Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Desde Macondo. SENTIMIENTO DE PERTENENCIA

No es excluyente. Para nada. Cuando, por aquello de la globalización nos hemos permitido ser parte del mundo, pertenecer a la raza humana con sus glorias y sus miserias, en cualquier parte del planeta y más allá, que de cuando en cuando hacemos incursiones en las estrellas, el relato empieza a cambiar. De pronto, en cuestión de pocos meses, un par de años tal vez, resulta que lo bueno, lo únicamente bueno, es lo tuyo, tu familia, tu país, tu grupo, tu ideología, tu religión.         
          Lo tuyo primero, que ya lo ha sentenciado Trump. Como si todo lo demás hubiera desaparecido. Como si después de dejarnos llenar de aire los pulmones, de expandirlos en todo su ser, los hubieran fragmentado en burbujas independientes, cada una pugnando por una cuota más alta de respiración. Para ti y para tu grupo.
          No voy a negar que mi familia sea la mejor, y mi grupo de amigos, y mis compañeros, y mi ciudad. Que me duele todo lo malo que les acontece y me alegro con cada alegría, por nimia que sea. Pero me duele la guerra, y el hambre, y las penurias de los inmigrantes, y la pobreza, y la injusticia, se produzcan donde se produzcan. Aunque sea a miles de kilómetros de distancia.
          Uno pertenece a un lugar, pero no de forma excluyente. No le van mal las cosas porque a otros les vayan bien, y viceversa. No se entristece por alegrías ajenas, aunque las penas propias te desborden. Y claro que miras de reojo, con envidia mal disimulada, que para eso somos humanos y no tenemos un pedazo de roca en el sitio del corazón.
          Por eso me inquietan más de lo que quiero reconocer, los nacionalismos de todo tipo, los sentimientos patrioteros que, basándose en un ilimitado y ardiente amor a lo propio, no tienen reparo en excluir todo lo demás. El polarizar.  Lo mío y lo tuyo. Bueno y malo. Cerca y lejos.  Banderas de colores más brillantes, porque las he pintado así para hacer palidecer las otras. Las que son de otros.
          No me gusta nada la deriva que está tomando el mundo. Ni el que se extiende ahí afuera, ni el que tengo aquí mismo, en pocos kilómetros a la redonda. Parece como si de repente los cielos se hubieran abierto para derramar sobre nosotros litros y litros de egoísmo, de cerrazón, de intolerancia, de gruesas palabras para calificar al que no es de los nuestros…
          Como si nosotros fuéramos algo más que una pizca de polvo en el espacio, una gota de agua en el océano, que necesitan de todas las demás para tener identidad, para albergar vida.
          No somos lo primero. Simplemente, somos. Como tantos otros. Y pertenecemos al mundo.

lunes, 19 de noviembre de 2018

FEMENINO PLURAL

Manda el violeta. Lo habréis notado. Carteles,  plenos extraordinarios, actividades varias, declaraciones institucionales, lazos en las fachadas y hasta servilletas de bar con mensajes alusivos a la conmemoración. Por unos días, sólo por unos días, el color de la protesta contra la violencia machista es el dominante. Y luego… Aquí paz y después gloria. A la rutina de seguir contabilizando víctimas, de estremecernos, momentáneamente al conocer los detalles de cada agresión y a aseverar, viendo el telediario, que esto no puede seguir así.
          Y que es cosa de todos y todas, no de mujeres. Que es femenino plural, que ya no hay singularidades que valgan. Volveremos a conocer la lista de la infamia, esa que borramos de la cabeza tras cada víctima; a decir eso de “van… en lo que llevamos de año”. Y en la serie histórica. Y volveremos a pedir más fondos, más ayudas, más educación, más sensibilidad.
          Un mundo femenino plural.  Que ya está bien.  Somos más de la mitad de la población. Han pasado muchos años desde que empezamos a votar, a estudiar, a integrarnos en el mundo del trabajo… Y aquí estamos. Copando las cifras del paro, con empleos peor remunerados que los hombres, con años más largos, que una mujer tiene que trabajar 418 días para ganar el mismo dinero que un hombre cobra por 365 días de trabajo.
          Pero además somos  violables, maltratables, asesinables. Propiedad del macho alfa, que se pasa por salva sea la parte de su anatomía todos los colores violeta del mundo. No es problema de mujeres, aunque seamos nosotras las víctimas. Una sociedad que permite esto es una sociedad enferma. Y todo cuenta. Cuenta la educación, cuenta la desigualdad y la falta de medios para acudir a la Justicia o para encontrar ayuda, cuentan las leyes injustas, la discriminación a la hora de acceder a puestos de responsabilidad o, simplemente a cobrar lo mismo por el mismo trabajo. Y cuenta la sensibilidad para estar del lado de las víctimas.
          No podemos resignarnos. No podemos convertirlo en una conversación de barra de bar. Una más, qué horror, cuántas van este año, ¿son más que el año pasado por estas fechas? ¿Ha sido con un hacha o con un cuchillo? ¿Estaban los hijos delante?
           Siempre que hay un asesinato, la maté porque era mía, con su posterior historia, se había separado, tenía otra pareja, se había marchado de casa harta de malos tratos o porque quería ser dueña de su vida, vienen a mi mente los versos de Agustín García Calvo, la más bella declaración de amor que conozco: “Libre te quiero, como arroyo que brinca de peña en peña. Pero no mía”.
           Ni de nadie. Que han pasado los tiempos de los trogloditas que porra en ristre encontraban quien les calentara la cueva y les diera hijos; y el Medievo y el derecho de pernada, y los años oscuros de la mujer en casa y con la pata quebrada. Son, deberían ser, tiempos de femenino plural,  de mujeres libres y hombres que las vean así.
           Aunque el color violeta nos recuerde que el mundo es todavía masculino singular.

jueves, 15 de noviembre de 2018

Desde Macondo. SUBIR EL SUELDO

Ya estoy un poco harta de que nos amenacen con todas las plagas de Egipto, con un escenario dantesco y poco menos que con el infierno, cada vez que se habla de subir un poco, aunque sea un par de euros, el salario mínimo. Ese, que tanto molesta a los sufridos empresarios de este santo país, a las “autoridades económicas” de Europa, del Fondo Monetario Internacional o de donde sean.
          Claro que sería mejor que cada cual pagara lo que le pareciera (que nunca sería mucho, visto lo visto), y que no hubiera “suelo” en el que basarse. Y que da la impresión de que no está hecho para los ciudadanitos de a pie, para los que tienen la mala costumbre de comer todos los días, aunque sean patatas,  los que llevan los niños al cole y tienen que comprar medicamentos, los que enferman y necesitan medicinas, los que pretenden no pasar demasiado frío en invierno ni calor en verano, a pesar del precio de la luz, y los que tienen la osadía de necesitar un techo bajo el que cobijarse. En fin, todas esas cosas que hacemos los simples mortales con el único afán de molestar a los poderosos.
          Ya sé que los grandes empresarios son de otro planeta, y que ninguna “autoridad monetaria” leerá nunca estas líneas, que ya tienen sus prestigiosos economistas que les presentan sesudos estudios.
          Dios me libre a mí, que soy de letras y de pueblo, de contradecir a tan doctos eruditos. No llego a entender un cuadro macroeconómico, ni a interpretar un gráfico. Si acaso, a “echar las cuentas” que es lo que hacemos la gente de a pie. Y se las voy a echar.
          Hoy por hoy,  el salario mínimo es en España de 735,90€. Y son cientos de miles de trabajadores los que lo cobran. No voy a hablar del caso extremo de una familia con dos o tres churumbeles que tengan que vivir treinta días cada mes, algunos treinta y uno, con tan enorme cantidad. Voy a lo facilito. Pongamos el caso de una persona soltera, sin nadie a su cargo, sin vicios conocidos, alcohol, tabaco, unos días de vacaciones y una caña los domingos incluidos. Pongamos que vive bajo techo, más que nada por soportar los rigores del clima y poder rendir en el trabajo. Y que ese techo, en forma de alquiler o de hipoteca, le cuesta como muy poco 400€ (me estoy pasando de prudente). Que aunque no tiene aire acondicionado o calefacción, enciende de cuando en cuando el ventilador o un radiador. Y se calienta el café y la comida. Hasta ve la tele, que salir a la calle cuesta dinero. Ya tiene un mínimo de 100€ de luz. Digo mínimo, porque sé que me quedo corta.
          Con los doscientos euros que le restan de ese exagerado salario que sería tan dramático elevar, tiene que pagar el agua, la basura y demás impuestos, tiene que comer, pagar el transporte, sustituir los zapatos que se han roto o la lavadora que ha dicho hasta aquí llegamos. Y comprar las aspirinas, el almax y el jarabe de la tos, que no entran en la Seguridad Social. Y hacer en la Navidad que se acerca un regalo a los suyos.
          Todo eso, sin coche, seguro de la casa, sin arreglarse la boca, que ya va siendo urgente e inevitable, y sin que surja un imprevisto en forma de avería eléctrica, baño atascado o cristal roto.
          Estas son las cuentas que hay que echarles a unos y otros. Quizá es que nadie se lo ha explicado así. Quiero creerlo, porque de otra forma, sólo queda una alternativa: pensar que, directamente, no tienen alma. O que se creen señores feudales con derecho sobre la vida y la muerte de sus súbditos. A los que encima les piden que consuman, para que siga creciendo la economía. Y que ahorren o se hagan planes de pensiones privados.
           Aunque no merezcan una subida de sueldo.

lunes, 12 de noviembre de 2018

NUEVOS EPISODIOS NACIONALES

Cuarenta años tardó Pérez Galdós en escribir sus Episodios Nacionales, el casi medio centenar de novelas históricas que cuentan la historia de España en el siglo XIX, desde la Guerra de la Independencia a la Restauración borbónica, pasando por la Primera República. La verdad es que el siglo dio para mucho, pero habría que ver lo que hubiera escrito Don Benito de vivir en nuestros días.
          No sé en qué momento hemos asumido como normales los “episodios” que nos suceden día a día; cuándo hemos decidido, consciente o inconscientemente, cambiar el pan y la mantequilla del desayuno de cada día por un sapo, de esos gordos, viscosos, con verrugas y ojos saltones a los que hemos aceptado como animales de compañía. Así, sin más, venciendo la nausea y tragándonos la bilis.
          Ya ni nos asustan ni nos escandalizan. Hasta nos permitimos bromear con ellos, y decir eso de “debo ser la única imbécil que no se ha llevado nada”, o “no eres nadie porque no te ha espiado Villarejo”. O la única tonta que sacó su título universitario con esfuerzo y en buena lid. Y que no tiene master, por cierto. Qué lejos queda el primer episodio, tanto, que ni lo recordamos, engullido por el siguiente, el siguiente y los que están por venir.
          Tomo a tomo han pasado por nuestras vidas la Gurtel, la Púnica, los ERE, los Pujol, el caso Rato, las sociedades off-shore, amnistías fiscales, los millones en Suiza, las mil y una formas de defraudar a Hacienda, los paraísos fiscales… Los sapos tienen nombre de banqueros, de empresarios de pro, de nobles, de ministros y presidentes, Lde partidos enteros, de actrices y actores, de miembros de la realeza y alrededores,  y hasta de premios Nobel. Y ahí están, mirándonos burlones porque ellos pasarán a la Historia, tendrán su propio Episodio mientras nosotros nos disolveremos en la nada más absoluta. La de los “nadie”, que diría mi admirado Galeano.
          Los hemos incorporado a la cotidianeidad, a la rutina. Son como levantarse y acostarse. Hay que hacerlo porque sí. Porque es lo que toca en nuestra época. Son nuestros episodios nacionales, por más que, cuando cerramos el libro, nos preguntemos perplejos cómo hemos llegado a esto, por qué lo aguantamos  por qué somos capaces hasta de bromear con ello. A ver quien toca hoy. Qué sapo nos espera para desayunar.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Desde Macondo. EL PUNTO JONBAR

El Punto Jonbar es en  la literatura, y especialmente en la  ciencia ficción, un acontecimiento singular y relevante que determina la historia futura, es decir, la que podría haber sido si ese hecho no hubiese ocurrido, ya sabéis, eso de qué hubiera pasado si…
          Ahora que estamos a punto de despedir el año, y que nos asomamos al abismo de un calendario por estrenar; ahora que nos enfrentamos  a todos los balances, los que nos enseñarán la botella llena a rebosar o medio vacía, según intereses; ahora, que no hay vuelta atrás en los aciertos o errores de los meses pasados, que ya estamos metidos de lleno en periodo pre-electoral, es momento de pensar muy bien las cosas, de no equivocarnos al elegir, de no tener que, a la vuelta de unos meses, evocar con amargura el punto Jonbar.
          Todos hemos fantaseado en algún momento con la idea de una vida, un mundo, una trayectoria distinta si, en su momento, hubiéramos tirado por un camino en lugar de por el otro; si hubiéramos elegido una profesión, o una pareja, o un lugar diferente para vivir. En lo personal, habrían cambiado muchas cosas, seguro. En lo general, también. Repasando el año que termina, y los inmediatamente anteriores, tenemos materia de sobra para escribir un libro, partiendo del momento en que empezó a desaparecer el mundo que conocíamos.
          Ojalá la vida fuera como una ucronía, la novela que se basa en el “punto Jonbar”, el instante en que cambiando un hecho se cambia el devenir de las cosas. Recuerdo una novela de Jesús Torbado, En el Día de Hoy, que reproduce el comunicado de Azaña tras la Guerra Civil, pero al revés, “cautivo y desarmado el ejército fascista, las tropas republicanas han entrado en Madrid”. Y a partir de ahí, cambia la historia.
          En una década hemos cambiado el curso de la Historia de nuestras vidas. Si no hubiera existido la crisis, si no hubiéramos tomado determinada decisión a la hora de ir a las urnas, desengañados, cabreados o asustados, si no hubiéramos tomado el  camino que nos ha llevó directamente a la pobreza, la desigualdad, la desprotección de los más débiles, los salarios de hambre, la vuelta a la caridad y la beneficencia…
          ¿Qué hubiera pasado si…? No lo sé. Es ciencia ficción. Y aún no se ha escrito el último capítulo. Entramos en año electoral, y siempre habrá quien se empeñe en agitar el fantasma del miedo, en vendernos seriedad y solvencia, en hablar de “aventuras” con resultado incierto. Y en que vayamos por el camino recto, sin “equivocarnos” en buscar puntos que se desvíen de lo establecido.
          Quizá alguien, así que pasen unos años, escriba la ucronía de la etapa que nos ha tocado vivir y explique, negro sobre blanco, si nos podríamos haber ahorrado tanto sufrimiento, si la cifra de niños pobres no hubiera sido tan escandalosa, si la desesperación por preferentes, desahucios, desempleo y demás, hubieran ahorrado unas cuantas vidas. Y tal vez Macondo, tras el diluvio, sería un lugar idílico donde pasar felices los días, sin que tuviera que desaparecer en un pavoroso remolino de polvo y viento.
          Sería una novela diferente. Sólo con cambiar el punto de partida.

lunes, 5 de noviembre de 2018

ERUDITOS DE ANDAR POR CASA

Vaya por delante que no sé casi nada de leyes, más allá de las nociones de Introducción a las Ciencias Jurídicas, y un poco de Derecho de la Información, que me enseñaron en la Universidad allá por la prehistoria. O sea, que soy la excepción, porque todo el mundo anda dando clases, desmenuzando el Código Penal, analizando figuras y tipos delictivos… Y todos se dicen armados de razón.
          En fin, a mi todo esto me  trae de vuelta otras cosas. Aunque solo sea por las clases de literatura del Instituto, seguro que muchos recordaréis  la obra de Cadalso titulada ”Los eruditos a la violeta”, un ejemplo de sátira contra ciertos personajes de la España del siglo XVIII,  que, a pesar de su formación superficial y de no saber  prácticamente nada, pretendían dárselas de ilustrados. De hecho, el librito llevaba un aclaratorio subtítulo “Curso completo de todas las ciencias, dividido en siete lecciones, para los siete días de la semana, publicado en obsequio de los que pretenden saber mucho estudiando poco”.  Las lecciones pretendían, por supuesto, que los alumnos se lucieran en sociedad.
          Pues han pasado casi tres siglos, y tengo la impresión de que se han levantado, como zombies, todos los eruditos de la época y alguno más, aunque no huelan a violeta, que era el perfume de moda por aquel entonces, y el que da título a la obra.  No sé si me estoy haciendo mayor y no aguanto ni una tontería más, si es que, como soy consciente de mis limitaciones me fastidia en el alma ver tanto listo, o si ya he escuchado demasiados discursos, tertulias, debates y demás.
          El caso es que me crispan los tertulianos que saben de todo e intentan demostrarlo a voces y quitando la palabra al de enfrente; me pone de los nervios el que te intenta dar una clase de Economía, o de Filosofía, por no decir de moral y buenas costumbres, que también. Y todo eso, perdonándote la vida, que para eso se dignan  repartir su erudición por teles, radios y hasta  Twitter o cualquier otra red, que también parece que las han descubierto ellos.
          No me hace falta cerrar los ojos para imaginarme a uno de esos lechuguinos perfumados dando su charla en los casinos, los cafés de moda o los salones de sociedad. Da igual que ahora lleven tablets ultramodernas o el último modelo de IPAD. Saben de todo. Y qué decir de los “asesores”, que lejos de paliar la ignorancia de sus jefes los hacen pisar un charco detrás de otro, e incurrir en clamorosos errores, que es lo que pasa cuando no se elige a la gente por criterios de capacidad, sino por otros más inconfesables.
          No ha cambiado nada. Sólo el siglo. Basta revestir a cualquier amiguete con una pátina de culturilla, un curso rápido de una semana, y listo para soltarlo al ruedo para dar lecciones, y hasta para regañarnos si se tercia.
          Ahora con Cataluña, o con la Gurtel, o con la conveniencia o no de la prisión permanente, por algún suceso dramático. Cualquier motivo vale. Los eruditos a la violeta han crecido como hongos, tienen el mejor caldo de cultivo, saben lo que nos conviene y lo que no; lo que se debería hacer con la deuda y con el déficit, o con los refugiados, las hipotecas y hasta con las banderas.
          Y se pasean por nuestras vidas con su olor a perfume dulzón sin que tengamos medio de librarnos de ellos y de su afán por defendernos de nuestra ignorancia. Aunque tengamos sobredosis de eruditos a la violeta,  de sabios de andar por casa.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Desde Macondo. UN DÍA PARA RECORDAR

Recordar  viene del latín  re-cordis, volver a pasar por el corazón. Y viene esto a cuento de la festividad que hoy celebramos, más allá de cómo lo haga cada cual, de las connotaciones religiosas o no que le queramos dar, e incluso, de los que han decidido sustituirla por el muy anglosajón halloween.
          Hay un “día de…” para todo, y faltaría más que no lo hubiera para los recuerdos, para volver a pasar por el corazón a todos los que dejaron huella en él y que siguen ahí, esperando su momento.
          Nunca me ha gustado visitar el cementerio en estas fechas, ni asistir al espectáculo de flores y cirios, a la romería sin merienda ni música que se repite en cualquier lugar de casi todos los países para honrar a los muertos. Tal vez es porque no creo que ninguno de mis seres queridos que ya no están se encuentren ahí, bajo la piedra.
          Soy de pueblo. De uno de esos pueblos en que los cementerios cobran vida cuando se acercan estas fechas, con docenas de personas, mujeres casi siempre, afanándose en sacar brillo a las lápidas, en quitar las malas hierbas, lavar los floreros y limpiar con mimo las letras, doradas o negras, que indican el nombre de sus deudos, con una fecha y una cruz.
          Yo no necesito un día para recordar, para volver a pasarlos por mi corazón, porque tienen espacio propio en él, y los visito y me visitan en mil ocasiones. Mientras leo, cuando hago la comida, cuando paseo, en las noches de insomnio, en los momentos tristes y en las alegrías, cuando dudo y cuando tengo certezas, cuando pregunto y cuando no busco respuestas.
           Los cementerios son, tal vez, para los que no entienden la etimología del término “recordar” y necesitan el olor a crisantemo y cera para despertar el corazón. Para escenificar el recuerdo.
          Y todo esto, por supuesto, respetando a quienes sienten profundamente que deben estar ahí cada mes de noviembre. Y limpiar amorosamente la tumba, y colocar encima las flores más lucidas. Sin olvidar, por supuesto, a cuantos siguen buscando a sus seres queridos en cunetas y fosas comunes, y piensan que, por justicia, tienen derecho a tener espacio propio al  que, quienes así quieran recordarlos, puedan llevar su ofrenda de amor y recuerdos.
          El gitano Melquiades volvió de entre los muertos porque se sentía muy solo, no soportaba la soledad de la muerte. Tal vez nadie en Macondo sabía interpretar el verbo recordar.