Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

miércoles, 24 de junio de 2015

Desde Macondo. ¡KACHKANIRAQMI!


No he bebido. Ni me ha pasado un gato por encima del teclado. Esta conjunción imposible de letras corresponde a un saludo quechua, lengua que se sigue hablando en varios lugares de América.
      Hay una zona en Perú, en el corazón de los Andes, que se convirtió en el último reducto de los chankas, tribu posteriormente asimilada al vasto imperio inca. José María Arguedas, escritor peruano y natural precisamente de aquella parte del Perú, nos recuerda que existe en el quechua chanka un término sumamente expresivo y muy común.  Cuando un individuo quiere expresar que a pesar de todo aún es, que existe todavía, dice: ¡Kachkaniraqmi!”.
      Una sola palabra para decir un montón de cosas. Para el reencuentro con un ser querido después de mucho tiempo, para decir, de una sola vez, sigo siendo”,”aquí estoy de nuevo”,”pese a todo, sigo vivo”.
Es una de las palabras más bonitas que contiene el pequeño diccionario quechua-castellano que compré por curiosidad en un viaje al país andino. Y como tantas otras, no tiene traducción exacta, no es un hola, o un qué tal; ni siquiera un me alegro de verte.
    Es otra cosa. Se dice repetido y entre exclamaciones, como una declaración de intenciones o una afirmación de la existencia, de la vida. Con alegría. Nada que ver con los saludos más habituales en estos últimos tiempos. Aquí estamos, aguantando como podemos. Ya ves, pues tirando. Haciendo por vivir. Estos saludos son el pan nuestro de cada día; los oímos sin cesar con sólo poner un pie en la calle, con tristeza, con cierta desgana, sin esperanza y sin firmeza. Aguantando el chaparrón.
       Y esperando el momento y las fuerzas para decir ¡Kachkaniraqmi, Kachkaniraqmi’ a todos cuantos te cruces en la calle. Será la señal de que algo ha cambiado en nuestro interior, de que la maldita crisis no ha podido con nuestra autoestima y nuestras ganas de seguir adelante, de que “seguimos siendo”.
       Guardamos palabras para no olvidarlas. A veces demasiadas, que pesan poco y ocupan menos. En un rincón secreto esperan pacientemente términos como amor, solidaridad, justicia, honestidad, compromiso, pan, risa o futuro. Son las precisas, descartando  las demasiado floridas, las desteñidas por el abuso, las carentes de verdad y las confusas, las vacías y las que se han convertido en tópicos.
      Pero hay palabras que te persiguen, que se quedan por ahí, en algún pliegue del alma, esperando el momento preciso, el de agarrar la esperanza por los pelos y exclamar. ¡Kachkaniraqmi!.


miércoles, 17 de junio de 2015

Desde Macondo. JUEGOS FLORALES

No son precisamente Juegos Florales a la antigua usanza el espectáculo al que nos están obligando a asistir. Nada que ver con esas justas literarias nacidas en la Francia medieval, en las que trovadores y juglares mostraban su pericia con las palabras y hacían las delicias de los presentes.
          Y no será porque con 140 caracteres no se puedan hacer maravillas (“No la toques ya más, que así es la rosa”). Hasta se puede escribir un cuento, (Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí). Se puede comentar el tiempo, y el tema de moda que toque, y el gol de Messi. Contar un chiste también, o expresar una pena, o un pensamiento miserable, o hacer una ardiente declaración de amor.
Yo no soy muy de Twitter, que siempre he dicho que a mis años no estoy para que me limiten las palabras (casi lo único que me queda), pero respeto a los que están “enganchados” al pajarito. O los respetaba, porque me parece infame que estemos asistiendo a una guerra de twitts, como si no hubiera nada más importante que hacer. Cierto que somos esclavos de nuestras palabras, igual que dueños de nuestros silencios, pero no menos cierto que hay que utilizar el mismo rasero o callar para siempre.
No es de recibo que el “cambio” sea esto, sacar mensajitos de antaño Maricastaña para quitarse del medio al oponente, que posiblemente se lo merezca, pero no es el caso. Y si lo fuera, son muchos los que se lo merecen, a diestro y siniestro del espectro político.
Tal vez podríamos convocar unos Juegos Florales a la antigua usanza para que todos se digan lo que se tengan que decir. Tres días, premio de diploma y flor natural, y a otra cosa. A otras, que son muchas y muy importantes.
Aunque a mí lo que me pide el cuerpo es un duelo literario, del estilo del que enfrentó a Quevedo y Góngora, que nos dejó joyas imperecederas: “Yo te untaré mis obras con tocino/porque no me las muerdas, Gongorilla,/ perro de los ingenios de Castilla/docto en pullas, cual mozo de camino”. Y la respuesta, “Anacreonte español, no hay quien os tope,/ Que no diga con mucha cortesía/, Que ya que vuestros pies son de elegía/ Que vuestras suavidades son de arrope…/
Más valiera que ocuparan su tiempo en lo urgente-en lo importante también-que mirando al pajarito no desaparecen las desigualdades, la pobreza, la precariedad, el presente imperfecto y el futuro incierto.
Y que no estamos para Juegos Florales en 140 caracteres.
 

miércoles, 10 de junio de 2015

Desde Macondo. APOROFOBIA

No me gustan los pobres. Para nada. Por tradición o por educación siempre hemos asociado la pobreza a suciedad, mal olor, niños con mocos y moscas, pies y uñas negros, piojos y otros inquilinos. Nadie se ha molestado nunca en explicarnos que los desharrapados de los cuentos infantiles, los pilluelos mugrientos y los ladronzuelos de los libros de Dickens o los mendigos borrachos de infinidad de relatos no estaban ahí porque si, por gusto o porque hubieran elegido ese personaje en el reparto de papeles.
       Y que conste que tampoco me he identificado nunca con esas señoronas con pieles y joyones que se tapan discretamente la nariz con el pañuelo mientras realizan supuestas obras de caridad. Ni con la marquesa, condesa o lo que sea Esperanza Aguirre, a la que molesta la mala imagen que dan los sin techo en la capital del Reino.
        Pero no me gustan los pobres. Matizo, no me gusta que haya pobres y me pone los pelos de punta escuchar las historias particulares, las de los “pobres de cuna” y las de los pobres sobrevenidos, cada vez más, que relatan a quienes les quieran escuchar que una vez tuvieron una casa, y un coche, y un trabajo y un sueldo que les permitía ir al cine y hasta de vacaciones.
        Tal vez habría que escucharlos más para no tener que oír hablar, insistentemente, de una nueva plaga que viene a sumarse a la xenofobia y al racismo. Aporofobia lo llaman. El término está formado a partir de la voz griega á-poros, "sin recursos" o "pobre", y fobos, "miedo". Juntando todo, aporofobia significa "odio, miedo, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el que no tiene recursos o el que está desamparado".
        Y hete aquí que leemos que un pobre, un sin techo, un hombre que dormía en la calle, ha sido atacado a botellazos por un grupo de chicos, todos menores. Cuatro de ellos, con menos de 12 años, o sea, inimputables. Vamos, que se van a casa sin más. Sin tratamiento para la aporofobia, con el riesgo de tener un nuevo brote en cualquier momento, ante la presencia de un nuevo mendigo de los muchos que hay en nuestras calles.
        Ahora que tanto se habla de la difteria, de nuevas enfermedades causadas, entre otras cosas, por la falta de vacunación, se me ocurre que no hay vacuna para la aporofobia; que no se llamaba así hace unos años, cuando se quemó a una indigente en un cajero, o más recientemente en Valencia, donde varios sin techo han sido apaleados en los últimos meses.
        La vacuna es la educación, el fomento de los valores de respeto, de igualdad, de atención a los más necesitados. Y de eso están muy escasos los laboratorios del mundo en que vivimos.

jueves, 4 de junio de 2015

Desde Macondo. SI NO FUERA POR...

Cualquier día me hago uno de esos “selfis” de moda para inmortalizarme mientras veo el anuncio de Hacienda, el de la Campaña de la Renta, que está en estos días en su máximo esplendor. Noto el cambio físico cada vez que sale en la tele, me sube un sudor impropio, se me arruga la nariz como si oliera mal, se juntan mis cejas y mi mandíbula se tensa y se adelanta amenazadoramente. Hasta noto como se me afilan los rasgos y se crispan los dedos hasta casi convertirse en garras. Y la saliva se agolpa en la garganta, pugnando por salir, en dura lucha con el/los improperios que derrama el cerebro y se quedan atascados en la rabia y la impotencia antes de difundirse por el éter de mi cuarto de estar.
           Mientras yo me transformo en la niña del exorcista, suena la voz en off amable, encantadora, sin asomo evidente de burla: “Si no fuera por Juan, Ana no podría llevar a su hija al colegio; si no fuera por Ana, fulanito no podría llevar a su hijo al hospital; si no fuera por fulanito, menganito no podría cobrar su pensión a tiempo…” Y así unos cuantos más, para contarnos que si no pagamos, no podremos disfrutar de parques, hospitales, educación, pensiones, carreteras…
          Qué bonito. Para verlo en Suecia, pongo por caso, que aquí seguro que cada cual sacamos el publicista que llevamos dentro (y si no, lo inventamos), para sustituir a los juanes, cristinas, antonios, fulanitos y menganitos por Bárcenas, gurtelianos y púnicos varios, los Rato, los Blesa, los Fabra, los Pujol, los Bankia y hasta los Pantoja, pasando por varias docenas de diputados, consejeros, banqueros, empresarios de postín y alguna testa coronada.
           Si no fuera por ellos… Igual hasta tardaban menos meses en hacerme la resonancia magnética, y hasta me habrían ampliado el tiempo de rehabilitación; igual, no habrían cerrado hospitales y despedido a miles de profesionales; igual, hasta quedaban menos niños sin comer, porque habría más becas, y la pobreza no llegaría a uno de cada tres españoles, e igual tampoco habría uno de cada dos parados sin cobrar absolutamente nada. Y en las calles habría menos mendigos de esos que tanto molestan a la Aguirre, y alguna familia comería pollo al menos una vez a la semana. Y Cáritas y Cruz Roja pasarían menos sudores, y… Igual.
           Mientras todo esto va cambiando mi fisonomía, sigue la voz melosa y paternalista: “Contribuimos para recibir”. Y pienso entonces que no podré hacerme el selfie hasta que no compre uno de esos palos plegables que permiten hacerlo a distancia. Si me veo de cerca me da un infarto, que seguro que tengo los ojos fuera de las órbitas, echo espuma por la boca y me he llenado de verrugas como las brujas de los cuentos.
           Si no fuera porque los delitos de los pobres no prescriben como los de los ricos, y nos enfrentamos a una multa que sea ya la puntilla, y porque no podría dormir si pensara que por mi culpa alguien se vería privado de escuela u hospital, diría aquí lo que me pide el cuerpo.
           Y me haría un selfie para ilustrarlo