Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

domingo, 28 de octubre de 2012

LA JAULA

Es curioso cómo una imagen, a veces fugaz, tonta, sin sentido, se fija en tu retina y te impide ver todo lo demás. O lo deja en segundo plano, lo oscurece y vuelve a tu mente una y otra vez, siempre que piensas en el tema. Y el tema es los desahucios.
Un telediario cualquiera de uno de estos días. Una ciudad, una calle, un bloque de viviendas. Vecinos en la calle, algunos con pancartas, contenidos por agentes de policía, y la terrorífica comisión judicial de turno con sus carpetas y sus bolígrafos. Una furgoneta cargada de muebles y enseres espera en la puerta.
Y una señora de edad más que mediana, que sale a la puerta con una planta y una jaula en sus manos. Los tres seres vivos que pierden su casa. Aturdida y emocionada por el apoyo de sus vecinos, la mujer se dirige al vehículo, deposita la planta con cuidado y deja la jaula, donde revolotea un pájaro, en el suelo. La cubre amorosamente con un pañuelo y se dirige a sus vecinos para despedirse y agradecerles sus desvelos.
La cámara enfoca la jaula, ya en silencio, porque el ave se ha tranquilizado con la ausencia de luz. Ajena al drama, seguro que sentirá que está en casa, y es de noche. Como tantos otros días, todos los que ha acompañado a la mujer en su soledad.
El periodista relata que la desahuciada puso su casa como aval para uno de sus hijos, también desalojado, y ahora le toca el turno a ella, que vive con una pequeña pensión, que es viuda, que está sola, y una larga lista de desgracias que no escucho con atención porque no puedo apartar la vista ni el resto de los sentidos, de la jaula.
¿Qué habrá dentro? Quizá un loro gris, que dicen es muy inteligente, o un papagayo, de los que parlotean todo el día. O una de esas cotorritas con cresta que tanto gustan a la gente mayor. Tal vez sólo sea un canario. No recuerdo una casa sin canario en mi pueblo, cuando era pequeña. Y aún ahora, con el buen tiempo, las terrazas de los pisos se llenan de jaulas colgadas junto a los geranios y las alegrías.
Y ahora el pájaro está en el suelo. En la calle. Vaya donde vaya la señora, irá con ella. Y lo hará en su jaula. En su casa. No han abierto la reja y lo han echado a volar, certificando su sentencia de muerte, porque nunca ha conocido otro sitio y sacarlo de ahí es tanto como matarlo.
Mis ojos van de la jaula a la mujer, de la mujer a la jaula. Del silencio bajo el pañuelo al otro pañuelo, con el que su dueña enjuga las lágrimas de emoción, de agradecimiento, de tristeza y, probablemente, también de desesperación.
Y ahora lo entiendo. Me he fijado en la jaula para no ver nada más. He pasado los minutos de la noticia con elucubraciones estúpidas acerca del tipo de ave que habría dentro, de si hablaba o no, de si cantaba o salía al sol en primavera, para no preguntarme dónde irá ahora la mujer, cómo pasará sus últimos años de vida, qué jaula la albergará mientras recuerda su casa, la de los últimos cincuenta años, la de su marido muerto, la de sus plantas, su rincón preferido, su vida...
La furgoneta con los muebles ya se ha marchado. La comisión judicial y los policías, también. Los vecinos comienzan a disolverse y la última imagen de la noticia es la mujer con la jaula en la mano.
En la calle.

jueves, 25 de octubre de 2012

Desde Macondo. EL UMBRAL DE LA RIQUEZA

           Siempre ha habido ricos y pobres. Faltaría más. ¿Quién no lo ha dicho alguna vez? Claro, que lo decíamos como un refrán, como una frase hecha, sin plantearnos siquiera el significado real de las palabras. Y sin pensar, por supuesto, en umbrales de riqueza. De pobreza, mucho menos. Qué vestido, o qué coche o qué reloj más bonito. Tú que puedes. A ver, siempre ha habido ricos y pobres.
Ricos de mentira y pobres igualmente falsos. Pero eso era antes. Cuando no sabíamos que los millonarios se han multiplicado desde que comenzó la crisis, y que siguen aumentando los millones.
            Y que casi  uno de cada cuatro españoles es pobre, entendiendo por pobre el no poder satisfacer sus necesidades básicas (léase comer, calentarse, vestir decentemente o enviar a sus hijos a la escuela con el material requerido).
           Todos sabemos en qué parámetros se mueve el umbral de la pobreza, pero desconocemos el de la riqueza. Se toma como base el salario medio (no el mínimo, que ya es ciencia ficción), y se descuenta un sesenta por ciento para saber quiénes son pobres y poder dar esas aterradoras cifras de casi el 25 por ciento.
           Pero nadie nos cuenta el umbral de la riqueza, cuantos millones hay que tener para hablar de ricos, cuántas amnistías fiscales, capitales evadidos y tributaciones de risa hay que acumular para entrar en el club de los elegidos.
           Porque ya no vale el concepto de sociedad, de nación que nos habían contado. El hombre vive en sociedad, que es un espacio para la solidaridad y la redistribución de la riqueza. Aunque siempre hayan existido ricos y pobres, porque nada es perfecto.
           Llevamos toda la vida hablando de erradicar la pobreza, de acabar con el hambre, de llegar a un gran acuerdo para que el mundo cambie. Todos hemos soltado la lagrimita, o al menos hemos hecho algún puchero, con las imágenes de la hambruna en tal o cual país africano. Y hemos seguido a lo nuestro. Ni objetivos del milenio ni leches.
           Y es que lo hemos planteado mal. No hay que sentarse a hablar sobre la pobreza, porque docenas de cumbres no han conseguido casi nada. Hay que hacer un pacto contra la riqueza para que todos podamos seguir habitando nuestra parte del mundo sin abismos insalvables, sin cruzar umbrales que nos lleven al cielo o al infierno.
           Macondo, que fue próspero y feliz, se convirtió en un lugar de aislamiento y pobreza cuando la compañía bananera desmanteló las instalaciones, y sus directivos se marcharon con las riquezas acumuladas durante años.
           Y luego vino el diluvio.
 

jueves, 18 de octubre de 2012

ANDAR TALAVERA

           Tomo prestado el título a don Eusebio Leal, historiador cubano que durante muchos años, no sé si continúa, mantuvo un programa televisivo llamado Andar La Habana. Fascinada por la ciudad, como casi todos los que conocen La Perla del Caribe, adquirí unas cuantas cintas de vídeo recopilatorias de los programas y, amén de la pésima calidad, vi otras muchas cosas. No era un recorrido por el casco histórico con explicaciones sobre cada monumento o cada rincón; tampoco un panegírico de las restauraciones emprendidas por la revolución (y por la UNESCO), ni un tour turístico por el antiguo esplendor de la capital caribeña.
           Vi, ante todo, a un hombre andando y viviendo su ciudad. Y contagiando su entusiasmo por ella, por cada casa colonial o palacio recién recuperado, sí, pero también por cada socavón, empredrados sueltos o calles a medio asfaltar.  Por esa decadencia hermosa de La Habana que engancha con su curiosa mezcla de glorias pasadas, de presente duro y de futuro incierto.
           Viene esta larga introducción a cuento de la NO, y lo pongo con mayúsculas, apertura al tráfico de la calle Trinidad, quizá una de las calles más “andadas” de Talavera. Y escribo con alivio tras conocer que se ha impuesto el sentido común en tiempos en los que la necesidad hace que sea el menos común de los sentidos. No sé a quién se le puede ocurrir que las ventas van a subir como la espuma en una calle cortita y rodeada de parking por todos los lados, por el hecho de permitir el acceso a vehículos, de robar un espacio a los peatones, a los ciudadanos, que es tanto como robarlo a la ciudad.
           Estamos tan inmersos en la prosa que hemos olvidado la poesía. Queremos vender y hemos olvidado comprar. Los ciudadanos tenemos que comprar nuestro espacio, andarlo y vivirlo, saber apreciar la armonía que confiere a las ciudades el compromiso de sus habitantes con un entorno por el cual exhiben orgullosos su sentido de pertenencia.
          Andar la ciudad es quererla, desde la muralla al río, desde la Plaza del Pan a la de España, que no es ni plaza, del Prado, bello y señorial a La Alameda, fea, mal trazada y sucia de botellón, de San Francisco y Trinidad, refugio de paseantes, a la antigua N-V, siempre con coches en hilera.
           Una ciudad  paseable, evitando las baldosas levantadas y algún que otro parche en el asfalto, es un lugar para la gente. Porque los coches no tienen alma, no pueden arrimar el hombro, en un momento dado (y éste se da), para salir del pozo, para recuperar glorias pasadas, y no sólo en forma de monumentos.
           Han pisado estas calles muchas generaciones de talaveranos de nacimiento o adopción. Camino a casa, al trabajo, al pueblo, al rato de asueto, a la conversación para arreglar el mundo pero, sobre todo, de paso hacia el futuro, que nunca es la marcha atrás.
 

domingo, 14 de octubre de 2012

PROMETEO

          La arena que amenaza con engullir las enseñanzas clásicas en la enésima reforma de las leyes de Educación, ha sido fiel guardiana de todas las civilizaciones que nos han hecho como somos; de los templos, de las casas, de los libros o las pirámides, de cosos romanos y estadios griegos. De las vidas que nos precedieron y que nos enriquecen. De la Historia de la Humanidad con sus luces y sus sombras, sus personajes reales y sus mitos; de sus hombres y sus dioses y de la gente corriente, que pasó como pudo la vida que le tocó vivir.
          Leyendo la prensa, inagotable fuente de malas noticias, me ha venido a la cabeza el mito de Prometeo, no el titan o el semidios, sino el representante de todos los hombres de su tiempo, condenado a pasar sus días atado a una roca mientras un águila le devoraba las entrañas.
          Prometeo robó el fuego del Olimpo para que los hombres se calentaran, y eso enfureció a los dioses. No todos podían ser iguales. Hasta ahí podíamos llegar.
          Día tras día el águila desgarraba el hígado del héroe que, como parte del suplicio, nunca moría. Volvía a crecer para volver a ser devorado. Y supongo que, en algún momento, Prometeo tuvo la certeza de que el martirio no acabaría nunca. Que eso era, en adelante, su vida.
          Encadenados al mundo que nos ha tocado vivir, cada día amanecemos con la esperanza de que esto no puede ir a peor, que tiene que acabar de una u otra forma, bien porque se cierre la herida o porque las entrañas no vuelvan a crecer y hasta aquí hemos llegado.
          Pero qué va. Ayer, una nueva cifra de pobres, y una fecha imposible facilitada graciosamente por el Fondo Monetario Internacional; o una dramática historia de desahucios servida por la tele con todos los condimentos, o el dato del IPC que las radios repiten con la monotonía de los boletines horarios, y las cifras de paro, y los inabarcables números del rescate-secuestro bancario, y los trescientos millones que necesita Cáritas para dar de comer a los necesitados, y el porcentaje de niños al borde de la desnutrición y...
          El águila no sólo pica. Arranca con sus garras todo destello de esperanza. Come y se marcha con la promesa de volver mañana a seguir comiendo porque nunca está satisfecha y porque esa es la misión que le han encomendado los dioses.
          Nosotros, como Prometeo encadenado, seguimos esperando la flecha de Hércules que acabe con el águila y con el tormento.
          Pero los titanes no existen. Son cosas de la mitología, de esa cultura clásica que también acabará enterrada en la arena.

jueves, 11 de octubre de 2012

Desde Macondo. ISLA MUJERES


           No he cambiado Macondo por este paradisiaco lugar. Aunque ambos compartan la magia y el Caribe. Sigo aquí y, por desgracia, sigo escuchando estupideces que me enervan,  me indignan y me provocan la idea de enviar a unos cuantos allí, a Isla Mujeres,  al  lugar dedicado a la Diosa de la Luna y a sus ofrendas con formas femeninas,  que los españoles, en plenos afanes descubridores, confundieron con un reducto sólo para hembras.
           Seguro que allí encontrarían mujeres  violables, como las leyes, o ladinas y engatusadoras, como los regadíos con los que nos ha comparado nada menos que un ministro. Qué honor.  Vamos, que a alguno no les parece suficiente el retroceso que está sufriendo la sociedad española. Es poco, son pocos años. Mejor remontarnos al Descubrimiento, a esa época en la que en España no se ponía el sol y las mujeres esperaban pacientemente a los hombres, aunque su ausencia se prolongara varios lustros.
           Por tremendo, es irreal. Por dramático, suena a chiste, aunque maldita la gracia que tiene.  No es de recibo que dos altos representantes del Gobierno, y en una sola semana,  hayan bromeado en público sobre la condición femenina. Y no me digan que es una anécdota o que se están sacando las cosas de quicio. O que se trata simplemente de incontinencia verbal de quienes no tienen nada inteligente que decir.
¿Qué ha vivido esta gente? ¿Qué ha leído? Desde la primera vez que tuve en mis manos Cien Años de Soledad me atraparon sus mujeres. Úrsula, que  dirige con mano de hierro  a siete generaciones de Buendías;  la exuberante Petra , a cuyo paso los animales se reproducían por millares, Fernanda del Carpio ocupada en  tareas religiosas; santa Sofía de la Piedad, con el don  de no existir salvo  en el momento preciso; la lánguida jovencita prostituta, y su abuela desalmada amasando una fortuna con su  nieta. Hastiadas de sexo o inmaculadas; trabajadoras incansables o criadas entre algodones; autoritarias o sumisas. Felices o desgraciadas.  Acompañadas a todas horas o eternamente solas.
           Mujeres. Tan altas, bajas, rubias, gordas o flacas, listas o simples, madres o no, trabajadoras o desempleadas, serias o alegres. Como cualquier hombre. Como cualquier persona. Y tan poderosas como para callar a cualquier imbécil que, en su afán de demostrar que es el  macho alfa nos quiera retrotraer a tiempos lejanos.
           ¿Qué digo la conquista de América? Más bien estoy pensando en los tebeos de Hug El Troglodita.
 

jueves, 4 de octubre de 2012

Desde Macondo. OLVIDOS Y MENTIRAS

       Ahora sí que sí, como en Macondo cuando la peste del olvido, vamos a tener que etiquetar las verdades para acordarnos de que existen, aunque ya casi no las reconozcamos.
       Tendremos que poner cartelitos que certifiquen que recorte es recorte, y no ajuste; que el rescate va a los Bancos y no solucionará nuestra hipoteca, ni mucho menos el hambre; que quienes protestan son muchos más de 4,500; que mayoría silenciosa no es sinónimo de mucha gente contenta, que las aulas masificadas y el profesorado minimizado no significan mejora de la calidad de la enseñanza y que los hospitales cerrados, los médicos y enfermeras despedidos, no son, como nos cuentan, optimización de los recursos. Y que los sacrificios no nos conducen al paraíso, que vaya usted a saber si existe, y sí al infierno en la Tierra.
      Tal vez haya que aprender sanscrito, como Aureliano Buendía, en su tarea de descifrar los pergaminos de Melquiades, para certificar que existió un mundo mejor, y que no todos lo vivimos por encima de nuestras posibilidades. Tenemos que autoconvencernos de que alguna vez contaron con nosotros, que explicaron momentos y situaciones, que lo hicieron con la verdad y que fueron recriminados por los medios y la sociedad cuando faltaron a su palabra. Porque en eso consistían las reglas del juego.
      Y cuesta, no crean. No es fácil traducir que baja la partida de becas cuando en una pomposa comparecencia pública nos dicen que suben; o tranquilizar a los pensionistas que ven que no se refleja en papel lo que han  contado en la tele; o a los parados, que leen en el BOE el fin de las ilusiones que ha creado la ministra de turno. O al desahuciado por el banco que tiene que pagar “a escote” el famoso rescate a las instituciones financieras.
       Siempre es mejor la verdad, por dura que sea. La mentira conduce al mismo sitio-la desesperanza-, pero nos hace recorrer un camino innecesario de tristeza, indignación, pérdida de autoestima, vulnerabilidad y miedo. Nos empuja de cabeza a la dura condena de cuestionar todo lo que nos cuentan, de desconfiar de todo, de vivir en el recelo y en la angustia ¿Qué habrá querido decir? ¿Será verdad esta vez? ¿Ha dicho construcción, luego es destrucción? Hablan de pasos hacia el futuro ¿Será regreso al pasado?
      Es una crueldad gratuita, no sé con qué fines, decir las verdades a medias o simplemente mentir, y esperar que nos enteremos de las realidades por la prensa extranjera, por comisarios europeos, ministros finlandeses, hombres de negro divisados fugazmente,  o sesudos analistas del Fondo Monetario Internacional.
       Y mientras aquí como bobos, poniendo cartelitos para recordar que la verdad existe y que nos la hurtan, intentando mantener a flote lo que somos, o lo que un día fuimos, personas capaces de analizar, de entender, de ser adultos y no niños a los que hay que endulzar la píldora con azúcar, o simplemente contarles que es una gominola.

martes, 2 de octubre de 2012

LA BERREA

      Hace mucho tiempo, cuando pasaban cosas con letra, y no sólo con número, tuve ocasión de disfrutar del espectáculo de la berrea del ciervo.  Nunca antes había visto algo igual. Ni oído. El lamento de los animales y el sobrecogedor ruido de los cuernos chocando en peleas casi siempre incruentas, pero impactantes.
      Como urbanita que soy, me mantenía a una distancia prudente de los imponentes bichos, por si algo de su furia me salpicaba. Son animales esquivos y solitarios (Bambi es sólo de película), y no suelen permitir que se acerquen extraños. Pero ellos estaban a lo suyo.
     
Mi ignorancia del mecanismo hormonal de los cérvidos se puso de manifiesto cuando el guarda de la finca me dijo eso de "no se preocupe, no la ven. Ellos están a lo suyo". Y lo suyo, por supuesto, era perpetuar su especie, conseguir el mayor número de cópulas, luchar por su territorio y asegurarse el futuro.
     Dirá quien se entretenga en leer estas disquisiciones que a ustedes qué les importa la vida sexual de los venados. Y tienen razón. Tampoco a mi me importa demasiado, si no fuera porque la imagen de los ciervos berreando, y la sentencia del guarda han vuelto a mi memoria por un episodio de la actualidad.
      25-S. Rodea el Congreso. Miles de personas rodeándolo, como pedía la convocatoria. Y dentro, los señores diputados en su mundo, en sus comisiones y votando no sé qué. A lo suyo. Como los ciervos.
      Vi en una televisión (la de todos, por supuesto), varios planos de los padres de la patria en sus escaños, ajenos y ausentes al griterío de fuera, que ya se habían encargado otros de poner una distancia más que prudencial para que sus Señorías no escucharan, no se distrajeran de su crucial labor.
      Y me acordé de los ciervos, mire usted por donde. Los vi impasibles, concentrados en sus luchas internas, en la defensa de su estirpe, marcando su territorio, embistiendo al de enfrente con impactante choque de cuernas.  Y líbreme el cielo con comparar a los señores diputados con cualquier parte de la anatomía de los ciervos. O de decir eso de que todos son iguales, porque no es verdad.
      Pero es una sensación mayoritaria. Y justificada. Cuando el paro aumenta por segundos, a la misma velocidad que el hambre y la desesperación, cuando el futuro, entendido como progreso, se ha caído del diccionario, y el miedo campa por sus respetos, llama la atención ver a los políticos enzarzarse en discusiones por el nacionalismo, la deuda, los bancos, los rescates y hasta los supuestos golpes de Estado.
      Como los ciervos en la berrea. Tan dominados por sus hormonas que no ven nada más, aunque hagan tanto bulto como yo (entonces hacía menos, que todo ha cambiado a peor).
      Y una echa de menos un hombre de campo que le explique qué está pasando.