Libre te quiero,/ como arroyo que brinca/de peña en peña./ Pero
no mía. Grande te quiero, / como monte preñado de primavera/. Pero no mía. /Buena
te quiero, / como pan que no sabe su masa buena. / Pero no mía. /Alta te
quiero, /como chopo que al cielo se despereza/. Pero no mía. Blanca te quiero, /como
flor de azahares sobre la tierra. /Pero no mía. /Pero no mía /ni de Dios ni de
nadie/ni tuya siquiera. (Agustín Gª Calvo)
Mañana
es 25-N. Y el mundo se teñirá, por un día, de color violeta. Declaraciones
institucionales, recuerdos y homenajes a las víctimas, informes y estudios,
cifras, buenos propósitos, llamadas a la educación, a la denuncia, a la
tolerancia cero contra el maltrato… Es el Día Internacional contra la violencia
hacia las mujeres. Y volvemos a lo mismo, bueno es que haya una jornada
señalada en el calendario, pero en este tema, más que en ningún otro, la cosa
no es de un día. Es de todos los días, todas las horas.
Es curioso.
Creo que no podría recordar más de dos o tres nombres de las mujeres asesinadas
en lo que va de año, y son muchas. Más de cuarenta. Tal vez sea porque los
periódicos las despachan en una columnita con el título de “Nuevo caso de
violencia de género”, y en eso nos quedamos, salvo que haya algún detalle
truculento, que estén los hijos delante, que le haya dado 45 puñaladas, o algo
así, que nos haga detenernos unos segundos más. Una más, qué horror, cuántas
van este año, ¿son más que el año pasado por estas fechas? ¿Ha sido con un
hacha o con un cuchillo? ¿Estaban los hijos delante?
No sabemos
casi nada de ellas, empezando por el nombre, claro. Ignoramos sus sueños, sus
ilusiones, su proyecto de vida, sus problemas, sus soledades y sus compañías. Tampoco
hacemos mucho por averiguarlo, aunque nos apresuremos a colocarnos el lazo
morado tal día como hoy. Porque toca. Toca decir que es una auténtica lacra
social; que es inconcebible que chicas de 15 años vean normal que su novio les
controle el móvil o los mensajes del ordenador. Y que lo justifiquen diciendo
que las quieren mucho. Y eso las convierte en, violables, maltratables, asesinables.
Propiedad del macho alfa.
Igual es que
con esto del neolenguaje se ha redefinido el término “amor”, y yo, antigua como
soy, no me he enterado de las nuevas acepciones. Amor ya no es libertad, libre
te quiero, ni respeto, ni confianza. Es posesión, demostración de fuerza,
cortar las alas y limitar el aire que respiras. Cuanto más fuerte es el golpe,
más te quiere, cuanto más corto te ata, más enamorado está de ti.
Hace un millón de años, los trogloditas (según los tebeos
de Hug), se fijaban en la mujer adecuada, la golpeaban en la cabeza con una
porra, y agarrándola de los pelos la llevaban a rastras hasta su cueva. Y allí
vivían felices y comían perdices o mamuts o lo que comieran, hasta que la
muerte los separara. Sin que ella rechistara en ningún momento, que la porra
formaba parte del mobiliario de la casa.
Pero eso era hace un millón de años, cuando los dinosaurios
poblaban la tierra. Los dinosaurios han desaparecido; los trogloditas no. El
meteorito que acabó con los grandes lagartos no eliminó los genes salvajes,
machistas, primitivos o no sé cómo llamarlos, de los seres humanos. Y andando,
los siglos, los milenios, seguimos hablando de mujeres muertas a cargo de sus
parejas o ex-parejas, que tanto da una cosa que otra.
No valen leyes, ni órdenes de alejamiento, ni pulseras de
vigilancia, ni casas de acogida. No vale nada. Sólo la cifra de víctimas, dos,
cinco, cincuenta, con denuncias, sin ellas, con condenas, con teléfono del
maltratador, en pueblos, en ciudades, españolas, ecuatorianas o marroquíes,
bolivianas o rumanas. Muertas. Tal vez tenga
que caer otro meteorito sobre la tierra. O mejor, tal vez tenga que producirse otro Big Bang. O tengamos que preguntarnos, de
una vez por todas, qué sociedad estamos
construyendo. Cada vez que hay una víctima, es decir, cada semana, volvemos a
hablar gran pacto de Estado sobre la violencia de género. Que tampoco sé
muy bien qué significa. Una sociedad que permite esto es una sociedad enferma.
Y todo cuenta. Cuenta la educación, cuenta la desigualdad y la falta de medios para
acudir a la Justicia o para encontrar ayuda, cuentan las leyes injustas, la
discriminación. Y cuenta la sensibilidad para estar del lado de las víctimas. No
podemos resignarnos. No podemos convertirlo en una conversación más.
Algo hay que
hacer. Hay que fabricar hombres que quieran mujeres libres. Y mujeres que amen
su libertad por encima de todo. De los hombres, también.
Este no es
el mundo que queremos. Quiero el mundo de Macondo con sus mujeres mágicas, con Úrsula, que dirige con mano de hierro a siete
generaciones de Buendías; con la exuberante Petra que hacía crecer la vida a su
paso, con Santa Sofía de la Piedad, que sólo existe en el momento preciso; con
Remedios, que asciende a los cielos entre una nube de flores amarillas tras
acabar con todo varón que la pretendiera...
Con mujeres de nadie. Ni suyas siquiera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario