Ahora que la corrupción es una sección
fija en los periódicos, un “cintillo” como se decía en la moribunda prensa de
papel, “Internacional”, “Local”,
“Sucesos”, “Sociedad” o “Deportes”, ahora que el término está incorporado
plenamente a nuestras charlas familiares, a las de barra de bar y hasta a
nuestras conversaciones con nosotros mismos, me ha venido a la memoria un libro
que leí hace muchísimos años, cuando no se hablaba de corruptos (porque
haberlos, los había), y cuando aún creíamos en algo. En nosotros mismos,
también.
“Las
Corrupciones, de Jesús
Torbado, periodista en una época en que el periodismo ilusionaba, no tenían
nada que ver, o sí, con las que ahora nos ocupan y nos preocupan. Era un libro
extraño construido sobre la teoría de que el ser humano se va corrompiendo a
medida que pierde la fe en Dios, la fe en los hombres y la
fe en uno mismo.
Entendiendo
a la divinidad en genérico como lo que nos hace distinguir el bien del mal, lo justo de
lo injusto, es obvio que no le hacemos mucho caso. Y aunque de cuando en cuando
algo nos haga mantener la esperanza en el género humano, lo que nos rodea
tampoco nos da muchas alegrías que digamos. Quedamos nosotros, cada cual con su
conciencia y a menudo, ni nos soportamos.
No
sé qué moral o qué conciencia puede impulsar a alguien a robar a manos llenas
mientras niega el pan y la sal a sus semejantes. Cuesta trabajo creer que
alguien puede disfrutar de yate, piscina, mariscadas y casoplones, sabiendo que
todo eso supone menos hospitales, menos colegios, menos pensiones, miles y
miles de familias viviendo a duras penas, de gente empobrecida…
Las
corrupciones, de las que hablamos tan a la ligera, no son millones aparecidos
como por ensalmo en una cuenta suiza o en el altillo de la casa de un sufrido
suegro. Y los corruptos no son listillos que han visto la oportunidad de
apañarse sus vidas, las de sus hijos y las de sus nietos. Es el concepto que
hay que cambiar, cada día, en cada momento, desde por la mañana, antes de mojar
en el café, con la tostada, el “caso del día”.
Nos
están corrompiendo a todos. Las encuestas nos cuentan, día sí, día también, que
volverían a ganar los mismos, que estamos resignados a que nos roben, que hemos
interiorizado, hasta hacerlo dogma de fe, eso de que siempre ha habido ricos y
pobres.
Como
en el libro del que hablaba arriba, hemos olvidado los conceptos de bien y mal,
de moral e inmoral, de justo e injusto; hemos perdido la fe en los hombres y
damos todo por inevitable. Pero la peor de las corrupciones es perder la fe en
nosotros mismos. Y en esas estamos.