Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

martes, 29 de noviembre de 2016

Desde Macondo. NIMILEURISTAS


Desde que comenzara la maldita crisis que ha puesto el mundo al revés, no hay día que no tengamos que añadir un "palabro" nuevo a nuestro diccionario cotidiano. A falta de que la Real Academia acuerde introducirlos oficialmente en la próxima revisión, es indudable que términos que ni sonaban hace unos años, no se nos caen ahora de la boca.

Cuando ya son de uso común (a la fuerza ahorcan), términos como crecimiento negativo para decir que vamos p’atrás, o reformas por recorte, o aumento del empleo en lugar de trabajos troceados, o sostenimiento del estado de bienestar para hablar de menos médicos y hachazos a los dependientes, o “no rescate” , tras haber entregado miles de millones  a los bancos, o “gravamen complementario” para hablar de subida de impuestos,  o que la bajada de sueldos sea una devaluación competitiva de los salarios, hay que seguir añadiendo entradas al diccionario.

Nimileuristas. Por no decir ni-la-mitad-de-mileuristas, que sería casi el término más exacto para definir a los sufridos trabajadores que más abundan en el país e la recuperación y las maravillas que nos venden los gobernantes. Aunque la ministra Báñez no se haya enterado, hay millones de nimileuristas, con toda la amplitud del concepto, que aquí caben desde los que cobran trescientos euros a los "privilegiados" que llegan al salario  mínimo. España tiene más de tres millones de trabajadores pobres. Cobran menos de 9.615 euros anuales, según las estadísticas de la OCDE. Seis millones de personas viven en España en hogares donde no se trabaja los meses suficientes al año. El último informe sobre desigualdad cifra en un 20,1% la tasa de pobreza en España para los trabajadores jóvenes de 18 a 25 años. Y en un 16% la de los trabajadores adultos. En números absolutos, ya hay 3,12 millones de trabajadores pobres.

Son el precariado, otra palabreja  que se ha colado en nuestras vidas, y para quedarse, visto lo visto.  Son los términos de moda, trístemente actuales, junto con pobreza energética, trabajo por horas o Banco de alimentos. Son los términos que los gobernantes deberían tener presentes, en lugar de pintarlos de verde  y presentarlos como brotes tiernos.

Pero claro, decir las cosas en román paladino, como son, como vienen en el diccionario de toda la vida, podría tener consecuencias fatales. Podríamos darnos cuenta de lo mal que estamos porque, somos tan tontos, que no lo advertimos en nuestros bolsillos, en nuestra vida diaria. Todo va bien. Lo importante es tener un trabajo. Nos quedamos con la primera acepción, con la más simple. Trabajo, según el diccionario, es una ocupación retribuida; es también esfuerzo humano aplicado a la creación de riqueza (en contraposición a capital). Puesto, es el lugar o sitio señalado para la ejecución de algo. Y nada se dice de tiempo, ni de salario, ni de condiciones.
Puesto de trabajo puede referirse a seis horas semanales, a doscientos euros, a fines de semana interminables a dos euros la horas, a minijobs, a ser becario hasta los cuarenta , y puede ser también la retribución que te permite comer, pagar el alquiler o la hipoteca,  independizarte y emprender un proyecto de vida. Vivir con dignidad.

Nimileurista no viene en el diccionario. Pero sí están otros términos como justicia o dignidad, que no pueden ni deben ser sustituidos  por resignación y supervivencia.

martes, 22 de noviembre de 2016

Desde Macondo. PERO NO MÍA


Libre te quiero,/ como arroyo que brinca/de peña en peña./ Pero no mía. Grande te quiero, / como monte preñado de primavera/. Pero no mía. /Buena te quiero, / como pan que no sabe su masa buena. / Pero no mía. /Alta te quiero, /como chopo que al cielo se despereza/. Pero no mía. Blanca te quiero, /como flor de azahares sobre la tierra. /Pero no mía. /Pero no mía /ni de Dios ni de nadie/ni tuya siquiera. (Agustín Gª Calvo)

 

Mañana es 25-N. Y el mundo se teñirá, por un día, de color violeta. Declaraciones institucionales, recuerdos y homenajes a las víctimas, informes y estudios, cifras, buenos propósitos, llamadas a la educación, a la denuncia, a la tolerancia cero contra el maltrato… Es el Día Internacional contra la violencia hacia las mujeres. Y volvemos a lo mismo, bueno es que haya una jornada señalada en el calendario, pero en este tema, más que en ningún otro, la cosa no es de un día. Es de todos los días, todas las horas.

Es curioso. Creo que no podría recordar más de dos o tres nombres de las mujeres asesinadas en lo que va de año, y son muchas. Más de cuarenta. Tal vez sea porque los periódicos las despachan en una columnita con el título de “Nuevo caso de violencia de género”, y en eso nos quedamos, salvo que haya algún detalle truculento, que estén los hijos delante, que le haya dado 45 puñaladas, o algo así, que nos haga detenernos unos segundos más. Una más, qué horror, cuántas van este año, ¿son más que el año pasado por estas fechas? ¿Ha sido con un hacha o con un cuchillo? ¿Estaban los hijos delante?

No sabemos casi nada de ellas, empezando por el nombre, claro. Ignoramos sus sueños, sus ilusiones, su proyecto de vida, sus problemas, sus soledades y sus compañías. Tampoco hacemos mucho por averiguarlo, aunque nos apresuremos a colocarnos el lazo morado tal día como hoy. Porque toca. Toca decir que es una auténtica lacra social; que es inconcebible que chicas de 15 años vean normal que su novio les controle el móvil o los mensajes del ordenador. Y que lo justifiquen diciendo que las quieren mucho. Y eso las convierte en, violables, maltratables, asesinables. Propiedad del macho alfa.

Igual es que con esto del neolenguaje se ha redefinido el término “amor”, y yo, antigua como soy, no me he enterado de las nuevas acepciones. Amor ya no es libertad, libre te quiero, ni respeto, ni confianza. Es posesión, demostración de fuerza, cortar las alas y limitar el aire que respiras. Cuanto más fuerte es el golpe, más te quiere, cuanto más corto te ata, más enamorado está de ti.

Hace un millón de años, los trogloditas (según los tebeos de Hug), se fijaban en la mujer adecuada, la golpeaban en la cabeza con una porra, y agarrándola de los pelos la llevaban a rastras hasta su cueva. Y allí vivían felices y comían perdices o mamuts o lo que comieran, hasta que la muerte los separara. Sin que ella rechistara en ningún momento, que la porra formaba parte del mobiliario de la casa.

Pero eso era hace un millón de años, cuando los dinosaurios poblaban la tierra. Los dinosaurios han desaparecido; los trogloditas no. El meteorito que acabó con los grandes lagartos no eliminó los genes salvajes, machistas, primitivos o no sé cómo llamarlos, de los seres humanos. Y andando, los siglos, los milenios, seguimos hablando de mujeres muertas a cargo de sus parejas o ex-parejas, que tanto da una cosa que otra.

No valen leyes, ni órdenes de alejamiento, ni pulseras de vigilancia, ni casas de acogida. No vale nada. Sólo la cifra de víctimas, dos, cinco, cincuenta, con denuncias, sin ellas, con condenas, con teléfono del maltratador, en pueblos, en ciudades, españolas, ecuatorianas o marroquíes, bolivianas o rumanas. Muertas. Tal vez tenga que caer otro meteorito sobre la tierra. O mejor, tal vez tenga que producirse otro Big Bang. O tengamos que preguntarnos, de una vez por todas, qué sociedad estamos construyendo. Cada vez que hay una víctima, es decir, cada semana, volvemos a hablar gran pacto de Estado sobre la violencia de género. Que tampoco sé muy bien qué significa. Una sociedad que permite esto es una sociedad enferma. Y todo cuenta. Cuenta la educación, cuenta la desigualdad y la falta de medios para acudir a la Justicia o para encontrar ayuda, cuentan las leyes injustas, la discriminación. Y cuenta la sensibilidad para estar del lado de las víctimas. No podemos resignarnos. No podemos convertirlo en una conversación más.

Algo hay que hacer. Hay que fabricar hombres que quieran mujeres libres. Y mujeres que amen su libertad por encima de todo. De los hombres, también.

Este no es el mundo que queremos. Quiero el mundo de Macondo con sus mujeres mágicas, con Úrsula, que dirige con mano de hierro a siete generaciones de Buendías; con la exuberante Petra que hacía crecer la vida a su paso, con Santa Sofía de la Piedad, que sólo existe en el momento preciso; con Remedios, que asciende a los cielos entre una nube de flores amarillas tras acabar con todo varón que la pretendiera...

Con mujeres de nadie. Ni suyas siquiera.

 

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Desde Macondo. OTROS CIEN AÑOS DE SOLEDAD

El tiempo es relativo. Lo dijo Einstein y todos hemos tenido ocasión de comprobarlo. Pasa rápidamente cuando queremos saborear cada instante, o es insoportablemente lento cuando esperamos o cuando cualquier situación adversa nos pide pasar página. O se detiene, en un eterno Día de la Marmota. Hasta se vuelve circular, como en Macondo, donde las cosas, las vidas, los muertos, van y vienen sin marcharse nunca. Hasta completar un ciclo imposible.
        Tengo la amarga sensación de que estamos condenados a vivir otros cien años de soledad. La sensación de que está todo visto y tenemos que esperar mucho, muchísimo tiempo, hasta tener otra oportunidad. Porque las hemos desaprovechado todas. Hemos dejado por el camino todos los valores que sustentaban nuestro orden moral. Con el tiempo, minuto a minuto, y a veces muy deprisa, nos hemos desprendido de la libertad, de la democracia, de la justicia, de la tolerancia, de la idea romántica de un mundo de iguales, sin pobres, ni razas, ni sexos ni religiones.
        Hemos abandonado la lucha por la educación o la sanidad universal, por el contrato social que protege al individuo y lo integra en la colectividad. Por el mundo sin fronteras. Día a día nos hemos hecho tolerantes con la supremacía de los mercados, con el poder del dinero sobre todo lo demás, con el machismo, con los nacionalismos rancios, con los proteccionismos sin sentido, con la xenofobia…
        Se ha detenido el tiempo de la esperanza, y nos hemos instalado en el conformismo y la estupidez. Virgencita, que me quede como estoy. O un poco peor, pero no mucho. Es como si hubiéramos desgastado la democracia de tanto usarla; como si los derechos humanos se hubieran extinguido, agobiados por el crecimiento de la población de las guerras, de los refugiados; como si las fronteras se hubieran multiplicado, encerrando en su perímetro todo el miedo y la ignorancia de quienes quedan dentro.
         Agobia este mundo cerrado y rancio. Agobia la imagen de cada cual en su redil, delante de la tele y mirando temeroso hacia la puerta, vigilando que no entre nadie ni nada, ni tan siquiera el aire fresco que alivie el olor a naftalina.
        La relatividad del tiempo nos lleva, en un martes americano, a los años 30 del nazismo y el fascismo, o en un domingo más cercano al feudalismo en el que se trabajaba por poco más que la comida. No concibo un espacio compartido con los Trump, Le Pen, Farage, los nacionalistas húngaros o los Amanecer Dorado de Grecia. Ni con los que fomentan el crecimiento de unos pocos a costa del empobrecimiento de muchos. Son de otro tiempo, de un tiempo que ya creíamos superado y que ha vuelto para quedarse.
         El diluvio en Macondo duró exactamente cuatro años, once meses y dos días. Cuando terminó de llover, el pueblo era un montón de escombros, de casas de madera podrida y presas de los insectos más dañinos; los cultivos y las flores habían desaparecido en el mar de aguas, y los sobrevivientes de la catástrofe, aún con el verde de agua en la piel, saludaron a los primeros soles que volvían a iluminar su pueblo. Y Úrsula, la matriarca, que estaba esperando a que escampara para morirse, se vio presa de la fiebre de la restauración, y desde el mismo momento en que cesó la lluvia no tuvo un instante de reposo para restaurar la casa y “espantar la ruina”, y para decretar el final de los numerosos lutos superpuestos.
        Llueve ahora torrencialmente sobre nuestro mundo. Es tiempo de cambios, y no quiero pensar que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tengan una segunda oportunidad sobre la Tierra. 

jueves, 10 de noviembre de 2016

Desde Macondo. 'DAN-SHA-RI':

Leyendo la reseña de uno de esos libros de autoayuda tan de moda en estos tiempos, resulta que lo que yo hago de cuando en cuando, a veces obligada por la limitación de espacio físico, y otras, por higiene mental, tiene un nombre. Y resulta que lo inventaron los japoneses, tan cabalitos ellos, y que lo ha traído a la actualidad una escritora nipona que está vendiendo ejemplares como churros.
        'Dan-sha-ri': Ordena tu vida. Entendiendo por 'vida' tanto las ideas o los sentimientos como el armario o las estanterías. Porque esta recuperada técnica japonesa para lograr la felicidad parte de la idea de que deshaciéndonos de todo lo inútil, ya sea una camiseta vieja, unos vaqueros de talla imposible, un souvenir de vacaciones de tiempos mejores o un recuerdo al que los años han quitado el brillo, conseguiremos alcanzar ese estado de paz con el que todos soñamos.
        Y en tres sencillos pasos. El DAN, supone cerrar el paso a las cosas innecesarias que tratan de entrar en nuestra vida, es decir, adquirir sólo cosas que de verdad sean necesarias y no permitirte el capricho de la minisarten, del bolso que no usarás porque no cabe nada pero es monísimo, o el zapato de moda que sabes que te destrozará los pies; el SHA, es tirar todo aquello que es inservible y que inunda nuestras casas (y que echas de menos al instante de haberlo largado a la basura) y por último el RI, que es convertirse en una persona despegada de las cosas. En fin, no tengo casi nada, pero me cuesta despegarme de las cuatro tonterías que he ido reuniendo a lo largo de la vida.
        No hace falta leer el libro, que no digo yo que no lo leáis, para sentirse estupendamente después de uno de esos días locos de limpieza de armario en los que acumulas bolsas y más bolsas de ropa que no te pones hace mil años (mayormente porque ya no te cabe), de revistas que guardas porque te gustó un artículo, que ya no recuerdas cual era ni de qué iba, de mil y un ceniceros, platitos, animalitos, caracolas y representaciones del Taj Mahal o de La Alhambra, que trajiste o te trajeron de un viaje inolvidable. Es una liberación, no lo dudo.
        Cuando todo está despachado en el contenedor, los estantes se ven más grandes, hay sitio en los cajones y la barra del armario ya no aparece combada.
        Pero sólo son cosas. El auténtico espacio vital, tu cabeza, sigue abarrotado, porque no puedes desprenderte de los recuerdos ocultándolos en una bolsa de basura.
        El verdadero Dan-sha-ri, el arte de poner orden en nuestra vida, de que encontremos el camino a la felicidad, tendría que pasar por poder borrar todas las vivencias y los recuerdos tóxicos, por reprogramarnos. Y eso todavía no sabemos cómo hacerlo. No lo han inventado.
        Ni siquiera los japoneses.

jueves, 3 de noviembre de 2016

Desde Macondo. EL LIBRO DE LOS NÚMEROS

Puede que sea casualidad. O no, que a fuerza de que nos engañen nos hemos vuelto todos un poco conspiranóicos y buscamos tres pies al gato a la primera de cambio. El caso es que ha transcendido que en la jura de Rajoy como presidente bis, ante la Constitución (por imperativo legal), el crucifijo y la Biblia (por deseo propio), ésta última estaba abierta por el Libro de los Números.
        Y por aquello del gato y los pies, me he apresurado a informarme sobre el contenido y el significado de dicho texto, que una no está muy ducha en libros sagrados, más allá de lo que se estudiaba en Literatura, acerca de la división en Antiguo y Nuevo Testamento, y lo que nos contaban en la catequesis, convenientemente guardado en el baúl de los recuerdos.
        San Google, que lo sabe todo, me ha contado que el Libro de los Números tal vez se llame así porque todo el texto está cuajado de cifras, y que consigna, con minuciosidad extrema, desde los dos censos de los israelitas hasta la cantidad de jefes de las tribus, el número de las poblaciones y  libaciones necesarias, la cantidad de hombres sublevados, las cabezas de ganado que han de ser destinadas al sacrificio ritual, la cantidad de botín y su reparto exacto, agrimensura y dimensiones del territorio; incluso recuentos minuciosos de las leyes y los relatos contados.
        El Libro de los Números cuenta, en esencia, los 40 años que pasaron los israelitas en el desierto, con los consiguientes episodios de rebelión y abandono de la fe y los castigos y el perdón de Dios. El tema de la obediencia y la rebelión seguida por el arrepentimiento y las bendiciones, corre a través de todo el libro parejo a las penurias que pasó el pueblo elegido hasta llegar a la tierra prometida. El mensaje es claro, y ahí me pega la elección de Rajoy (aparte de que le gusten mucho los números): La supervivencia depende de santificar el nombre de Jehová, obedecerle en medio de toda circunstancia, y respetar a sus representantes.
        Pues nada, ya sabemos algo del juramento del presidente, por cierto, sobre una Biblia de 1791 y fue propiedad del rey Carlos IV. Del crucifijo no nos han contado nada. Y de la Constitución… Supongo que no estaría abierta por el Artículo 16, en el que se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos, y se dice textualmente que “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”.
        El presidente, que se abraza a la Constitución a la primera de cambio, ha hecho uso de la primera parte del artículo, como individuo que es (dicho en el mejor sentido), y ha pasado olímpicamente del resto, despreciando a los ciudadanos que profesen otras religiones, o simplemente, ninguna. Se me ocurre que podría haber hecho después un juramento en la intimidad, como una fiesta privada, con su biblia, sus cruces, vestido de obispo, si así le apetecía y hasta con Misa cantada. Algo así como las bodas que se hacen en el campo o en la playa, una vez que has firmado legalmente en el Juzgado.
         Pero fuera del acto oficial y del respeto que debe a todos los españoles, ya sean católicos, musulmanes, budistas o del hare Krisna. Y ya puestos, podría haber elegido otro libro de la Biblia distinto de Los Números, quizá algún pasaje que hable, de misericordia, de justicia, de tolerancia… Que los hay.