Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

domingo, 29 de septiembre de 2019

MEMENTO MORI

"¡Mira tras de ti! Recuerda que eres un hombre" (y no un dios). O que eres mortal, por simplificar. Tertuliano explicaba que un siervo se encargaba de pronunciar esta frase discretamente, casi al oído, cuando un general desfilaba victorioso por las calles de Roma entre vítores y aclamaciones del pueblo.
          Se trataba de recordarle las limitaciones de la naturaleza humana, con el fin de impedir que incurriese en la prepotencia y la soberbia y pretendiese usar su poder ignorando las limitaciones impuestas por la ley y la costumbre. Sólo eran hombres, por muchas batallas que hubieran ganado y muchos territorios que hubieran conquistado.
          No estaría mal que hubiera un “susurrador” al lado de nuestros políticos, (de algunos sería casi obligado), ahora que comienza la pre-campaña, con tantos egos crecidos, y tantos doloridos, con serias dificultades de mirar ni tan siquiera unos centímetros más allá de su propio ombligo y olvidando que, antes que políticos, que futuros parlamentarios, presidentes o ministros, son eso, hombres.
          Memento mori. Son mortales, como nosotros, los que les hemos colocado, o les vamos a colocar, en determinado lugar que no es ni mucho menos el cielo, aunque el endiosamiento sea casi consustancial al poder, sino el mismo suelo que pisamos todos, con sus baches, socavones y ladrillos sueltos que nos hacen tropezar una y otra vez.
          Después de lo que llevamos recorrido, de que nos hagan ir a votar una y otra vez, de que nos pidan que hagamos nuestro trabajo mientras ellos no quieren, pueden o saben hacer el suyo, creo que está más que justificado que todos nos convirtamos en esa voz en off que recuerda a los candidatos, a los nuevos y a los de antes, que no son especiales, sean del color que sean y defiendan lo que defiendan.
          Son mortales con conceptos diferentes, con ideologías distintas con métodos e intereses diferentes, pero con la misma obligación  de llegar a acuerdos que permitan mejorar la vida de quienes los eligen. No complicarla.
          El susurro debe ser clamoroso esta vez. Para que no puedan hacer oídos sordos.

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Desde Macondo. PATRIARCAS DE OTOÑO

Sigo en Macondo, aunque haya cambiado de libro. No sé por qué esta estación triste y los últimos acontecimientos en la vida pública me han llevado a pensar en Zacarías, el dictador retratado por García Márquez en una de sus novelas más duras y más reales. El Otoño del Patriarca nos cuenta la vida y milagros-la muerte también- de un hombre cualquiera, de hecho, su nombre sólo se menciona una vez en todo el libro, que no conoció la tranquilidad, el amor, las relaciones humanas, los sentimientos más normales entre personas.
          Toda su vida, hasta que la muerte lo encontró solo y sin insignias, fue una continua zozobra para conservar el poder. A costa de amantes, de amigos, de compañeros, de su propio país ¡Si hasta vendió el mar a los gringos! Y convirtió a su madre en santa, momento en que dejó también de ser suya.
          Pues eso, que el melancólico otoño de cielos grises y suelos ocres, además de llevarme al recuerdo me trae a la más desoladora actualidad. Al todo vale, a la perversa confusión entre política y poder que tanto sufrimiento de cuerpo y alma está causando en nuestros días. Hemos hecho coletilla del “todos son iguales" y “los políticos van a lo suyo”. Y a fuerza de repetirlo lo hemos asumido, casi sin pensar en el significado real.
          Pero el vaso no se llena nunca. Siempre cabe una gota más, otro punto de desesperanza. Un otoño más sombrío y más gris, que no queremos ni pensar.
          Y que nos vuelve a enemistar con  el mundo, con ese mundo en el que no importan los principios, equivocados o no, en el que tampoco valen nada las personas, ni sus alegrías, ni sus miserias, si no son herramientas utilizables para llegar al poder. En el que la primavera de unos es el eterno otoño de otros, en el que unos cuantos, encerrados en el círculo de tiza del coronel Buendía impiden que nos acerquemos a la esperanza, a la ilusión, a la confianza.
          La imagen del coronel en su círculo y la del patriarca aferrado al poder durante más de cien años, lleva  martilleándome todos estos días. Nuestros políticos se han trazado una burbuja no de tres metros, de tres mil años luz, y desde ahí dirigen nuestros destinos. Sin despeinarse. Ahora toca  no aparecer, ahora toca cambiar el nombre de las cosas, ahora toca engañar, o esconderse, o  mirar para otro lado, o sembrar incertidumbres, o ponerlo todo perdido de miedos. O reírse de nosotros, sin más.
          Y fuera del círculo, en otoño perpetuo, nosotros. Haciendo por vivir, temiendo los fríos del invierno y una primavera sin brotes que nos lleve a otro verano sofocante.

domingo, 22 de septiembre de 2019

LA CHICA SUECA

Podría decir directamente la niña, que la imagen que transmite esta frágil rubia, con sus trenzas y su mirada como ausente (dicen que por síndrome de Asperger), no es ni mucho menos  la de una adolescente atrevida y dispuesta a comerse el mundo.
          Pero sus 16 años convierten a Greta Thunberg en una chica, a un paso de la edad adulta y ya superada esa niñez inocente que muestra su imagen.  Nos sorprendió a todos en su país, en lo más crudo del invierno, reclamando viernes tras viernes acciones contra el cambio climático. Viernes por el futuro.
          El futuro ha ido para ella casi tan deprisa como va la degeneración del planeta Tierra.  Ha esparcido su nombre por toda Europa, por el mundo entero. La ha llevado en volandas hasta la mismísima ONU. La chica sueca de apellido imposible se ha convertido en Greta, sin más, y ha pasado a formar parte de nuestras conversaciones diarias.
          Y ha puesto a trabajar a la maquinaria de los ricos y poderosos, los que no sufren nada de lo que está pasando, y nunca están en medio de una inundación,  de una granizada salvaje, de los que jamás pasarán hambre ni sed por una sequía que deja sin el pan y la sal a millones de personas. De los mismos que pretenden hacernos creer que no hay compromiso ni inocencia en las acciones de la chica sueca, que sólo es una marioneta de determinados movimientos que han fabricado una cara fresca para sus suculentos negocios a cuenta del cambio climático.
          Se han apresurado a poner en tela de juicio la espontaneidad de la protesta, y aseguran que el movimiento que lidera la joven Greta no es casual ni improvisado, que  hay grandes intereses empresariales y económicos detrás de la activista. Que lo que llaman el lobby de la energía verde se están frotando las manos ante los suculentos contratos que pueden conseguir si cambia el modo de producir energía. Si cambian de mano los réditos empresariales.
          No lo creo. No me quiero creer semejante mezquindad, porque aún tengo cierta esperanza en el ser humano. Y porque es muy bonito pensar que una chica, casi una niña, puede remover por sí sola las conciencias de millones de personas.

miércoles, 18 de septiembre de 2019

Desde Macondo. CAMBIAR... PERO POCO

Dice la Real Academia que cambiar es “dejar una cosa o situación para tomar otra”. Así de fácil. Acostarte de una forma y levantarte de otra, asumiendo que las cosas han cambiado. Y que más van a cambiar. 
          Vivimos tiempos de cambio con mayúsculas. Los pájaros que emigran vuelven antes, o no se van. Los almendros florecen apenas empezado el invierno. Llueve sin ton ni son, y mientras se desborda un río, circula el agua por el trasvase que lo alimenta. . El hielo se derrite y las arenas del desierto están ocupando terrenos que no les corresponde. Los trabajadores no pueden vivir de su trabajo y los que no trabajan, menos todavía. Los ricos también han cambiado. Ahora son más ricos.
          No ganan del todo ni las izquierdas ni las derechas, como toda la vida. Ni los centros si los hubiera. Ni los de siempre ni los nuevos. Sospecho que todos hemos perdido y que no nos va a ser fácil encontrarnos.
          Son tiempos de cambio, en los que hemos querido cambiar, pero poco; castigar los salvajes recortes, pero no del todo, condenar la corrupción, pero disculpándola un tanto; quejándonos pero a la vez diciendo eso de bueno vale, o virgencita que me quede como estoy.
          Y en esas estamos. Meses hablando de pactos imposibles, de mayorías que no son tales, de ganadores que han perdido y de perdedores que tienen la llave. Y de urnas en el horizonte, que seguro tampoco esconderán el secreto del cambio.
          Creíamos que ya tocaba el cambio, y un tanto maltrechos, unos más que otros, hemos llegado casi al final de otro año cambiante. Miedo me da saber qué nos depara. Me siento como el gitano Melquiades de mi recurrente Macondo, que sobrevivió a la pelagra en Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría, al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aunque tuvo el buen tino de desaparecer antes del diluvio que dejó al pueblo convertido en un pavoroso remolino de polvo y escombros.
          Pero en fin, es tiempo de cambios, y no soy de las que piensa que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tengan una segunda oportunidad sobre la Tierra.

domingo, 15 de septiembre de 2019

ESPERANDO...


Tras haber participado en más de treinta batallas y otras tantas insurrecciones; tras haber engendrado  un buen número de hijos, los 17 aurelianos,  y hasta haber sobrevivido a su fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía se retiró a Macondo, donde pasaba los días haciendo y deshaciendo pececitos de oro. Y cuando el tiempo y los mosquitos lo permitían, se sentaba en la puerta de la casa, sin otro quehacer que matar las horas.
          “¿Cómo está, coronel?” “Aquí, esperando que pase mi entierro”.
        Y así estamos. Esperando que pase algo. Unos, trabajando y esperando que dure. Otros, inventando los días que parecen tener mucho más de 24 horas. Todos con el miedo en el cuerpo, entre la esperanza y la desesperación, hablando de lo que no entendemos. Pero con la imperiosa necesidad de no permanecer callados. Esperamos los viernes, y los lunes. Y ahora ya, cualquier día de la semana.  Hasta nos parece oír el sonido del teléfono, en el fragor de la batalla. Esperamos que el entierro que pasa no sea el nuestro. Que el muerto nos espere mucho tiempo, como se suele decir.
Hablamos y hablamos para hacer más ligera la espera. De cuando en cuando miramos a Europa, al brexit y esas cosas; pensamos mil soluciones, damos dos mil recetas.
          Y esperamos. No sabemos bien a qué. O a quien.  Como el coronel, fundimos las monedas que ganamos haciendo peces dorados para seguir haciendo peces. Porque no se multiplican, aunque a veces, sólo a veces, también esperamos un milagro.
          Todo está en compás de espera. Las vacaciones, las compras que ayer eran imperiosamente urgentes, los planes de futuro, la vida…
          Esperar tiene algo de positivo. Esperanza. Pienso en los que ya no esperan nada. Si acaso, que pase su entierro. Y me indigna que la vida siga, que pase por la puerta de los desahuciados, los parados sin prestación, los ancianos que no llegan a fin de mes, o  los que han dejado de comprar las medicinas para no gastar, que me consta que los hay.
          La alegría está en compás de espera. Con la esperanza y con el futuro. Y sentados en la puerta los esperamos. A los tres.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

Desde Macondo. PLEONAXIA

En plena semana de vuelta al cole, con miles de familias haciendo cuentas para llegar al uniforme, el material, escolar, los libros o el chándal, nos enteramos de que el número de superricos se eleva un 150% desde que arrancó la crisis. España tiene 579 personas que declaran un patrimonio de más de 30 millones de euros (y eso, sin contar a los que no declaran, o tienen su dinerito a buen recaudo en uno de los muchos paraísos fiscales). Y además, son datos oficiales,  sólo 200 de 600 de las grandes fortunas españolas pagan el impuesto de patrimonio. Que ya sabéis que Hacienda somos todos…
          La noticia la aderezan con el fantasma de una nueva crisis, con datos estremecedores de lo que han subido los salarios en relación con los precios y los beneficios empresariales, y esas cosas que nos cuentan de cuando en cuando y que, desgraciadamente, no son nuevas porque es de cajón que para que unos tengan más, otros, indefectiblemente, debemos tener menos. Y aquí entra lo de trabajadores pobres, precariado, trabajos basura, becarios eternos o contratos por horas o por ratos.
          Digo que no es nuevo porque ya Platón, hace casi 2.500 años definió la pleonexia, algo así como el apetito insaciable de cosas de carácter material. Dinero, mansiones, coches, yates… Vamos, que pleonéxico, o como se diga,  es aquel que nunca  tiene bastante y se agarra a cualquier cosa para seguir aumentando sus bienes. Crisis, miedos, reformas laborales y demás, les vienen muy bien.
          El caso es que esta “enfermedad”, diagnosticada hace dos siglos y medio, y sin llegar a ser epidemia, ha florecido con la crisis. Nos hemos puesto todos como locos a cuidar a los “enfermos”, tragando con sueldos de miseria, porque el paro es peor, convirtiéndonos en falsos autónomos, para que ellos no tengan que pagar seguridad social ni financiar nuestras bajas o vacaciones, multiplicando las horas extras sin pagar y compartiendo piso, que no nos llega para el alquiler.
          Ya veis. En tiempos de Platón, el pleonéxico era un enfermo, sin altura moral, obsesionado con tener más que nadie y siempre insatisfecho, porque todo le parecía poco. Ahora, los llamamos gigantes empresariales, hombres de éxito, superricos. Los envidiamos porque no tienen que hacer cuentas para llegar a fin de mes, porque no les supone un problema la vuelta al cole, ni un drama tener que cambiar la lavadora.
          He leído por alguna parte que, durante la crisis, los gestores de las grandes firmas de capital de riesgo y de fondos especulativos ganaron cada diez minutos, el equivalente a la paga media anual de un trabajador. Y así seguimos, allí y aquí. Con nuestros millonarios de andar por casa.
          Deberíamos llamarlo engaño, robo o codicia. Eso es la pleonexia en nuestro siglo.

lunes, 9 de septiembre de 2019

YA NO ES AGOSTO

Y no parecen haberlo notado. Que se ha acabado el relax. Que ahora los días y las semanas corren que se las pelan, y no es para tomarlo con calma. Ni mucho menos. Aunque, como todo, agosto ya no es lo que era. ¡Cómo ha cambiado! En poco tiempo ha pasado de ser un mes amable, vacacional, final de lo malo y principio de muchas cosas buenas, mes de reencuentros y soledades, de bullicio y tranquilidad, a gusto del consumidor, a convertirse en treinta y un días de inquietudes y rollos más o menos malos.
          Ahora, hasta hemos inventado una palabreja para definir lo que se hace en ese mes, antaño tan esperado y querido. Si tuviera que definir la palabra de moda, “agosticidad”, ya que la Real Academia aún no la admite (todo se andará), diría que es algo así como un agravante en las conductas que se realizan durante el periodo generalizado de vacaciones, y que presuntamente tiene como objeto suscitar menor protesta de los perjudicados, bien sea por encontrarse en otra dimensión (física o personal), o porque el calor nos vuelve más comprensivos Y esto vale sobre todo si nos referimos a actividades de los que mandan-Gobierno, empresarios, Banca-, debido a su carácter polémico o impopular.
          Hasta hace unos años, con agosticidad, premeditación y alevosía, nos levantaban las calles y bacheaban las carreteras, a veces, hasta daban el último empujón a un edificio histórico cuya demolición había levantado las iras de la gente. O subían alguna que otra tarifa de luz o de agua. Y poco más. El resto de las noticias las ocupaban las fotografías de playa de los famosos, algún divorcio que otro o las vacaciones de la familia real. Un par de incendios, los accidentes de tráfico y las recomendaciones sobre la ola de calor, ahora cambio climático.
          Pero agosto ya no es lo que era. Y nosotros tampoco. La media-o la mitad de un cuarto-de España que está de vacaciones, sigue pendiente de la economía, las corrupciones, el miedo al futuro, los pactos, la sombra de nuevas elecciones… Y el resto, pasa los largos días del mes vacacional por excelencia maldiciendo la situación personal que le ha dejado sin playa o montaña y haciendo cuentas. Y escuchando las últimas ocurrencias de los “pactantes” o de los que sólo se casan entre ellos y encima pretenden dar lecciones.
          Pero se ha acabado y estamos en septiembre. Tiempo de ponerse las pilas, de trabajar, de despejar incógnitas y de poner toda la carne en el asador, aunque se quemen, para que todos podamos mirar al futuro con confianza. O, al menos, sin urnas.

miércoles, 4 de septiembre de 2019

Desde Macondo. SEPTIEMBRE SIN CUESTA

¡Ay, cómo echamos de menos la cuesta de septiembre! La temíamos, sí, pero se pasaba en cuatro días… y  ya está. Como los tiempos avanzan que es una barbaridad, ya no hay cuesta definida. Es el mismo doloroso ascender todo el año, y el mes en que nos hallamos ha perdido protagonismo.
          No nos valen ya conceptos como apretarse el cinturón, paliar los excesos del verano, apartar para el uniforme y los libros o estirar la vida del sofá o la lavadora a la espera de tiempos mejores. No es el mismo mes de siempre. No el que recordamos como inicio de curso, de recuperación de lo perdido en verano o de  ponernos deberes para lo que empieza.
          Porque septiembre siempre ha sido un mes de inicio, con los lógicos cambios del tiempo y los recuerdos, que empiezan a pesar si comparamos con la actualidad. Todos los septiembres tienen algo de incertidumbre y de nostalgia. De añoranza por aquellos otros de hace muchos años, y tan vivos en la memoria.
          Entonces, septiembre era agridulce, porque pesaba el recuerdo del verano salvaje y libre. Pero era esperanza. Era la vuelta a las aulas, zapatos nuevos (Gorila, con la pelotita verde), era ordenar apresuradamente las vivencias y las anécdotas de vacaciones que se agolpaban en la cabeza atropellándose para ser contadas; era la mezcla del temor a lo desconocido y del ansia por conocer.
          Septiembre era cartera nueva o heredada de tu hermana, lápices aún sin morder y cuadernos a veces reciclados y, con suerte, sin dos rayas, que te sentías muy mayor. Era la Virgen y el comienzo de la vendimia, el olor a mosto por las calles y los remolques cargados que, a menudo, nos regalaban un racimo de uva magullada y sucia de tierra.
          Era el mes con mayúsculas, el mes por excelencia, porque en septiembre empezaba todo. Hasta las Navidades, que veíamos ya tan cerca...
          Crecimos, y septiembre siguió siendo el principio. El Instituto empezaba en octubre y la Universidad, a veces casi en noviembre. Pero ningún mes podía quitarle el protagonismo. El otoño, el curso político, la vuelta al trabajo tras el verano, los días más cortos, las noches más largas...
          Creo que todos hemos amado y odiado septiembre casi por igual en las distintas etapas de nuestras vidas, y ahora... No sé cómo definir este mes con tantas cosas pendientes y, sin embargo, tan cotidianas, tan de todos los días.  Es un septiembre raro, tal vez porque también agosto, y julio, han sido diferentes. O porque a estas alturas de la vida, nada empieza ni acaba del todo.
          El año político empieza incierto, crispado,  y prometiendo más crispación, que hay elecciones a la vuelta de la esquina. Pero las caras resignadas, un tanto aburridas,  han sustituido a la expectación que brillaba en los ojos cada septiembre de aquellos años felices.  La vida se arrastra por las calles de Macondo y la gente la ve pasar sin alegría. Pasa y ya está.
           No huele a libros sin forrar porque no hay asignaturas nuevas. Son las de siempre, las mismas aulas, los mismos profesores… Como si no hubiéramos aprobado nada y repitiéramos curso. No hay sensación de comienzo de nada y, tal vez por eso, hayan venido a mi memoria esos otros septiembres, los que eran como debían ser. Los de entonces.
           Ni ellos, ni nosotros, somos ya los mismos. No hay ni cuesta.