Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 27 de diciembre de 2012

Desde Macondo. BALANCES


Si nadie lo remedia-y no parece que podamos contar con los mayas-, en cuatro días se acaba el año, y es tiempo de hacer balances. No hay más que asomarse a los periódicos para enterarnos de un vistazo de cómo ha sido el año en lo político, en lo social, en lo deportivo o en lo cultural, en la sanidad, en la economía…
          Así fue 2012 ¿Qué les voy a contar a ustedes? Tanta paz lleve como descanso deja el año que se va, aunque mucho me temo que si nos vemos aquí dentro de 365 días el balance será parecido. Como si no hubiéramos pasado las páginas del calendario.
          Termina un año para olvidar, y que no olvidaremos nunca. El año de más paro, de más pobreza, de menos democracia, de más conflictos y menos paz social,  de miles de dudas de docenas de certezas espeluznantes, de desconfianza y de miedos. De presente difícil y futuro imperfecto.
          Se va el año de mirar hacia atrás con nostalgia, de acordarnos de cuando había trabajo, los sueldos no eran de miseria, los desahucios se hacían con cuentagotas y los pobres eran algo que nos tocaba de lejos, no vivían en la casa de al lado o en nuestra propia puerta. Y hasta los niños en clase tenían espacio para moverse, por supuesto, después de haber comido en condiciones.
          El balance de 2012 es el que nunca tendríamos que hacer, porque es el de la oscuridad sin luz al final del túnel. Y el túnel es ya demasiado largo. Como en los libros de cuentas, es mucho el “debe” y escaso el “haber”. Unos cuantos apuntes para agradecer que la enfermedad nos haya respetado, que seguimos teniendo buenos amigos y que hemos descubierto la solidaridad con mayúsculas, la que viene de la gente de la calle. La que no se refleja en los Presupuestos.
           Ha sido un mal año, y esto ya no se parece en nada a lo que era. Es como cuando el coronel Aureliano dejó el pueblo en manos de Arcadio para marcharse a la guerra. Desde el primer día de su mandato reveló su afición por los bandos. Leyó hasta cuatro diarios para ordenar y disponer cuanto le pasaba por la cabeza, apretando los torniquetes con un rigor innecesario, hasta convertirse en el más cruel de los gobernantes que hubo nunca en Macondo.
           Después, las cosas cambiaron a mejor, pero ya nadie pudo levantar a los que quedaron tirados en el camino.
           Habrá buenos deseos y, si podemos, nos comeremos las uvas brindando por el año nuevo, ese que, si nadie lo remedia, tampoco arrojará saldo positivo.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Desde Macondo. SI YO FUERA EL MUNDO

          Si yo fuera el mundo, ése que podría acabar mañana, ya tendría listo el testamento, un largo pliego de últimas voluntades, tan largo que nunca acabaría, que siempre estaría al inicio.
          Empezando de nuevo, como en Macondo, cuando el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y había que señalarlas con el dedo para nombrarlas. Si fuera el mundo, y fuese a acabar mañana, no repartiría lo que dejo, sino lo que debo. Y debo tantas cosas…
           Debo justicia y amor bien repartidos; y países sin vallas ni fronteras, y continentes sin mares que los separen, y colores de piel que no se diferencien salvo en la capa más superficial, y armas que no maten, que sólo hablen para la paz. Debo comida a los hambrientos y agua a los que tienen sed;y calor a los que tienen frío en el cuerpo y en el alma; y salud a los enfermos y miles de letras para que todos puedan leer.
           Debo trabajo a los desempleados y casa a los sin techo. Y alegría a los tristes, y risas a los que lloran. Debo padres a los huérfanos e hijos a los mayores que están solos. Y compañía a todas las soledades.
           Si fuera el mundo y hubiera de acabar mañana, dejaría en su Olimpo particular a todos los dioses, imaginarios o de carne y hueso, que imponen las leyes a su antojo creando dolor y enfrentamientos desde el inicio de los tiempos.
           Empezaría de nuevo. Se lo debo a los hombres de buena voluntad, a los que no tienen culpa, a los que pagan la culpa de los demás. A los que no saben qué culpa pagan o qué pecado están expiando. A los que no tienen testamento que redactar, porque nada tienen y nada deben.
           Si todo acabara mañana, creo que me cambiaría hasta el nombre. Ya no sería “mundo”, teñido de mil connotaciones negativas. Asco de mundo, mundo cruel, paren el mundo que me bajo… Me llamaría ¿Qué sé yo? Cualquier cosa menos mundo. Quizás renovación. Suena bien. Es diciembre, y diciembre en Macondo es renovación. Un diciembre, el coronel Aureliano Buendía, recién fusilado, salió de su cuarto y Úrsula decidió rejuvenecer la casa, lavar, pintar, sembrar flores… Y decretar el final de los numerosos lutos superpuestos. Otro diciembre, muchas generaciones después, Amaranta Úrsula hizo lo propio.
          Debo tantas cosas que, si todo acaba mañana, nadie conocerá la etapa nueva que empieza. Habrá cambiado hasta el nombre. Feliz fin del mundo.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Desde Macondo. LOS OTROS BANCOS

Cuando ya nos habíamos familiarizado con los archivos tóxicos, las preferentes, los abusos de los banqueros, los intereses desorbitados, el Euribor y los bancos malos,  hemos descubierto que hay bancos buenos. Sin directivos famosos y millonarios, sin sucursales en edificios ostentosos  y de diseño, sin publicidad en cada marquesina, sin productos estrella, sin seguros, sin plazos fijos. Sin contraprestaciones.
           Estaban ahí, pero no los conocíamos. Al menos, no íntimamente. No los necesitaba casi nadie de nuestro entorno y, por tanto, eran perfectos desconocidos. Y ahora son los números uno del ranking, aunque no coticen en Bolsa, aunque no estén en el IBEX.
           Son los bancos de alimentos, que los que tanto se habla desde hace unos meses, casi al tiempo de que comenzaran los rescates multimillonarios a sus “hermanos malos”, de que se multiplicaran los desahucios y de que todos tomáramos conciencia de que el hambre existe y no está ahí afuera. Está aquí al lado.
           Los bancos buenos prestan a fondo perdido, sin ningún tipo de interés, sin firmar papeles, sin avales que comprometan a nadie. Atendiendo tan solo a la necesidad imperiosa de vivir, cuando “los otros” han quitado las ilusiones por la vida. Y sin mirar de arriba abajo, sin caridades humillantes. Por solidaridad.  Ya saben eso de que la caridad es vertical, se hace desde arriba, y la solidaridad es horizontal, en el mismo plano, entre iguales.
           En este escenario apocalíptico en el que se desarrollan nuestras vidas, han surgido muchos bancos buenos. Unos grandes, como el de alimentos, otros, más modestos, como los que recogen comida, juguetes o ropa de abrigo en asociaciones, colegios, y hasta en los bloques de vecinos. Alguno más, entre gente de bien, particulares o constructores que ceden sus viviendas para albergar a los que han perdido la suya.
           Quizá debieran cambiar su nombre. No deberían recordarnos a las instituciones financieras, que Dios confunda. Estas acciones nos reconcilian con el término “banco” que, por la fuerza de los hechos, nos suena mal. Nos suena a abuso, robo, empobrecimiento y tragedia.
           Y nos reconcilian también con el mundo.  Nos hacen ver que existe buena gente frente a los que aparecen cada día  pidiendo sacrificios, y lo hacen con cara de pena para después seguir viviendo en su cómodo sillón-despacho-coche-chalet.  Y sin hambre. Definitivamente, ellos y la empatía, la humanidad, fueron separados al nacer.
           García Márquez, el mismo que considera que “Un hombre sólo tiene derecho a mirar a otro hacia abajo, cuando ha de ayudarle a levantarse”, situó en Macondo la casa grande en la que siempre había un plato de comida para quien lo necesitara, donde todos eran bienvenidos, desde los 17 hijos del coronel Buendía hasta las 4 monjas y 68 alumnas para las que se compraron 72 bacinillas para hacerles más cómoda la estancia.
          Sin preguntar, sin condiciones ni comisiones. Como un banco bueno.
 

jueves, 6 de diciembre de 2012

Desde Macondo. ¡VIVA LA PEPA!

            Por razones oficio, durante un cuarto de siglo de vida laboral he mantenido un estrecho contacto con la Constitución.  Con la actual y con los efímeros textos anteriores, por aquello de documentarse. La he leído de principio a fin, los derechos, los deberes, las garantías, título a título, desde el prefacio al refrendo, analizando cada artículo,  buscando inspiración en los términos tan conocidos. Libertad, seguridad, protección a la infancia, a la juventud, a los mayores, garantías jurídicas, igualdad, no discriminación, derecho a la cultura, libre expresión…
           Podría seguir, pero en estas fechas hay docenas de artículos que hablan de la Ley de Leyes, que la ensalzan, que nos cuentan eso de que es el marco jurídico que permite la convivencia, que es el paraguas que nos ampara a todos y demás tópicos que se repiten desde 1978.
            Y yo, ya ves, por llevar la contraria, me acuerdo de la Constitución de 1812, la de las Cortes de Cádiz. Me acuerdo de un artículo, el 13, que no está en el vigente texto constitucional: “El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”. Artículo 13.
            Falta el 13, y faltan todos los demás. No hablo de la reciente (y pactada) modificación para incluir el techo de déficit de  nuestros dolores. Hablo de artículos que garanticen la felicidad, la que se consigue con trabajo, con salario suficiente, con vivienda, con igual acceso a la educación, la sanidad o la justicia, con los derechos mínimos para una vida digna. Sin hambre, sin tristezas añadidas artificialmente.
            Esta Constitución, la que hoy conmemoramos, la del 78, no habla de felicidad, no obliga a los gobernantes a trabajar por ella, y de esos polvos vienen estos lodos. El estado de derecho que se proclama en el prefacio, se ha convertido en estado del revés y las páginas de la Ley Suprema se nos antojan papel mojado con letras borrosas que cada cual puede interpretar a su antojo. Y donde no pone “Felicidad”.
            Leí hace tiempo que en Bután, un pequeño país perdido en el Himalaya, existe un indicador  que mide el grado de felicidad de sus habitantes. No el producto interior bruto, sino el “producto interior de felicidad”, porque a sus gobernantes no  les interesaba tanto el dinero de los ciudadanos como su estado anímico y su bienestar. Que era muy alto, por cierto.
            Fuera de esta curiosidad, hoy, más que nunca, echo de menos el artículo 13 de La Pepa. Tal vez habría que hacer un referéndum para incluirlo. O hacerlo por decreto, con premeditación, alevosía y agravante de vacaciones, que no sería la primera vez. Pero hacerlo. Y articular los mecanismos para expulsar con vergüenza y vilipendio a quien no lo cumpla.
Dicho esto, Viva la Pepa.
 
 
 

domingo, 2 de diciembre de 2012

CARBÓN PARA LOS ABUELOS

Ajenos a las elecciones catalanas, a las idas y venidas a Bruselas de presidentes y ministros de Economía, y enfrascados en la dura tarea de subsistir cada día, los pensionistas y jubilados, los abuelos, creían todavía en la palabra mantenida hasta hace escasas fechas (justo hasta los comicios en Cataluña). Creían en la bondad de los Reyes Magos y esperaban su premio, modesto, eso sí, mientras se afanaban en pasear nietos, ayudar a la hija en paro o arrimar unos euros para la hipoteca del hijo.
Y han recibido carbón. Con premeditación y alevosía, adelantado para no ejarles pasar las Navidades con una mínima ilusión, para asegurarles que pasarán el resto de sus días haciendo cuentas, montoncitos de monedas para la comida, que está todo mucho más caro; para la luz, ni soñar en poner el radiador, toca otra vez pasar frío, como antaño; para los medicamentos de esos achaques crónicos llamados artritis, artrosis, bronquitis o quizá algo peor; para la chica, que ha vuelto a casa con dos niños; para ese hijo en paro que sobrevive con el exiguo salario de la mujer y al que acabarán quitándole el piso...
Es el carbón que han traído los Magos, antes de tiempo, para ocho millones de jubilados y pensionistas, muchos de los cuales auparon a sus camellos a los que ahora les maltratan. Y hay ejemplos a montones. Escucho a una aguerrida abuela que explica que su pensión de 500€, que reparte con su hija y su nieta, ha sido "agraciada" con la subida del dos por ciento. Diez euros al mes, "pero pago 28 euros por las recetas, y antes no pagaba".
Hasta ahora, la crisis provocada por la codicia de los especuladores financieros y los bancos la están-estamos-pagando los inmigrantes, los trabajadores en general, los funcionarios en particular, los parados, los jóvenes, los dependientes y, por supuesto, los mayores; los sectores mayoritarios y más débiles de la sociedad. Los más desfavorecidos. Algunos, por partida doble, con un repago, como los jubilados, quienes ven mermar de hecho sus ingresos por un lado y, por otro, se les aumenta el gasto con un repago más de medicamentos, sin ir más lejos.
Y ahora sólo hay carbón para personas que han trabajado durante 50 años, han criado a sus hijos y han pagado durante décadas esos impuestos a fondo perdido que les librarían del hambre y el frío, que les permitirían vivir con dignidad en el último tramo de sus existencia.
Han traído carbón y angustia, que es peor. Angustia por el día a día y por el futuro de los suyos, de sus hijos y sus  nietos. Una angustia que amargará sus últimos días y que no les permitirá irse en paz.
Veo a los abuelos paseando en El Prado y pienso en esa pareja de ancianos que esta misma semana han decidido quitarse la vida para no estorbar. Tal vez no eran conscientes de que su carbón, escaso y malo, podría ser el único sustento de sus descendientes.