Sí, yo también voy a hablar del
niño-milagro. Del pequeño sirio que ha conseguido ablandar hasta los corazones
más mezquinos con su sola presencia, sin decir una palabra, sin mirar a los
ojos, sin enseñarnos sangre, ni heridas, ni desnudez ni pies descalzos o
llagados por la caminata. Ni los estragos del hambre y el frío o los horrores
de la guerra. Nada de eso.
O todo eso, porque Aylan era un niño
normal, como los que corretean por nuestros parques y en estos días alistan la
mochila para volver al cole. Por eso nos ha dolido. Porque era como los nuestros,
como los del inflexible Cameron, que ha pensado en sus propios hijos, o los de
Rajoy, que también se sintió estremecido después de echar cuentas de cuanto nos
costaría (en votos y en dinero), hacernos cargo de unos miles de familias
sirias, de padres, madres y hermanos de otros pequeños Aylan.
Llevamos semanas viendo las caras de
dolor, las pieles quemadas y los pies ensangrentados de niños y niñas sirios
pasando por debajo de las vallas en Hungría, asustados por las cargas del
ejército en Macedonia, amontonados en vagones de carga o caminando por las vías
en fila india, bajo un sol inclemente, cargados con bultos, maletas y hasta
ositos de peluche.
Y seguíamos hablando de cuotas, de PIB,
de paro, de efectos llamada, de coste económico, de dinero, en definitiva. No
sabemos cuántos niños se ha tragado el Mediterráneo, o se han quedado en el
camino porque no han aguantado el viaje. No los hemos visto y no cuentan. Va a
ser verdad que estamos en la sociedad de la imagen, que lo que no vemos no
existe.
Yo, que soy de otra época, recordé de
inmediato, viendo al pequeño tendido en la playa, dos de esos poemas que
aprendes de pequeña y que te hacen saltar las lágrimas desde el primer verso.
Uno es Mi Vaquerillo, de Gabriel y Galán, en el que el señorito, el amo,
descubre la dura vida de la gente en el campo, niños incluidos. “He dormido esta noche en el monte/ con el
niño que cuida mis vacas/ (…) y en las horas de más honda calma/ me habló la
conciencia/ muy duras palabras/ y le dije que sí, que era horrible/que
llorándolo el alma ya estaba”.
El otro poema es el Niño Yuntero, de
Miguel Hernández, “Me duele este niño
hambriento/ como una grandiosa espina/ y su vivir ceniciento/ revuelve mi alma
de encina”.
Nos ha dolido Aylan. Tal vez, algún día,
alguien le haga unos hermosos versos, que aparezcan en los libros de texto y
nos arranquen unas lágrimas del alma. Y nos recuerden al pequeño héroe que fue
capaz de despertar a Europa.
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