Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

miércoles, 24 de mayo de 2017

Desde Macondo. LAS CORRUPCIONES

Ahora que la corrupción es una sección fija en los periódicos, un “cintillo” como se decía en la moribunda prensa de papel, “Internacional”, “Local”, “Sucesos”, “Sociedad” o “Deportes”, ahora que el término está incorporado plenamente a nuestras charlas familiares, a las de barra de bar y hasta a nuestras conversaciones con nosotros mismos, me ha venido a la memoria un libro que leí hace muchísimos años, cuando no se hablaba de corruptos (porque haberlos, los había), y cuando aún creíamos en algo. En nosotros mismos, también.
        “Las Corrupciones, de Jesús Torbado, periodista en una época en que el periodismo ilusionaba, no tenían nada que ver, o sí, con las que ahora nos ocupan y nos preocupan. Era un libro extraño construido sobre la teoría de que el ser humano se va corrompiendo a medida que pierde la fe en Dios, la fe en los hombres y la fe en uno mismo.
        Entendiendo a la divinidad en genérico como lo que nos hace distinguir el bien del mal, lo justo de lo injusto, es obvio que no le hacemos mucho caso. Y aunque de cuando en cuando algo nos haga mantener la esperanza en el género humano, lo que nos rodea tampoco nos da muchas alegrías que digamos. Quedamos nosotros, cada cual con su conciencia y a menudo, ni nos soportamos.
        No sé qué moral o qué conciencia puede impulsar a alguien a robar a manos llenas mientras niega el pan y la sal a sus semejantes. Cuesta trabajo creer que alguien puede disfrutar de yate, piscina, mariscadas y casoplones, sabiendo que todo eso supone menos hospitales, menos colegios, menos pensiones, miles y miles de familias viviendo a duras penas, de gente empobrecida…
        Las corrupciones, de las que hablamos tan a la ligera, no son millones aparecidos como por ensalmo en una cuenta suiza o en el altillo de la casa de un sufrido suegro. Y los corruptos no son listillos que han visto la oportunidad de apañarse sus vidas, las de sus hijos y las de sus nietos. Es el concepto que hay que cambiar, cada día, en cada momento, desde por la mañana, antes de mojar en el café, con la tostada, el “caso del día”.
        Nos están corrompiendo a todos. Las encuestas nos cuentan, día sí, día también, que volverían a ganar los mismos, que estamos resignados a que nos roben, que hemos interiorizado, hasta hacerlo dogma de fe, eso de que siempre ha habido ricos y pobres.
        Como en el libro del que hablaba arriba, hemos olvidado los conceptos de bien y mal, de moral e inmoral, de justo e injusto; hemos perdido la fe en los hombres y damos todo por inevitable. Pero la peor de las corrupciones es perder la fe en nosotros mismos. Y en esas estamos. 

miércoles, 17 de mayo de 2017

Desde Macondo. CIBERATAQUES COTIDIANOS

No hay nada en mi ordenador que merezca un ciberataque. Creo. Ni mi humilde persona puede ser objetivo de los temibles piratas informáticos, que son ahora la amenaza de moda. Pero a mi modo, y en mi medida, también me siento atacada. Por tierra, mar y aire. Con encender la tele, la radio o asomarme a uno u otro periódico, por no hablar de las redes sociales. Nunca ha habido tantos expertos en tantos temas, y a la misma vez.
          Eso son ciberataques, y lo demás es cuento ¿O es que no os han atacado a vosotros los opinadores, intentando por todos los medios haceros tragar sus teorías sobre uno u otro asunto? Y claro, como en todo, hay opinadores amateurs, y los hay profesionales. Estos son los peores, que se revisten de un aura pseudocientífica e ilustrada que te apabulla, y hacen que te tragues todo lo que se les ha ocurrido esa tarde, a propósito de cualquier cosa.
          Todo este rollo de introducción viene a cuento de que no vi el debate a tres de los aspirantes a la secretaría general del PSOE. Pero como la carne es débil, apenas llegué a casa me zambullí en media docena de periódicos digitales, un par de tertulias y dos o tres informativos radiofónicos. Todos muy doctos… Y todos distintos. No creáis que por ser medios más a la izquierda o a la derecha. Qué va.
          La diferencia estaba en quien escribía o hablaba. En el opinador. Para unos ganó ella; para otros, claramente él; incluso, en otro medio, ganaba sin problemas el “árbitro”, como denominaban al tercero en discordia, aunque todo el mundo sabe que un árbitro nunca gana un encuentro.
          Y luego están facebook, twitter y demás. Que ya no tienen vídeos de gatitos ni mensajes de autoayuda. Ni siquiera me piden hortalizas para los juegos de granja no me invitan al Candy Crush. Ahora están colonizados por docenas y docenas de comentarios, con sus correspondientes réplicas y contrarréplicas, que los defensores de uno/a, y detractores de los otros dos, están de lo más activo.
          Pues eso, que son ciberataques de andar por casa, pero no veáis cómo fastidian. Casi tanto como cuando hay uno de esos partidos de fútbol que llaman “del siglo” (nunca me he explicado el apelativo, porque hay uno cada pocos días), y se llenan los perfiles de comentarios que si el penalti, que si el árbitro estaba comprado o el entrenador debería irse a su casa.
          Todos estamos expuestos, y no hay forma de ponerse a cubierto, a menos que nos dé por retirarnos, en plan eremita, a una cueva de la montaña donde el wifi no llega, ni se lo espera. Podemos esquivar los telediarios, y quitar las pilas a la radio de la mesita de noche; pero encontrarán la forma de atacarnos, vía wasap, con el “meme” de turno, correo, cara libro a través de los trinos del pajarito, de los twists.
          Cada uno tirando para su lado, y todos atacando, casi sin dejarte tiempo a formarte una opinión propia, ante la sobredosis de información. En Macondo, el coronel Aureliano Buendía que afirmaba que “si hay que ser algo, sería liberal, porque los conservadores son unos tramposos”, termina reflexionando que “la única diferencia actual entre liberales y conservadores, es que los liberales van a misa de cinco y los conservadores van a misa de ocho".
          Y eso que no estaba “conectado”.

martes, 9 de mayo de 2017

Desde Macondo. EMOTICONOS

Durante el terrible y dramático suceso de la caída del whatsapp durante unas horas la pasada semana, seguro que más de uno descubrió, con fastidio, que se puede hablar para comunicarse, y que hablando se aclaran mejor las cosas que tecleando un escueto mensaje o, lo que es peor, acudiendo a los omnipresentes emoticonos en cuyas redes caemos todos varias veces al día. Y me incluyo, mea culpa, aunque me arrepienta al segundo de haber dado “enviar”.
Los emoticonos, malos sustitutos de las emociones, nos invaden. Ya no hay que decir que te alegras o te apenas, que estás sorprendido, que aplaudes una noticia, o que envías un beso. Ni siquiera sensaciones más orgánicas, como manifestar que tienes frío, calor, sueño o que estás agotada. Todo está en los muñequitos que te evitan una fastidiosa frase o, peor aún, explicar un estado de ánimo. Mucho más fácil, dónde va a parar.
No es que hayamos inventado nada nuevo, sólo lo hemos magnificado y estamos abusando de ello. Las máscaras se conocen desde hace milenios. En el teatro griego, las colocaban sobre su rostro los actores, para expresar emociones y para amplificar el sonido de sus voces. Eran el elemento que transformaban a la persona en personaje. Los romanos las copiaron y las multiplicaron. Ya no eran sólo para comedia y tragedia. Las emociones expresadas en las máscaras iban desde algo lúgubre, al gozo, a la mirada lasciva; todas muy exageradas. La Iglesia Cristiana nunca vio bien el teatro, y por eso en la Edad Media las máscaras eran para el diablo y poco más. Luego llegó el teatro renacentista italiano, y también están las milenarias caretas japonesas.
En fin, que las máscaras han ayudado a los espectadores a identificar las emociones en el escenario, como ahora los emoticonos nos ayudan a transmitirlas sin preocupaciones. Aunque por el camino se quede el calor de la palabra, el esfuerzo por conectar, el transmitir y descubrir los sentimientos a través de la mirada, del temblor o la firmeza en la voz…
No hay muñeco que pueda suplir las relaciones humanas, por muy conseguido que esté, y no es bueno que estemos usando y abusando de los dichosos emoticonos, porque olvidamos lo esencial de la comunicación. El contacto humano. Y porque nos encaminamos sin remedio al día en que se nos olvide cómo expresar los sentimientos sin tener que echar mano de una carita estúpida que nos sonríe, con un corazoncito en la boca, para recordarnos que así se manda un beso.
Y porque la víctima es también la palabra. En Macondo, durante la peste del olvido, José Arcadio Buendía etiquetó todos los objetos, animales y plantas que constituían su entorno. Puso un letrero con “gallina”, otro con “cacerola”, con “pared”, con “silla”, con “mesa”. . Hasta uno con “Dios existe”. Hasta que se le olvidó escribir y sólo quedaron los carteles.
Los emoticonos…

miércoles, 3 de mayo de 2017

Desde Macondo. BIBLIOTERAPIA

Resulta que ahora está de moda usar los libros para olvidar, para recordar, para perderse o para encontrarse, para aprender, para viajar, para vivir mil vidas diferentes; que los usan los psicólogos (y no hablo de los abominables libros de autoayuda), los trabajadores sociales, los médicos en los hospitales… Como si hubiéramos descubierto América. Biblioterapia lo llaman, y es básicamente la curación o la mejora a través de los libros.
En fin, no está de más una cura de humildad, que no hemos hecho el descubrimiento del siglo. En la Antigua Grecia se colocaban notas en las puertas de las bibliotecas, advirtiendo a los lectores que estaban a punto de entrar en un lugar de curación del alma. Y el filósofo estoico Epicteto afirmaba que la lectura equivalía al entrenamiento de un atleta antes de entrar al estadio de la vida, y que su propósito final era el de alcanzar la paz suprema. En el siglo XIX, psiquiatras y enfermeras les recetaban a sus pacientes toda clase de libros, desde la Biblia, pasando por literatura de viajes, hasta textos en lenguas antiguas.
El uso de los libros como forma de curación empezó a extenderse después de la I Guerra Mundial, sobre todo en los Estados Unidos. Allí, varias iniciativas empezaron a recomendar libros a los soldados que retornaban, muchos de ellos con estrés postraumático, en un intento por mejorar su convalecencia. Por cierto, que las deliciosas novelas de Jane Austen eran las más recomendadas porque, al parecer, hacían olvidar a los combatientes el olor de la pólvora y el ruido de las bombas.
Más recientemente, hace un par de años, otro estudio sostenía que leer las novelas de Harry Potter hacía que los estudiantes mejoraran su actitud respecto a grupos estigmatizados como inmigrantes o refugiados.
El término biblioterapia aparece por primera vez en un artículo publicado en una revista en 1916, en el que se habla de un tal doctor Bangster, que receta libros a quien los pudiera necesitar. Y todo esto viene a cuento porque hace unas fechas he leído la reseña de un “Manual de Remedios Literarios”, escrito por dos autoras británicas, que  contiene, ordenados por índice alfabético, proposiciones de lecturas comentadas para más de 400 dolencias, tanto físicas como psicológicas. Los que hemos descubierto el placer de la lectura sabemos que el libro adecuado en el momento preciso puede cambiarnos la vida. Pero tengo curiosidad por hacerme con este manual que promete una terapia lectora si sufres ansiedad, o baja autoestima, o catarros frecuentes, o calvicie, o falta de apetito sexual, anginas, insomnio, vergüenza, pesadillas, miedo a volar, estrés, dolor de espalda… Hay desde autores clásicos hasta los más modernos, desde novelones de siempre, como Madame Bovary, a obras de Vargas Llosa, pasando por poesía.
En fin, creo que se han quedado cortas. Que han puesto “remedio” a 400 cosas como podrían haber puesto a 800 o a cuatro mil. Porque los libros llevan siglos curando. Todos los libros, hasta el peor, que cualquiera sirve para evadirnos de la prisión de nuestros días y darnos la libertad de vivir mil y una noches distintas, en situaciones y paisajes diferentes, en mundos que tardaríamos siglos en conocer desde nuestro sofá o nuestra oficina.
Cervantes decía que «en algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia». También inventó la Biblioterapia, aunque a su personaje universal lo hubieran vuelto loco los libros de caballería.