Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 26 de diciembre de 2013

Desde Macondo. CANCION DE NAVIDAD

En estos días de fiesta obligatoria, de alegría casi por decreto y de sensibilidades a flor de piel, por mandato o por costumbre, me pregunto cómo hubiera sido la Canción de Navidad de mi admirado Dickens si tuviera que escribirla ahora, doscientos años después. Y desde el humilde conocimiento que me proporciona el haber leído toda su obra puedo asegurar que el cuento hubiera sido bien distinto. De principio a fin, fantasmas incluidos.
       Se mantendría la estructura, y los personajes. Y el fondo de la Historia. Scrooge seguiría siendo el personaje malvado y sórdido, avaro e insensible. Tal vez ahora, en tiempo presente, tuviera una cuenta en Suiza, no pagara impuestos y hasta cobrara en sobres. Por supuesto, explotaría al pobre escribiente y le pagaría en B. Seguro que hasta pensaba que se merecía hacer sacrificios por ser pobre. Y hasta se permitiría despedirlo sin indemnización alguna, que para eso lo amparaba la ley.
       El Scrooge de nuestro siglo despediría con cajas destempladas al espíritu de las Navidades pasadas. Y se reiría del pobre enviado del más allá empeñado en enseñarle el presente, el frío, el hambre, la pobreza, la miseria, reunidos en torno al hogar familiar. Si acaso, sacaría pecho diciendo que, gracias a él, las familias se habían convertido en ONG, compartiendo los escasos recursos de que disponían.
      Lo que más claro tengo es que el cuento no terminaría igual. La Canción de Navidad no sonaría dulce y alegre en las últimas páginas. El espíritu de las navidades del futuro se iría con el rabo entre las piernas, sin conseguir ablandar el corazón de Scrooge. Igual hasta acababa sentenciado por la Ley Mordaza, por hablar de más y, sobre todo, por hacerlo a favor de los necesitados.
       Los nuevos protagonistas del cuento tienen claro que han ganado y que no hay escrúpulos que valgan. Que así es el mundo y así son las navidades. Que siempre ha habido ricos y pobres (ahora más), y el resto son ñoñerías. Que el pueblo está para hacer sacrificios y los ricos, para cobrarlos.
       Y que no les vengan con cuentos. No sé si Dickens, el gran novelista de lo social, hubiera tirado la toalla al saber que todas sus historias con final feliz deberían ser reescritas, que no se puede ablandar una piedra, que es imposible conectar las distintas capas sociales y que no hay tregua ni siquiera en Navidad.
 
 

jueves, 19 de diciembre de 2013

Desde Macondo. UN E-MAIL POR NAVIDAD

Veo a los pajes de los Reyes Magos, a las puertas de los grandes almacenes o junto a los belenes municipales; y a infinidad de réplicas de Papa Noel, afanándose en recoger las cartas que los pequeños les entregan con ojos brillantes. Y diciendo el consabido ¿te has portado bien? No te preocupes, que no hemos cargado carbón para los niños buenos. Yo también escribía cartas. Y no recuerdo ni una sola vez en que lo que encontraba a los pies de la cama se pareciera, siquiera mínimamente, a las peticiones que había escrito en la misiva, con mi mejor letra y rotulador rojo, para que se viera bien.
       Cada año pensaba igual. La carta no ha llegado a tiempo; los arenales están muy lejos, y no digamos nada de Laponia. Se acabaron las cartas. He decidido mandar un e-mail. Es más rápido y es lo que pita. Y lo que es mejor, la eficacia está comprobada. Me he empapado estos días de los correos de Blesa y de la última tanda de los de Urdangarín. Un correíto de nada, y zas… Una cacería exótica, un coche de lujo, una empresa muy muy rentable y sin obligaciones para con Hacienda, una tarjeta de crédito con dinero B o una millonaria colección de arte. O una suculenta participación en un negocio de armas, que creo que esta industria da mucho dinero.
       Y nosotros mientras escribiendo cartitas pidiendo minucias. Un trabajo, poder pagar la luz o la hipoteca, lo mínimo para que los niños coman y vayan al cole con dignidad, que no baje la pensión…Total, para que luego te traigan un pijama o unos calcetines, que bienvenidos sean, pero no es lo mismo.
       Mandar un e-mail da prestancia. Pides, pero no pareces pobre. Hasta puede que te confundan con un rico y te coloquen en lugar preferente en la bandeja de entrada. Claro, que también te pueden etiquetar como spam, y estás perdido. Ni lo abrirán. En cualquier caso, la papelera de reciclaje tiene más glamour que el contenedor de papel, al que van a parar los sueños de los que aún creemos en cartas.
       Decidido, hoy mismo me hago con las direcciones. Destinatario: Melchor, con copias a Gaspar, Baltasar y Santa Claus. Asunto: Regalos. Y en el texto, pues eso, que no traigan carbón ni recortes, que no haya nadie sin pan ni techo. Ni sin medicinas o dinero para pagar estudios, ni con salarios de hambre. Ni sin ningún salario. Y poco más, porque si el correo pesa mucho, lo devuelven. Eso sí, lo mando con confirmación de llegada, para que luego no digan que se ha perdido en el ciberespacio.
       Aunque claro, siempre pueden decir que están muy ocupados con los correos de los que mandan, o que se ha bloqueado el ordenador por saturación de mensajes.
       O que en el remoto Macondo no hay buena cobertura…
 

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Desde Macondo. FILÍPICAS

No va a ser esto una “censura o reprensión extensa y dura contra alguien”, como el diccionario define el término que titula el artículo. Ni es lo mío censurar ni que quedan fuerzas para abroncar (como se merecen muchos), a nadie. Viene esto a cuento porque a Macondo llegan puntualmente, como gotas malayas que van minando la paciencia y el entendimiento, las pomposas declaraciones de gobernantes varios, que hacen añorar los discursos, las filípicas, de Cicerón o Demóstenes.
          Y más que los vamos a extrañar, una vez certificada la muerte de la Filosofía( y la decadencia de la Historia y la Literatura), por obra y gracia del ínclito Wert. Ni en el remoto Macondo, entre los silencios del coronel Buendía y los trajines de Úrsula en la cocina, está una a salvo de escuchar que los mercados no son gilipollas, que dar competencias a la seguridad privada es fortalecer el mercado de trabajo, que Hacienda estaba llena de socialistas o que es emocionante pisar el estadio donde España se proclamó campeona del mundo en fútbol. Con Mandela de cuerpo presente, que ahí está el mérito de la frasecita. Dicha por un presidente. Más mérito.
           Ha hablado un presidente. O un ministro/a, da igual el nombre o la cartera (oído uno, oídos todos), o un consejero de Sanidad o un presidente (a) autonómico. Firmes o balbuceantes. En neolengua liberal o en castellano de siempre. Y hasta en catalán. Y sigo pensando en Demóstenes. Era capaz de elaborar discursos en el lenguaje más elegante y en la prosa más sencilla. Dicen los entendidos, que el secreto de su éxito era la coincidencia entre lo que pensaba y lo que decía, sus firmes convicciones sobre la libertad y la democracia.
          E hizo los mayores esfuerzos por transmitir sus ideas de la mejor forma posible. Estudiaba incansablemente, solía hablar con piedras en la boca y recitar versos mientras corría. Para fortalecer su voz, hablaba en la orilla del mar por encima del sonido de las olas. El mejor orador de la Historia, y que además, pensaba. Lo estudié en Filosofía, en el Instituto.
          Y todo cobra sentido. Si no se estudia filosofía, el amor por la sabiduría, el compendio de más de dos mil años de pensamiento, a la vuelta de unos años, nadie podrá comparar discursos. Nadie notará la mediocridad ni tendrá elementos de juicio para añorar tiempos e inteligencias mejores. Ahí está la explicación. El gobernante de turno, el Filipo que nos toque, se irá de rositas. Sin filípica que afee su conducta, sin frases bellas que afeen las simplezas con que nos obsequian a diario.
          Ya no habrá quien descifre, como en Macondo los pergaminos de Melquiades que contaban la historia de Cien Años de Soledad.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Desde Macondo. CARTAS AMARILLAS

Pensando pensando qué escribir sobre la Constitución, que cumple mañana 35 años, me he sorprendido tarareando las Cartas Amarillas que cantaba Nino Bravo. Y busqué entre tus cartas amarillas, y mis brazos vacíos se cerraban aferrándose a la nada intentando detener mi juventud…Qué cosas tiene la mente. Asusta porque va de por libre y te marca el camino y así, por su cuenta, pone un titular al artículo. Cartas Amarillas cuando quisieras poner Carta Magna, Ley de Leyes, Norma Fundamental, Pilar de la Democracia. En fin, no les quepa duda de que todas estas definiciones, y más, van a leer y escuchar en los mil y un actos que se celebrarán a lo largo y ancho de la geografía patria.
           Se hablará de vigencia, incluso de necesidad de reforma. De autonomías y de la Corona, de lealtades y deslealtades. Se cantará el himno nacional, se soltarán palomas blancas…Y hasta el año que viene, en que recibiremos otra carta amarilla.
          Por razones de oficio, durante un cuarto de siglo de vida laboral, y antes en la de estudiante, he mantenido un estrecho contacto con la Constitución. La he manoseado, desmenuzado, la he leído de principio a fin, los derechos, los deberes, las garantías, título a título, desde el prefacio al refrendo. Conozco, casi de memoria, cada término. Libertad, seguridad, protección a la infancia, a la juventud, a los mayores, garantías jurídicas, igualdad, no discriminación, derecho a la cultura, libre expresión…
           Y hoy por hoy, sólo pienso en una carta amarilla, gastada por el tiempo y el desuso. Una de esas cartas de un antiguo amor que prometía fidelidad eterna, pasión sin límites, entrega incondicional…y que se despidió a la francesa rompiéndote el corazón y el futuro. Guardas la carta para mortificarte, para imaginarte lo que podría haber sido y no fue. Para recordar tiempos felices, de esperanza, de seguridad. Esos tiempos en que pensabas que, bajo ese paraguas estabas a cubierto, por muy fuerte que fuera el chaparrón.
           Vuelves a hojear la Constitución para comprobar cómo se ha oscurecido, como amarillean sus páginas y cómo cuesta ya leer las palabras hermosas que te cautivaron en su juventud. Han escrito sobre ellas, las han reinventado, dejando un borrón donde antes había luz, donde competían sanamente los términos más hermosos del diccionario. Libertad, igualdad, paz, justicia social…
           Desde aquella maldita modificación, con agosticidad y alevosía para incluir el techo de déficit de  nuestros dolores, la Ley de Leyes es una simple carta amarilla en la que ya no puede leerse derecho al trabajo, a un salario suficiente, a vivienda, igual acceso a la educación, la sanidad o la justicia. A una vida digna. A una dosis mínima de alegría que palie tantas tristezas.
           Y mi mente, que vuelve por sus fueros, recuerda otra Constitución, el efímero texto redactado por las Cortes de Cádiz en 1812. Si yo tuviera que redactar un texto constitucional sólo escribiría un artículo, a modo de consejo a gobernantes:“El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. Artículo 13.
Esa carta nunca se pondría amarilla.