y cornetas. A menos de dos semanas de un par de brutales atentados, en Bruselas y Pakistán, cometidos en nombre de una deidad con otro nombre. Y me pregunto qué haría yo si fuera Dios.
       No es que esté pensando abandonar Macondo e instalarme en las alturas celestiales. Tampoco tengo claro que me abrieran las puertas de tan elevadas instancias, y ni tan siquiera soy capaz de autoconvencerme de que existe algo o alguien que rige nuestros destinos desde tiempo inmemorial.


      Y lo he intentado, que conste. He pensado qué haría yo si fuera Dios aquí y ahora. Al fin y al cabo, se supone que las cosas se están haciendo como ÉL manda, que nada ajeno a su voluntad ocurre en este mundo de nuestros dolores.
       Si yo fuera Dios, no mandaría nunca el aumento de las listas del paro; no permitiría que faltaran centros de acogida, albergues, residencias o comedores por falta de medios; y derogaría leyes que hacen daño a no y permiten la felicidad a muchos.

      Si fuera Dios, ordenaría que el primer apellido de los gobernantes fuera humanidad, y el segundo empatía y el tercero, justicia. Y sustituiría la caridad, siempre de arriba abajo, por solidaridad, horizontal y humana.
       Si yo fuera ese Dios de perfiles borrosos, no insistiría en pisar el cuello de los que ya están vencidos, ni cargaría sus espaldas con impuestos, recortes y con miedos. Usaría las tijeras celestiales en los Bancos, en la economía sumergida, en el fraude fiscal, en los ricos de siempre.
       No permitiría el “baile” de políticos de uno a otro cargo, en función de su sueldo y su bienestar. Los encadenaría al puesto para el que fueron elegidos (con mayor o menor acierto), o los dejaría libres para irse. Pero a su casa.
       Si fuera Dios, bajaría a la Tierra para ver el hambre, la desesperanza, el miedo, y sobre el terreno, sin mentiras, empezaría a construir el futuro. Y les recordaría a unos cuantos (a muchos), la parábola de que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de los Cielos. Para que lo tengan en cuenta.
       Acabaría con las guerras y ablandaría el corazón de cuantos pueden mirar impasibles la tragedia humana de refugiados e inmigrantes. No habría un muerto más en el Egeo, el Mediterráneo ni en cualquier otro mar.
       Y no dejaría utilizar alegremente el “En el nombre de Dios…”. Creo que hay un Mandamiento que prohíbe usar su nombre en vano.

jueves, 24 de marzo de 2016

Desde Macondo. MATAR A UN GORRIÓN

Hace mucho tiempo que desistí del empeño de ver salir un pajarito de esos huevos que encontrabas y que colocabas en una caja, envueltos en cualquier trapo. Mucho tiempo desde que buscaba en las casas en ruina a las crías caídas del nido, unas sin plumas y con los ojos cerrados, y otras que ya daban sus primeros picotazos, y a las que alimentaba con bolitas de pan mojado en agua, mientras me indignaba al cruzarme con niños cargados de piedras y tirachinas, los pocos juguetes que había entonces.
      Y entonces, como ahora, me parecía horrible matar a un gorrión. Ver en la pared de un bar el “Hay pajaritos fritos”, que por supuesto nunca probé y, más adelante, conocer la cruzada emprendida por los chinos, bajo la mano de hierro de Mao, contra los gorriones. Los científicos habían calculado que cada gorrión comía cuatro kilos y medio de granos por año, y que por cada gorrión que mataran, iba a haber comida para 60.000 personas más. Se estima que, como consecuencia de la campaña, murieron cientos de millones de aves. Y ahí fue cuando comenzó el verdadero problema, porque los  líderes chinos se dieron cuenta de que los gorriones no solo comían granos: también comían insectos. Sin los gorriones, los cultivos comenzaron a ser diezmados de manera brutal.
       No sé qué pasa ahora. No hay un Mao al que echar la culpa, pero parece que nos estamos quedando sin gorriones, que en Europa hay un 63 por ciento menos de los que había hace unos años y que en España, en sólo una década, hemos perdido entre diez y doce millones de estas aves que nos acompañan en el campo, en la ciudad, y en cualquier sitio donde estamos, porque los gorriones están donde estamos nosotros.
       Hablan del cambio climático, de pesticidas y plaguicidas, incluso de especies invasoras que los estén desalojando de su mundo habitual. Puede ser. Porque los gorriones no emigran. Nacen y se quedan para siempre en ese lugar; hasta que los echamos y damos un pasito más para hacer un mundo peor, más inhóspito, en el que ya nadie trepará a un árbol para devolver al nido una cría caída.
       Algo estamos haciendo mal, muy mal, para que se vayan las abejas y las golondrinas, para que no veamos gorriones en las calles y los parques comiendo miguitas o cualquier otra cosa.
       En Macondo hubo también una “peste de los pájaros”. Caían del cielo muertos de calor, y las mujeres los barrían a la hora de la siesta.  Sólo El anciano padre Antonio Isabel vislumbró en los pájaros muertos una señal de aviso, el presagio de las futuras tragedias. Del diluvio.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Desde Macondo. LA MERDE

Como la ocasión lo requiere, por lo “fino” del término y la altura del personaje que lo pronuncia, he pasado del diccionario de la Real Academia, mucho más de andar por casa, y me he ido directamente a la Wikipedia, que te responde a estas cuestiones con mucha más propiedad. Mierda (del latín merda) es una expresión generalmente malsonante y polisémica, y usada principalmente en el lenguaje coloquial Merde, es lo mismo, pero en francés, que es más chic.
      Qué el calificativo sea hacia un periódico, o que quien lo emplea sea nada menos que la Reina de España, es lo de menos. Lo importante es que se dice en francés, en la que ha sido durante siglos lengua de la diplomacia, la que se hablaba en todas las Cortes, la utilizada por los zares de Rusia y por las familias de más rancio abolengo de todo el mundo.  Por no hablar del lenguaje del amor, la Costa Azul, el paté y el champagne, el Prêt-á-porter o la Haute couture.
      Todo muy a nuestro alcance, como podéis ver. Tan cerca como lo están los Reyes de sus súbditos. En otra galaxia, vamos. Dentro de la gravedad que supone que una Reina bromee con sus amigotes imputados por un fraude que nos ha costado pagar a todos, subyace algo infinitamente más grave, y es la amarga certeza de comprobar que somos eso, súbditos. Que la condición de “ciudadano”, que tanta sangre costó precisamente en la Revolución Francesa, es algo que no va con ellos, que está en los papeles que nos obligan a mantenerlos, y a hacerlo a cuerpo de rey, pero nada más.
       No pueden ser como nosotros, que nos escandalizamos porque se hayan gastado, con una tarjeta black, decenas de miles de euros en Loewe, Prada y Louis Vuitton o en restaurantes a los que no podríamos ni acercarnos. Y que son su hábitat natural, como lo son de sus amigos, de sus “compis yoguis”,  de sus cheries amis, con los que hablarán en français ante una taza de café au lait o de Moët & Chandon. Lo demás…Merde.
       Da igual que haya cinco millones de parados, que gran parte de ellos no cobren nada, que la tercera parte de la población bordee el umbral de la pobreza, que seamos el país más desigual del mundo. No entienden el español, porque hablan en francés.
   Me viene a la cabeza el episodio protagonizado por María Antonieta, reina francesa, que ante la protesta del pueblo a las puertas de su palacio preguntó qué le pasaba a esa gente. Cuando le respondieron que la gente no tenía pan, dijo eso de “pues que coman pasteles”.
       Y lo dijo en francés, por supuesto.

jueves, 10 de marzo de 2016

Desde Macondo DISTOPÍAS

Distopía:“Representación imaginaria de una sociedad futura con características negativas que son las causantes de alienación moral”. No hace mucho que el término ha entrado en nuestro diccionario, aunque en Literatura, todos tengamos en la cabeza alguna de las grandes novelas “distópicas", como "Un Mundo Feliz", de Aldous Huxley, "1984", de Orwell o "Fahrenheit 451", de Ray Bradbury.  
      Eran distopías, porque, hoy por hoy, los sucesos, las situaciones y los personajes que encontramos en nuestro día a día, en nuestro vivir cotidiano, han superado con creces a la ficción. Estamos plenamente inmersos en un mundo en el que se cumplen ampliamente las peores distopías del siglo XX. Un mundo feliz, con todos los avances técnicos y todas las comodidades, pero en el que se ha sustituido la cultura por bienestar de plástico; donde no se queman libros, como en Fahrenheit, pero tampoco se valoran ni se leen; donde el Gran Hermano de “1984” se llama dinero, Mercado o Sistema, pero nos domina igualmente.
      En nuestra particular distopía, hemos encerrado a los “salvajes” en campos de refugiados, en campamentos sin condiciones mínimamente humanas; y lo mismo hemos hecho con los pobres, con los que no llegan a fin de mes, ni tan siquiera a inicio de semana; y con los parados, aunque lamentemos que hayan perdido su prestación y no sepan cuándo volverán a cobrar.
      Como en las novelas distópicas, cualquier tentación de contemplar las imágenes de dolor y llanto más allá de un simple vistazo, se atajan mirando hacia otro lado. No, no hay “soma”, la pastilla de la felicidad, pero también hay mil y un fármacos que nos ayudan a pasar el trago.
      Voy pasando páginas para encontrarme con una sociedad paralizada, egoísta, inhumana, preocupada por su propia felicidad y que ha decidido sacudirse todo lo que molesta, lo que interfiere en pasar el día sin sobresaltos, y mañana ya veremos.
      La crisis se ha llevado por delante muchas cosas. No sólo es una crisis financiera o económica, sino también social y de valores, También las grandes obras distópicas salieron de situaciones difíciles, de la II Guerra Mundial.  Y la crisis del petróleo en los setenta dejó su huella en buen número de obras de ciencia-ficción que planteaban serias preocupaciones medioambientales, planeta destruido y esas cosas.
      En las que andamos ahora. Entre el cambio climático, el poder de los Mercados, que tumba cualquier acción política o ciudadana, el horror de los refugiados convertidos en zombies que vagan de país a país, porque nadie los quiere…
      Estamos metidos de cabeza en la peor novela, y no es ficción. No es el tiempo circular de Macondo. Es el día a día que nos ha tocado vivir.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Desde Macondo. DERECHO A SOÑAR


Leo con horror que la ONU afirma que miles de personas pueden haber muerto de hambre en Siria durante el cerco o el asedio de zonas en las que vivían medio millón de personas. Pero me horroriza más el comentario del responsable de recursos humanos de Naciones Unidas que hace tal reflexión: "Está absolutamente prohibido matar de hambre como arma de guerra”.

Entretenidos como estamos en levantar vallas, o en decidir si “colocamos” a unos centenares de pobres refugiados, si a ti te colocan 58 y a mi 122, no nos detenemos a analizar todo lo que de cruel, de inhumano, de irracional, tiene el asunto. No estamos matando el ansia por llegar a un mundo mejor, ni la búsqueda de la felicidad o de la tranquilidad; no estamos deteniendo con vallas o concertinas, con ejércitos, patrulleras marinas o gases lacrimógenos a quienes esperan un mundo mejor para sus hijos, a quienes buscan un futuro sin sobresaltos.

Estamos matando el derecho a soñar. A no morir de hambre.

Pero estamos en nuestras cosas. Nos estremece, como una rápida sacudida eléctrica, la imagen de un niño helado y lloroso agarrado a una valla, da igual en Austria que en Macedonia; o la del pequeño que se aferra a una periodista mientras busca a su familia, perdida entre los gases de una carga policial. Un segundo. Tan corto que no nos da para pensar que igual huyen del hambre, además de huir de las bombas. Que igual han soñado con paz y comida y que, a este lado del mundo, también les negamos ese derecho.

Los que ahora chapotean en el barro, los que se hacinan bajo plásticos y estufas improvisadas en latas viejas, han debido soñar,  antes de toparse con la realidad, con un mundo en el que  muerte y el dinero no sean los que mandan; en el que la guerra no sea los inocentes y los pobres, sino contra la pobreza, en el que la comida no sea para unos pocos, sino para quienes necesiten comer para no morir de hambre. Seguro que han soñado con sueños sin interrumpir por el ruido de las bombas o de las tripas vacías, por el llanto de los niños, por el trueno de la tormenta o el agua helada buscando los huesos.

Seguro que han soñado con un mundo en el que tengan derecho a soñar, y hete aquí que llegamos nosotros con la guadaña, dispuestos a matar todos los sueños. Ya hemos echado un vistazo al Telediario. Ya tenemos la ración diaria de salvamentos en el Egeo, de lágrimas y mocos, de padres y madres desesperados embistiendo la valla de turno… Y a otra cosa. A ver qué pasa con el “Brexit”, que nos va la vida en que Inglaterra se quede en la Unión Europea. O cuándo tendremos Gobierno. Cuándo se arreglará el país, si habrá o no nuevas elecciones. Nuestras realidades de cada día.

Hace mucho que no soñamos y, en cualquier caso, las declaraciones de derechos humanos de la ONU, las de 1948, cuando la constitución, y la posterior, un cuarto de siglo después, no incluyen el derecho a soñar.