Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

miércoles, 30 de septiembre de 2015

Desde Macondo. EL REY PASMADO

Andaba pasmado el Rey porque, tras ver a una mujer desnuda, se le metió entre ceja y ceja que tenía que ver a la Reina de la misma guisa.  Grave pecado mortal en la época de la Inquisición, porque al tratarse del máximo dirigente de España,  el sacrílego empeño podía traer el castigo a todo el país. Afortunadamente, alguien le replicó que la mala suerte de los gobernados depende de la capacidad de sus gobernantes más que de su moralidad.
          Parece que no ha pasado el tiempo desde el siglo XVII, en el que Torrente Ballester sitúa su hilarante novela, hasta nuestros días, trescientos años después. Cambia que el pasmado es un presidente, que es como se llama ahora a quien rige los destinos de la patria; y cambia también que su “moralidad”, léase empecinamiento, enroque, cabezonería o cortedad de miras, sí tiene efectos graves sobre la buena gobernanza.
           Y que sigue pasmado tras ver a la Reina desnuda, en este caso, tras pasar las elecciones catalanas. Ya han pasado, y ya está. Igual da que todo quede manga por hombro en la habitación, que la cama siga sin hacer y, en los pasillos, la gente murmure y se pregunte dónde nos lleva el capricho del Rey.
          Del Rey pasmado, que mira para otro lado como si esto fuera ya capítulo cerrado. A otra cosa, que ya he visto a la Reina como quería. La Corte, dividida, los iluminados, erre que erre, los tiralevitas, también. El pueblo llano... Pues eso, esperando desesperanzados que el monarca salga de su pasmo y que no le alcance la maldición divina por el pecado real.
           Ya no es el designio divino el que pone y quita los reyes (aunque sea algo parecido), y mucho menos quien impone a los gobernantes sin sangre real. Ni el Rey Pasmado ni el reyezuelo que también quería ver a su propia reina desnuda pueden deshacer el entuerto que han organizado por no dejar sus anhelos privados tras la puerta de la alcoba.
           Mientras ellos satisfacen sus más bajos instintos, el pueblo pasa hambre, la sanidad no funciona, la pobreza alcanza límites nunca vistos y los brotes verdes se los han debido comer los inquilinos de las caballerizas reales. Que eso no cambia por muchos siglos que pasen. Siempre son los súbditos, los que pagaremos las consecuencias, los que sufriremos la cólera de Dios.
            Por sus pecados.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Desde Macondo.- PASAPORTE A LA FAMA

Guardo como un tesoro mis pasaportes caducados, y de cuando en cuando los reviso para ver si todo está en su sitio, para recordar lugares, fechas, situaciones… Sólo con ver los sellos de entrada o salida de tal o cual país, me vienen a la memoria un montón de momentos, de olores, de imágenes y de sensaciones.
          El pasaporte es como una separata, un apéndice del libro de mi vida, es el recuerdo perenne de que hay otros mundos, y he tenido el privilegio de visitarlos, de conocerlos, de absorber por todos mis poros cuanto de bueno podían ofrecerme.
          Por eso me indigna sobremanera la “guerra de pasaportes” que han emprendido los dirigentes políticos con motivo de las elecciones catalanas. Europeo, español, catalán… A ninguno le importa un pimiento como se llame o a qué lugar de acceso, salvo que el lugar sea la fama, entendiendo por fama su particular provecho en forma de escaño, gobierno o triunfo de su partido.
           Si patético fue el lío que se organizó el presidente en una entrevista de radio con las tres “nacionalidades”, no es menos bochornoso lo que sucede en el banco de enfrente, prometiendo pasaporte al paraíso directamente. Por no hablar de los avisos de aislamiento que el Gobierno (Rajoy) está sacando con fórceps a todo líder mundial que se ponga en su camino. Incluído Dios, que algún arzobispo ha convocado vigilia de oración para que España no se rompa y no haga falta tener más de un pasaporte.
           Me sonroja escuchar a unos y a otros tirarse el territorio, (con lo que contiene, que es la gente), a la cara, por unos intereses que poco o nada tienen que ver con la búsqueda del bienestar de los ciudadanos. Me avergüenza que nadie, ni los soberanistos ni los españolistos, estén hablando de sanidad, de educación, de trabajo, de pobreza, que la hay, de futuro, que cada vez se ve más imperfecto, y que se dediquen a mirar quien tiene más sellos en los pasaportes. Quien gana, aunque perdamos todos.
          Y me parece tan absurdo que mientras todos los indicadores hablan del asentamiento del trabajo precario, de trabajos que no dan para vivir, de ancianos que mantienen con su pensión a hijos y nietos, de cientos de miles de parados sin prestación alguna, estemos discutiendo de pasaportes…
           En un par de días habrá acabado este capítulo, que no la historia. Y no me veo añadiendo un  nuevo sello al pasaporte.

jueves, 17 de septiembre de 2015

Desde Macondo. ESTAR EN MEDIO (Por el fin del Trasvase)

No nos ha servido de mucho estar en el centro de España. De nada, diría yo, escamada desde que tengo memoria con eso de ser la del medio. Soy la del medio. Seguro que muchos de vosotros sabéis lo que significa ser el hijo o el hermano del medio. Ni el mayor ni el pequeño, sin los privilegios del primero ni los mimos del último. Escuchando eso de que es mayor que tú, o no te compares con el chiquitín. Y menos mal que no estamos en la Edad media, en la que el primogénito heredaba, el menor hacía carrera en las armas y al mediano no le quedaba otra que ser “hombre de Iglesia”, que decían entonces.
      En fin, no me quejo, porque tampoco tengo a quién echar la culpa; es lo que la madre naturaleza o el destino decidieron (colocarme tres hermanos arriba y tres debajo), con nulas posibilidades civilizadas de cambiar el orden. Es más, creo que la “medianía”, en mi caso, también tuvo sus cosas buenas, pero eso es otra historia.
       Yo quería hablar de otro “medio”, de Castilla-La Mancha y de las desgracias que nos ha acarreado estar donde estamos, en mitad del medio, como se dice por aquí. En pleno centro. Con la todopoderosa Madrid por encima, la hermana mayor, y la minúscula Murcia debajo. La pequeña. Apoyada por todo Levante, eso sí, y por parte del poder establecido, que se llama.
      Todo dádivas para la una y la otra, por las razones ya explicadas arriba. Ni hambre ni sed para ninguna. Pocos deberes y todos los derechos, unos padres injustos que no se ocupan igual de todas las criaturas que han traído al mundo y, lo peor, la resignación de la mediana. Es lo que toca.
      Ya ha tocado que nos chupen la sangre, que nos nieguen el pan y la sal, en forma de industrias, regadíos, desarrollo; que nos nieguen hasta el mar. Y toca, una vez más, que nos dejen la tierra, la lengua y el ánimo reseco y agrietado. Se vuelven a llevar el agua. Una y otra vez, hasta dejarnos sin una gota, sin sangre en las venas que lleven oxígeno a un agotado y envejecido corazón.
      En este mismo espacio que hoy ocupo, hay voces mucho más autorizadas que la mía para hablar de trasvases. Y lo hacen. Pero como yo, también son los del medio e igualmente claman en el desierto. No hay agua en el Tajo ni en el Alberche. Los “padres” (léase patria), han decidido saciar la sed de su primer y su último retoño, de Madrid y de Levante, y ya es tiempo de que los medianos dejemos de mostrar la lastimosa lengua seca y mostremos los dientes.
      Es nuestra obligación, a falta de alguien con el criterio y el sentido de justicia del primer Buendía, que en la fundación de Macondo dispuso de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo.

miércoles, 9 de septiembre de 2015

Desde Macondo. EL NIÑO

Sí, yo también voy a hablar del niño-milagro. Del pequeño sirio que ha conseguido ablandar hasta los corazones más mezquinos con su sola presencia, sin decir una palabra, sin mirar a los ojos, sin enseñarnos sangre, ni heridas, ni desnudez ni pies descalzos o llagados por la caminata. Ni los estragos del hambre y el frío o los horrores de la guerra. Nada de eso.
       O todo eso, porque Aylan era un niño normal, como los que corretean por nuestros parques y en estos días alistan la mochila para volver al cole. Por eso nos ha dolido. Porque era como los nuestros, como los del inflexible Cameron, que ha pensado en sus propios hijos, o los de Rajoy, que también se sintió estremecido después de echar cuentas de cuanto nos costaría (en votos y en dinero), hacernos cargo de unos miles de familias sirias, de padres, madres y hermanos de otros pequeños Aylan.
       Llevamos semanas viendo las caras de dolor, las pieles quemadas y los pies ensangrentados de niños y niñas sirios pasando por debajo de las vallas en Hungría, asustados por las cargas del ejército en Macedonia, amontonados en vagones de carga o caminando por las vías en fila india, bajo un sol inclemente, cargados con bultos, maletas y hasta ositos de peluche.
       Y seguíamos hablando de cuotas, de PIB, de paro, de efectos llamada, de coste económico, de dinero, en definitiva. No sabemos cuántos niños se ha tragado el Mediterráneo, o se han quedado en el camino porque no han aguantado el viaje. No los hemos visto y no cuentan. Va a ser verdad que estamos en la sociedad de la imagen, que lo que no vemos no existe.
       Yo, que soy de otra época, recordé de inmediato, viendo al pequeño tendido en la playa, dos de esos poemas que aprendes de pequeña y que te hacen saltar las lágrimas desde el primer verso. Uno es Mi Vaquerillo, de Gabriel y Galán, en el que el señorito, el amo, descubre la dura vida de la gente en el campo, niños incluidos. “He dormido esta noche en el monte/ con el niño que cuida mis vacas/ (…) y en las horas de más honda calma/ me habló la conciencia/ muy duras palabras/ y le dije que sí, que era horrible/que llorándolo el alma ya estaba”.
       El otro poema es el Niño Yuntero, de Miguel Hernández, “Me duele este niño hambriento/ como una grandiosa espina/ y su vivir ceniciento/ revuelve mi alma de encina”.
      Nos ha dolido Aylan. Tal vez, algún día, alguien le haga unos hermosos versos, que aparezcan en los libros de texto y nos arranquen unas lágrimas del alma. Y nos recuerden al pequeño héroe que fue capaz de despertar a Europa.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

Desde Macondo. AQUELLOS SEPTIEMBRES

Entonces, septiembre siempre era un comienzo. Agridulce, sí, porque pesaba el recuerdo del verano salvaje y libre. Pero era un comienzo. Era la vuelta a las aulas, zapatos nuevos (Gorila, con la pelotita verde), era ordenar apresuradamente las vivencias y las anécdotas de vacaciones que se agolpaban en la cabeza atropellándose para ser contadas; era la mezcla del temor a lo desconocido y del ansia por conocer.
Septiembre era cartera nueva o heredada de tu hermana, lápices aún sin morder y cuadernos a veces reciclados y, con suerte, sin dos rayas. Eso era de pequeños.
Era la Virgen y el comienzo de la vendimia, el olor a mosto por las calles y los remolques cargados que, a menudo, nos regalaban un racimo de uva magullada y sucia de tierra.
Era el mes con mayúsculas, el mes por excelencia, porque en septiembre empezaba todo. Hasta las Navidades, que veíamos ya tan cerca...
Crecimos, y septiembre siguió siendo el principio. El Instituto empezaba en octubre y la Universidad, a veces casi en noviembre. Pero ningún mes podía quitarle el protagonismo. El otoño, el curso político, la vuelta al trabajo tras el verano, los días más cortos, las noches más largas...
Creo que todos hemos amado y odiado septiembre casi por igual en las distintas etapas de nuestras vidas, y ahora... No sé cómo definir este mes que auguran de vendimia escasa e incertidumbres abundantes. Es un septiembre raro, que no tiene mucho de principio, tal vez porque tampoco hemos tenido finales rotundos. O porque a estas alturas de la vida, nada empieza ni acaba del todo.
El año político empieza (sigue)crispado y prometiendo más crispación. Las caras resignadas, un tanto aburridas,  han sustituido a la expectación que brillaba en los ojos cada septiembre. La vida se arrastra por las calles de Macondo y la gente la ve pasar sin alegría. Pasa y ya está.
No huele a libros sin forrar porque no hay asignaturas nuevas. Son las de siempre, las mismas aulas, los mismos profesores… Como si no hubiéramos aprobado nada y repitiéramos curso.
No hay sensación de comienzo de nada y, tal vez por eso, hayan venido a mi memoria esos otros septiembres, los que eran como debían ser. Los de entonces.
Ni ellos, ni nosotros, somos ya los mismos