Durante el terrible y dramático suceso
de la caída del whatsapp durante unas horas la pasada semana, seguro que
más de uno descubrió, con fastidio, que se puede hablar para comunicarse, y que
hablando se aclaran mejor las cosas que tecleando un escueto mensaje o, lo que
es peor, acudiendo a los omnipresentes emoticonos en cuyas redes caemos todos
varias veces al día. Y me incluyo, mea culpa, aunque me arrepienta al segundo
de haber dado “enviar”.
Los
emoticonos, malos sustitutos de las emociones, nos invaden. Ya no hay que decir
que te alegras o te apenas, que estás sorprendido, que aplaudes una noticia, o
que envías un beso. Ni siquiera sensaciones más orgánicas, como manifestar que
tienes frío, calor, sueño o que estás agotada. Todo está en los muñequitos que
te evitan una fastidiosa frase o, peor aún, explicar un estado de ánimo. Mucho
más fácil, dónde va a parar.
No
es que hayamos inventado nada nuevo, sólo lo hemos magnificado y estamos
abusando de ello. Las máscaras se conocen desde hace milenios. En el teatro griego,
las colocaban sobre su rostro los actores, para expresar emociones y para
amplificar el sonido de sus voces. Eran el elemento que transformaban a la
persona en personaje. Los romanos las copiaron y las multiplicaron. Ya no eran
sólo para comedia y tragedia. Las emociones expresadas en las máscaras iban
desde algo lúgubre, al gozo, a la mirada lasciva; todas muy exageradas. La
Iglesia Cristiana nunca vio bien el teatro, y por eso en la Edad Media las
máscaras eran para el diablo y poco más. Luego llegó el teatro renacentista
italiano, y también están las milenarias caretas japonesas.
En
fin, que las máscaras han ayudado a los espectadores a identificar las
emociones en el escenario, como ahora los emoticonos nos ayudan a transmitirlas
sin preocupaciones. Aunque por el camino se quede el calor de la palabra, el
esfuerzo por conectar, el transmitir y descubrir los sentimientos a través de
la mirada, del temblor o la firmeza en la voz…
No
hay muñeco que pueda suplir las relaciones humanas, por muy conseguido que
esté, y no es bueno que estemos usando y abusando de los dichosos emoticonos,
porque olvidamos lo esencial de la comunicación. El contacto humano. Y porque
nos encaminamos sin remedio al día en que se nos olvide cómo expresar los
sentimientos sin tener que echar mano de una carita estúpida que nos sonríe,
con un corazoncito en la boca, para recordarnos que así se manda un beso.
Y
porque la víctima es también la palabra. En Macondo, durante la peste del
olvido, José Arcadio Buendía etiquetó todos los objetos, animales y plantas que
constituían su entorno. Puso un letrero con “gallina”, otro con “cacerola”, con
“pared”, con “silla”, con “mesa”. . Hasta uno con “Dios existe”. Hasta que se
le olvidó escribir y sólo quedaron los carteles.
Los emoticonos…
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