El tiempo es relativo. Lo dijo Einstein y todos hemos tenido
ocasión de comprobarlo. Pasa rápidamente cuando queremos saborear cada
instante, o es insoportablemente lento cuando esperamos o cuando cualquier
situación adversa nos pide pasar página. O se detiene, en un eterno Día de la
Marmota. Hasta se vuelve circular, como en Macondo, donde las cosas, las vidas,
los muertos, van y vienen sin marcharse nunca. Hasta completar un ciclo
imposible.
Tengo la amarga sensación de que
estamos condenados a vivir otros cien años de soledad. La sensación de que está
todo visto y tenemos que esperar mucho, muchísimo tiempo, hasta tener otra
oportunidad. Porque las hemos desaprovechado todas. Hemos dejado por el camino
todos los valores que sustentaban nuestro orden moral. Con el tiempo, minuto a
minuto, y a veces muy deprisa, nos hemos desprendido de la libertad, de la
democracia, de la justicia, de la tolerancia, de la idea romántica de un mundo
de iguales, sin pobres, ni razas, ni sexos ni religiones.
Hemos abandonado la lucha por la
educación o la sanidad universal, por el contrato social que protege al
individuo y lo integra en la colectividad. Por el mundo sin fronteras. Día a
día nos hemos hecho tolerantes con la supremacía de los mercados, con el poder
del dinero sobre todo lo demás, con el machismo, con los nacionalismos rancios,
con los proteccionismos sin sentido, con la xenofobia…
Se ha detenido el tiempo de la
esperanza, y nos hemos instalado en el conformismo y la estupidez. Virgencita,
que me quede como estoy. O un poco peor, pero no mucho. Es como si hubiéramos
desgastado la democracia de tanto usarla; como si los derechos humanos se
hubieran extinguido, agobiados por el crecimiento de la población de las
guerras, de los refugiados; como si las fronteras se hubieran multiplicado,
encerrando en su perímetro todo el miedo y la ignorancia de quienes quedan
dentro.
Agobia este mundo cerrado y rancio.
Agobia la imagen de cada cual en su redil, delante de la tele y mirando
temeroso hacia la puerta, vigilando que no entre nadie ni nada, ni tan siquiera
el aire fresco que alivie el olor a naftalina.
La relatividad del tiempo nos lleva,
en un martes americano, a los años 30 del nazismo y el fascismo, o en un
domingo más cercano al feudalismo en el que se trabajaba por poco más que la
comida. No concibo un espacio compartido con los Trump, Le Pen, Farage, los
nacionalistas húngaros o los Amanecer Dorado de Grecia. Ni con los que fomentan
el crecimiento de unos pocos a costa del empobrecimiento de muchos. Son de otro
tiempo, de un tiempo que ya creíamos superado y que ha vuelto para quedarse.
El diluvio en Macondo duró exactamente cuatro años,
once meses y dos días. Cuando terminó de llover, el pueblo era un montón de
escombros, de casas de madera podrida y presas de los insectos más dañinos; los
cultivos y las flores habían desaparecido en el mar de aguas, y los
sobrevivientes de la catástrofe, aún con el verde de agua en la piel, saludaron
a los primeros soles que volvían a iluminar su pueblo. Y Úrsula, la matriarca,
que estaba esperando a que escampara para morirse, se vio presa de la fiebre de
la restauración, y desde el mismo momento en que cesó la lluvia no tuvo un
instante de reposo para restaurar la casa y “espantar la ruina”, y para
decretar el final de los numerosos lutos superpuestos.
Llueve ahora torrencialmente sobre nuestro mundo. Es
tiempo de cambios, y no quiero pensar que las estirpes condenadas a cien años
de soledad no tengan una segunda oportunidad sobre la Tierra.
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