Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 28 de junio de 2012

Desde Macondo. EN LILIPUT


Es lo que tiene Macondo. Puede estar en cualquier sitio, en cualquier época y en cualquier circunstancia. Puede ser el lugar añorado y soñado, el maldecido y vilipendiado, al que quieres volver y el que quieres olvidar. El que empujas para que avance y sea tierra de gigantes, y el diminuto Liliput en el que algunos se han empeñado en convertirlo. Con todos nosotros mutados en liliputienses, por supuesto, y sin ningún Gulliver a la vista que nos salve.

Viene esto a cuento de la decisión del Gobierno Municipal de sacarnos de la categoría de “Gran Ciudad” apelando a no sé qué zarandajas de ahorro, la palabra clave, el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura y que justifica las aberraciones más aberrantes. Como ésta.

Es convertir Macondo en Liliput. Hacer una ciudad de enanos, lanzar a los cuatro vientos un bando prohibiendo crecer bajo severas penas de expulsión. Y me da igual los argumentos que empleen para justificarlo. Nada justifica ir hacia atrás. Ni siquiera retroceder para coger impulso.

Estamos viendo cómo se cierran aulas escolares, centros de salud, bibliotecas, hospitales, sin contar otros servicios que nos hacían grandes, una gran ciudad.  La crisis, la herencia, los mercados… Vale ¿Pero esto? ¿Qué gobernante renuncia voluntariamente a la consideración de su territorio como gran ciudad?

Dirán ustedes que es indiferente la denominación, cuando las cosas están como están. Y tal vez tengan razón, especialmente si  o conocen las normas de trasparencia a que obliga la ley de Grandes Ciudades, como la existencia de un Consejo Ciudadano o la obligatoriedad de un Debate sobre el Estado del Municipio (sí, eso que da tanta alergia al partido gobernante  en sus diferentes niveles).

Y en cualquier caso, nunca se justifica un paso atrás. No debemos permitir que, en aras a razones que no comprendemos, nos conviertan en liliputienses, que el Macondo próspero, de casas ordenadas y buenas comunicaciones, se convierta en un remoto y diminuto lugar que sólo aparezca en los cuentos.

Somos una gran ciudad. Con todas sus dificultades, con más si quieren, pero grande. En Liliput gobernaba Lilipín I, rey justo y bueno que en ningún caso querría hacer su país más pequeño. Antes al contrario, buscaba gigantes para defenderlo.

Qué suerte. Ojalá tuviéramos un Lilipin. O un Buendía dispuesto a defender Macondo con uñas y dientes.

jueves, 21 de junio de 2012

Desde Macondo. EL GRAN PODER


Es curioso comprobar cómo en pocos meses hemos introducido nuevos conceptos en nuestros diccionarios cotidianos, en nuestras conversaciones familiares y en las tertulias con los amigos. En cuatro días, el tiempo, la artrosis, el reúma, el novio de la hija-que no te gusta-o el coche, que ya va renqueando, han sido sustituidos por el IBEX, la prima, los mercados, el riesgo país, los bonos del Tesoro y el Fondo Monetario Internacional.

Todos entendemos de Economía, de macroeconomía, por supuesto. Todos estamos sumamente interesados por la información internacional, cuando hace cuatro días no todos podían situar Grecia en el mapa, y sólo nos interesaba lo de nuestro pueblo y, si acaso, la provincia o la región, amén del fútbol. Ya casi ni hablamos de políticos. Sólo de Bancos, brokers, tecnócratas  y especuladores. Y pocos ignoran quién es Keynes, Monti, la Merkel y qué paso en el crac del 29.

Vuelvo a ese Macondo que dejó de ser aldea para convertirse en una próspera localidad de comerciantes y hasta con una incipiente industria, primero de hielo y luego de helados, hasta que llegó la fiebre del banano, el monocultivo que daba dinero a espuertas. Y todos se contagiaron. El poder de la compañía bananera se reflejó también en lo político. Los funcionarios locales fueron sustituidos por forasteros autoritarios y «los antiguos policías fueron reemplazados por sicarios de machetes». Surgen así los conflictos sociales, la huelga general y la posterior y sangrienta represión.

Nadie entendió que el dinero, puro y duro, sustituyera las antiguas relaciones sociales, la calma y la paz de una comunidad que de mejor o peor forma, tenía sus necesidades cubiertas. Cada cual tenía su vivienda encalada, su comida, su río con el agua a la misma distancia de cada casa y un rato para dormir la siesta en los bochornosos veranos de la ciénaga.

Esto es ahora Macondo. La división de poderes de Montesquieu está tan lejos de nosotros como la remota aldea tropical. Ya no son Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Es Económico, Económico y Económico. No es el quinto ni el sexto. Es el único. El Gran Poder.

Y nosotros, como los macondinos, no entendemos para qué votamos, para qué trabajamos, para qué soñamos…

jueves, 14 de junio de 2012

Desde Macondo. EL CIRCULO DE TIZA


Cuando el coronel Aureliano Buendía regresó a Macondo, con mando en plaza,  decidió  trazar un círculo de tiza a su alrededor para que nadie se le acercara demasiado,  a menos de tres metros. En el centro de este círculo que sus edecanes trazaban dondequiera que él llegara, y en el cual sólo él podía entrar, decidía con órdenes breves e inapelables el destino del mundo.
            Ya sabía, después de participar en todas las guerras entre liberales y conservadores, que sólo se luchaba por el poder, y su frontera imaginaria era la mejor forma de dejar las cosas claras.
           La imagen del coronel en su círculo lleva  martilleándome toda la semana, la semana del rescate, se entiende. Nuestros políticos se han trazado una burbuja no de tres metros, de tres mil años luz, y desde ahí dirigen nuestros destinos. Sin despeinarse. Ahora toca  no aparecer, ahora toca cambiar el nombre de las cosas, ahora toca engañar, o esconderse, o  mirar para otro lado, o sembrar incertidumbres, o ponerlo todo perdido de miedos.
            Eso sí, desde el interior del círculo, al que no tienen acceso los parados, las personas angustiadas, angustiadas, ese 25 por ciento de familias que viven bajo el umbral de la pobreza, los padres que no podrán pagar la matrícula de sus hijos, los enfermos que no saben si tendrán cama en el hospital recortado,  los hipotecados y futuros desahuciados, los jóvenes que buscan país al que emigrar o los maestros que se quedan sin niños a los que enseñar.
            Y poco a poco, el círculo se convierte en una fortaleza inexpugnable. Los altos muros impiden ver el exterior y dentro… Dentro no salpica nada de lo que sucede en el mundo. Los políticos no están parados-obviamente-, y no tienen hambre ni miedo a quedarse sin casa. Y hasta el peor pagado puede buscar universidad para sus hijos, o pagarse un seguro médico.
             La propia definición de su profesión, políticos, les asegura un lugar dentro del círculo de tiza que van ampliando a cada nueva dificultad. Y el mundo les queda cada vez más lejos.
             Han olvidado quién les paga, quien les puso ahí. En la perversión más absoluta del sistema democrático, han mutado la confianza en patente de corso, han cambiado el Parlamento por los decretos y al pueblo, a nosotros, en un rebaño de borregos al que hay que mantener fuera del círculo de tiza. Sin explicaciones.
            Y mientras. Macondo está a punto de desaparecer en un pavoroso remolino de polvo y escombros. Así termina “Cien Años de Soledad”.


jueves, 7 de junio de 2012

Desde Macondo. DIVINOS IMPUESTOS

Es un buen día para hablar de Iglesia. Para muchos, un jueves como cualquier otro. Para los católicos, uno de los tres que reluce más que el sol y, en esta tierra nuestra, por designio humano, que no divino, fiesta.
Sea como sea, la Iglesia es noticia desde hace varias semanas. Todo, porque a alguien se le ha ocurrido decir en voz alta que los bienes inmuebles de la Santa Madre deberían pagar impuestos como lo hacen las propiedades de cualquier hijo de vecino.
Y se armó el Belén. He leído, visto y oído de todo. Desde los aplausos más atronadores hasta el agrio ruido de las vestiduras al rasgarse, pasando por amenazas de hambre eterna y de llanto y crujir de dientes. Políticos de uno y otro signo, unos acalorados, otros pasando de puntillas, los más, diciendo que no toca; teólogos y purpurados, beatos escandalizados y gente de a pie, de la que paga religiosamente (vaya adjetivo que he utilizado), todos tienen-tenemos-algo que decir del tema.
Vaya por delante que yo no lo veo nada complicado. Existen unos acuerdos Iglesia-Estado que datan de 1979 (hace 33 años, la edad de Cristo), y que fueron hechos por gente de carne y hueso, es decir, que no son palabra de Dios y que, en un momento dado, podrían revocarse o cambiarse. Pero no voy por ahí. En este mundo tan complicado, voy por lo fácil. Cualquier edificio que no se destine al culto, sea de la confesión que sea, está obligado a tributar para sostener el Estado en el que se ubica.
Y ya está. No hablo de la catedral de Burgos, ni de la mezquita de Córdoba, ni de cualquier otra de las que nos cobran por entrar, aunque esto sea comulgar con ruedas de molino. Ni siquiera nombro a los conventos. Hablo de aparcamientos, pisos alquilados, solares o locales comerciales. Y no me vengan con que muchos edificios públicos tampoco pagan. Son eso, públicos, del Estado, de todos. Y las confesiones religiosas pertenecen al ámbito privado, no se nos olvide nunca.
Tenemos (tiene la Iglesia y pagamos todos), un ingente patrimonio histórico artístico que hay que preservar, y esto no admite discusiones. No seré yo quien ponga trabas a que se conserve cualquiera de las joyas góticas, románicas o mudéjares de nuestro territorio. Nadie pone trabas, y por eso todos entendemos menos esta actitud cicatera a la hora de cumplir con papá Estado.
Familias con el salario mínimo liquidan con todo el esfuerzo sus recibos de basura o contribución, y maldicen el mes de junio y la declaración de la Renta. Y nadie hace un escándalo por ello.
Desde antiguo, los grandes edificios religiosos eran costeados por reyes y nobles, y por las generosas aportaciones de los fieles, que contribuían a mantenerlos con la fe puesta en que Dios les devolvería ciento por uno.
En Macondo también hubo una Iglesia y el cura, el padre Nicanor, que tenía el don de la levitación, iba de casa en casa ofreciendo su espectáculo para recaudar fondos. Y se construyó un hermoso templo donde se bautizaron y se casaron varios Buendías.