Cambiamos de año. Nada serio. Nos
acostaremos en el año 15, que diría Rajoy, y amaneceremos en el 16. Sin
solución de continuidad, y con uvas y ropa interior roja, con el pie derecho o
sacando un papelito que nos avance si el recién llegado será bueno, malo o
regular. Un cambio, sí, pero pecata minuta para todo lo que está dejando de ser lo
que era.
Dice la Real Academia que cambiar
es “dejar una cosa o situación para tomar otra”. Así de fácil. Acostarte de una
forma y levantarte de otra, asumiendo que las cosas han cambiado. Y que más van
a cambiar. Vivimos tiempos de cambio con mayúsculas. He leído por alguna parte
que una especie de pájaros, de esos que emigran al final del verano, han vuelto
antes y con tiempo, en pleno invierno. Y que han florecido algunos almendros. El cambio climático tiene desorientadas a la fauna y a la flora. Los
animalitos no saben si criar, asomar el morro desde la madriguera, secarse o dar
nuevos capullos.
Los ríos, trasvases aparte, no corren; las cumbres tampoco son blancas;
el hielo se derrite y las arenas del desierto están ocupando terrenos que no le
corresponde. Los trabajadores no pueden vivir de su trabajo y los que no
trabajan, menos todavía. Los ricos también han cambiado. Ahora son más ricos.
No han ganado ni las izquierdas ni las derechas. Ni los centros si los
hubiera. Ni los de siempre ni los nuevos. Sospecho que todos hemos perdido y
que no nos va a ser fácil encontrarnos.
Son tiempos de cambio, en los que hemos querido cambiar, pero poco; castigar
los salvajes recortes, pero asumiéndolos, condenar la corrupción, pero
disculpándola un tanto; quejándonos pero a la vez diciendo eso de bueno vale, o
virgencita que me quede como estoy.
Y en esas estamos. Hablando de pactos imposibles, de mayorías que no son
tales, de ganadores que han perdido y de perdedores que tienen la llave. Y de
urnas en el horizonte, que seguro tampoco esconderán el secreto del cambio.
Dejamos atrás un año difícil, el “año del cambio” decían todos. Unos,
porque de verdad creían que algo podía cambiar, otros, porque tenían serios
intereses en que nos creyéramos las milongas de la recuperación y de los
cientos de miles de miniempleos supuestamente creados.
Un tanto maltrechos, unos más que otros, hemos llegado a otro año
cambiante, y miedo me da saber qué nos depara. Me siento como el
gitano Melquiades de mi recurrente Macondo, que sobrevivió a la pelagra en
Persia, al escorbuto en el archipiélago de Malasia, a la lepra en Alejandría,
al beriberi en el Japón, a la peste bubónica en Madagascar, al terremoto de
Sicilia y a un naufragio multitudinario en el estrecho de Magallanes. Aunque tuvo
el buen tino de desaparecer antes del diluvio que dejó al pueblo convertido en un
pavoroso remolino de polvo y escombros.
Pero
en pocas horas cambiamos de año. Es tiempo de cambios, y no soy de las que piensa que las estirpes
condenadas a cien años de soledad no tengan una segunda oportunidad sobre la Tierra.
Feliz Año Nuevo.