Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

miércoles, 27 de junio de 2018

¡QUE LA VUELVAN A RAPTAR! (Cuándo Zeus se llevó a Europa)

Puede que, hoy por hoy, sea el sitio menos malo para estar. Lo cual no significa que sea bueno. No es la Europa que debería ser,  no se acerca para nada a ese modelo de unidad que soñaban los defensores de un Viejo Continente fuerte, defensor de los valores democráticos, ejemplo para el mundo.
        Pues eso. Ni de lejos. Recordando el clásico mito griego, da ganas de que la vuelvan a raptar. Para ver si la devuelven en mejores condiciones, claro. El caprichoso y enamoradizo Zeus, transformado en un toro blanco, sedujo a la bella joven Europa, llevándola lejos de su gente y de su tierra. Así, sin más, que para eso era Dios. Y es que el universo mitológico griego estaba repleto de dioses que, lejos de ser justos, adolecían de las mismas debilidades que el hombre, aunque estaban dotados de poderes extraordinarios. Caprichosos y egoístas, no dudaban en emplear la fuerza y el engaño, cómodamente instalados en el Olimpo y sin preocuparse lo más mínimo por lo que pasaba abajo, entre los hombres.
        De todos es sabido que los dioses, los de antes y los de ahora, son caprichosos. No entendemos nada los simples mortales de los designios divinos, y así ha sido desde que el mundo es mundo, y aún antes. No hace falta tener una imaginación desbordada para hacer un paralelismo lógico entre la actitud de los antiguos dioses y el Gobierno de la Europa que padecemos. Cualquiera podría imaginar en las reuniones del  Consejo Europeo a nuestros jefes de gobierno en el Olimpo de Bruselas, tomando néctar y ambrosía y discutiendo ajenos a la realidad, ajenos a los comunes mortales a los que han enviado al inframundo de la penuria y la miseria con unas políticas de ajustes que han demostrado que solo sirven para seguir hundiéndonos en el pozo, para alejarnos del cielo.
        O a los que se ahogan en el Mediterráneo mientras se ponen de acuerdo en cupos y políticas migratorias o nos echan en brazos del populismo más obsceno., como si no recordaran lo sucedido no hace tanto.
        No queremos una Europa de los mercaderes, esa que sólo se pone de acuerdo en cuestiones monetarias, de recortes, de políticas de ajustes, de objetivos de déficits y demás zarandajas que sólo nos hacen la vida más difícil. Hay que dar una vuelta completa y volver a los inicios, a la idea de una unión de países solidarios, igualitarios, justos, humanitarios y compasivos. A la vieja idea de la democracia que nació justamente aquí, a las orillas del Mediterráneo, y que parece haber sido engullida por el mar que le dio la vida.
        Puede que aún no sea tarde, que no haga falta que la vuelvan a raptar. Que estemos a tiempo de rebelarnos contra los dioses caprichosos que no miran por los humanos.
        Aunque la mitología nos cuenta que Europa, sumisa y débil, fue abandonada por Zeus en Creta después de darle tres hijos y lo mejor de su vida…

Desde Macondo. SENTADOS EN EL ANDÉN

Cada vez que nos quejábamos de la incomodidad de un autobús, o de lo bien aprovechado (con retintín) que está el espacio en los aviones, o incluso del retraso de unos pocos minutos en el AVE, insuficientes para la devolución del importe del billete, pero retraso al fin y al cabo, mi padre nos contaba la fascinante historia de esa vez, mucho antes de que yo naciera, ni de que lo hicieran los hermanos que me preceden, ni que incluso hubiera empezado la vida en común con mi madre, en que tuvieron que ser evacuados de un tren por el desbordamiento del río Jarama.
          No de cualquier tren, no de uno “con las comodidades de ahora”, que eran vagones con asientos de madera, una auténtica tortura, especialmente cuando el viaje a Madrid podía prolongarse media docena de horas, que las máquinas daban para lo que daban. No he dicho, hasta ahora, que mi progenitor cumplirá noventa años en un par de meses, y que la historia de los incómodos y lentísimos trenes se remonta a hace al menos seis o siete décadas.
          Todo esto me ha pasado por la cabeza viendo la enésima imagen de un tren Extremadura-Madrid, con paso y parada en talavera, varado en las vías, esta vez por fuego, otras, por causas diferentes, con los pasajeros cargados de maletas en mitad de la nada, esperando el autobús salvador que los acercara a la civilización.
          Ya está bien de bromas. Que esto está muy por encima de lo soportable y no pueden salirse con la suya los que han decidido condenarnos a andar poco menos que en esos polvorientos trenes del Oeste a los que siempre adelantaba la  diligencia. No hablo de Alta Velocidad (¿Dónde andará?), ni de conexiones con esa Europa desgarrada e inconexa. Hablo de ese tren humilde que nos hace de cordón umbilical con otros puntos del país y nos permite aferrarnos a la idea de que no somos una isla, aislada y a la deriva condenada a cien o a mil años de soledad.
          Mientras en el resto del mundo avanzado se habla de aviones supersónicos, de estaciones espaciales y hasta de la conquista de Marte, aquí suspiramos por un trenecito normal, uno de esos que no va muy deprisa, nada de tren bala, ni tan siquiera alta velocidad, pero que te lleva a destino en un tiempo prudente, pasa a horarios regulares y no traquetea demasiado, que los huesos ya no son lo que eran, y se resienten.
          Seríamos moderadamente felices con unos vagones limpios, con cuarto de baño y esas cosas, y, si pudiera ser, que parara en estaciones convenientemente iluminadas, que esa es otra,  con algún banquito para sentarse a esperar, con climatización que nos librara de los rigores del invierno y del verano y, por pedir, en el colmo de la osadía, que tuviera una cantina para tomar un café o un bocadillo. Ya veis, pobres hasta para pedir, y ni eso nos conceden, que el Ministerio de Fomento ha decidido que no nos merecemos más que unos trenes antediluvianos, que llegan cuando quieren y se paran cuando les parece.
          Cuando Aureliano Triste decidió vincular Macondo con el resto del mundo sólo pronunció una frase: Hay que traer el ferrocarril. Y unos meses después, un  tren amarillo atravesaba la población entre silbatazos y resoplidos. En sucesivos viajes, el tren trajo la electricidad, y el cine, y el gramófono.
          Y Macondo empezó a ser ciudad. Hubo un antes y un después del ferrocarril, como en todas partes. Menos aquí, que seguimos, sentados en el andén,  desgranando nuestros cien años de soledad.

miércoles, 20 de junio de 2018

Desde Macondo. UN LARGO Y CÁLIDO VERANO

Oficialmente empieza hoy, a las 12,07, y durará 93 días y 15 horas, hasta el 23 de septiembre, cuando los calendarios den paso al otoño. Y digo los calendarios, porque ni en lo meteorológico, ni en lo que siempre hemos considerado normal en cada época del año, las cosas son como eran.
No sé en qué momento cambiaron las estaciones. En todo. No sólo en el clima, que también, por aquello de que nos estamos cargando el planeta. Pero hablo de otra cosa, del transcurrir normal de los días, las semanas, los meses… El otoño, comienzo de casi todo; el invierno, inevitable para esperar tiempos mejores; la primavera, promesa de nueva vida. Y del verano, fin de ciclo a la espera de volver a empezar.
        Un largo y cálido verano. Con su sopor, sus calores, los días larguísimos esperando el fresco de la noche. La vida entre paréntesis, con todo lo importante esperando hasta septiembre. Lecturas intrascendentes, diversiones más orgánicas que otra cosa, playa, siesta y terrazas. Y periódicos delgaditos, llenados a duras penas con fiestas de pueblo, reportajes intemporales, consejos de salud o de cocina, apuntes de viajes, imágenes de mar y pueblos, de aeropuertos repletos, de sombrillas y maletas o de largas colas de operaciones salida-retorno.
         Y poco más. Algún suceso y las inevitables “serpientes de verano”, que daban mucho juego a la hora de enfrentarse a la página en blanco. Así en todas partes. También en Macondo, cuando coincidiendo con el calor llegaban los gitanos, siempre con algo nuevo con lo que entretener los largos y sofocantes días. Una vez fue el hielo, nunca visto por aquellos calurosos lares; otra, el imán, al que se pegaban cucharas y sartenes como por arte de magia, y la lupa, que podía crear el fuego sólo con dirigirla al sol; y el catalejo, que mostraba las montañas más allá de la ciénaga. Y hasta una presunta alfombra voladora.
        Y así, mucho más allá de cien años de soledad. Siempre. Las serpientes de verano daban mucho juego para entretener las tertulias en las terrazas, los corrillos en las plazas y los atardeceres al fresco del patio. Asomando julio, y antes a veces, cualquier periódico o  noticiero de radio y televisión tenían su propia historia para pasar los meses de sequía informativa. Desde avistamientos de OVNIS hasta descubrimientos más o menos famosos, antiguas historias con pistas nuevas, crímenes espeluznantes que volvían a la luz o simplemente, amores y desamores de personajes y personajillos.
        Eran bichitos inofensivos, entretenidos, curiosos, que volvían a su guarida apenas asomaba septiembre. Pero hace tiempo que mutaron en sapos y culebras. En los peores bichos que la naturaleza, la Historia o la Mitología, nos han dejado de herencia. La Hidra, la Gorgona, la Medusa, la serpiente emplumada y hasta la de Adán y Eva que nos expulsó para siempre del Paraíso condenándonos a ganar el pan con el sudor de la frente.
        Y se acabó la dulce monotonía del verano.
        Ahora hablamos, también en julio y en agosto, con 40 grados a la sombra, de economía, de corrupciones y juzgados, de paro, de precariado, de “nimileuristas”, de trabajo basura, de pateras, que se multiplican con los calores…
        Hablaremos del Gobierno, que acaba de llegar y se supone que no tendrá vacaciones. Y que tendrá que hacer todo muy deprisa, que le queda poco tiempo y que, por lógica, tiene que hacerse omnipresente, colándose entre la sandía y el gazpacho, bajo la sombrilla,  en los paseos mañaneros de los pueblos, y en las charlas nocturnas buscando el fresco.
        No tendremos un verano tranquilo y, después de muchos otros de intranquilidad, me alegro. Porque el ambiente es menos rancio, el aire menos denso y, hagan los grados que hagan, se respirará mejor.

martes, 19 de junio de 2018

MÚSICA CELESTIAL (Sin concertinas desafinadas)

Estoy impaciente por escuchar la nueva orquesta. Aunque no suene exactamente a música celestial, ya se ha dado el primer paso para localizar y eliminar los instrumentos chirriantes, los que no llevaban el compás, los que iban a su bola saltándose todas las reglas de la armonía.
        Desde el mismo instante en que el ministro Grande Marlaska anunció la retirada de las concertinas comencé a soñar con una melodía distinta, sin gritos ni lamentos, aunque lejos aún de ser la pieza perfecta. Que es cuestión de ensayos y de valentía.
        No sé quien tuvo la diabólica idea de llamar concertinas a las cuchillas que siegan como hoces las ansias de futuro de los inmigrantes subsaharianos. Tal vez alguien que quiso dejar claro que en este concierto de instrumentos desafinados en que se ha convertido nuestro día a día, la única música que nos es dado escuchar es la indiferencia, como alternativa al quejido y al llanto..
        Sea como sea, hay cierta maldad subyacente en el nombre. El concertino es, sin duda, el violín que mejor suena en una orquesta, el primero, el encargado de ejecutar los solos más brillantes. En femenino, se llama concertina a una especie de acordeón de forma hexagonal u octogonal. Algo así como el bandoneón que acompañaba a Gardel. En uno y otro caso, sea del género que sea, nada que ver con dolor, sangre y destrucción. Salvo que hayan cogido el término por los pelos y lo asocien a réquiem, que muertos también hemos tenido.
        Llevamos años soportando a los directores de esta orquesta inhumana y cruel, que nos han cambiado la letra y la música. Y hasta los instrumentos. No hay en su partitura notas para la solidaridad, el respeto, la compasión, la melodía esperanzadora que te transporta a un mundo mejor o que, al menos te aleja temporalmente de las miserias de  éste. La batuta ha mutado en sable. Y todos los instrumentos están desafinados. Tocan en su propia clave, a su compás. Sin armonía que valga.
        Pero ahora hemos cambiado de dirección de orquesta. Tras mucho tiempo de asistir pasivamente a un concierto en el que todo suena mal, de taparnos los oídos por no vernos obligados a aplaudir; de tragar las insidias y las más que falsas explicaciones de que las letales cuchillas sólo causan lesiones leves, volvemos esperanzados al concierto.
        Alguien ha decidido acallar las concertinas, impedir que sigan sonando, poner en evidencia a quienes las han justificado, y que igual hasta  han disfrutado con los gritos de dolor, como otros disfrutamos de una sinfonía de Beethoven o una ópera de Verdi.
        No es, evidentemente, el paso definitivo, que queda mucho por hacer en el oscuro asunto de la inmigración. Pero por el momento, ha conseguido que empecemos a asociar concertinas con música de verdad, y no con dedos amputados o jirones de piel colgando de espaldas sangrantes.
        Y que podamos disfrutar de un concierto, de un solo de violín, o del fascinante sonido del bandoneón interpretando un tango sin escuchar de fondo los gritos desgarradores de quienes sienten en sus carnes el sonido de esos instrumentos diabólicos.

miércoles, 13 de junio de 2018

Desde Macondo. MÁS QUE CHAPA Y PINTURA

He podido sentir, casi físicamente, cómo brincaban los corazones en los pechos de millones de españoles, de todo color y condición, en el mismo instante en que el flamante presidente del país ofrecía un puerto para que atracara el Aquarius, el barco cargado con más de seiscientos emigrantes que vagaba por el Mediterráneo de rechazo en rechazo.
        No creo que quedara un español de bien que no se sintiera orgulloso del gesto, que no soltara un suspiro de alivio tras días de congoja e imágenes sobrecogedoras. Y que no dijese, aunque para su fuero interno, eso que pensamos muchos. No es lo mismo. Claro que no. Puede que sea un gesto, pero los gestos son importantes. Y marcan diferencias.
        Con todo, me asusta pensar que lo que nos queda por delante, lo que le queda al Gobierno Sánchez, no es una faena de aliño, es algo más que chapa y pintura, que el daño es profundo, la maquinaria está muy deteriorada y costará mucho volver a ponerla en marcha y que ruede aceptablemente bien.
        Lo que queda por delante no es ejecutar el programa de un partido, sino analizar pieza por pieza el motor renqueante de una democracia pervertida y desmembrada, y al tiempo, generar confianza en que se podrá retomar la marcha y rodar hacia un destino más halagüeño. Hacia un futuro menos imperfecto.
        Como si una apisonadora nos hubiera pasado por encima, todos los elementos sociales, políticos e institucionales presentan tal grado de deterioro que no sabría por dónde empezar la reconstrucción. Que reparar un par de abollones y dar unos brochazos a los arañazos ayuda, sobre todo para tomar aire y presentar nueva cara, pero sólo es maquillaje. Chapa y pintura.
        Debajo están los derechos sociales pisoteados, los laborales desaparecidos, la sanidad dañada hasta el infinito, la educación hasta más allá, la desigualdad institucionalizada y la pobreza, casi también.
         Una vez pasada la euforia de los primeros días, una vez recobrada la ilusión, que andaba escondida en algún rincón del alma en exilio involuntario, hay que meter en talleres este país nuestro y emplearse a fondo en limpiar bujías y filtros, en sustituir piezas inservibles, en traer de vuelta a las que dejaron de funcionar y en añadir las precisas para que el motor suene como debe sonar. Como el de un país en marcha que, con todas las dificultades, quiere salir adelante.
        Queremos cambiar de cara, que los colores sean más brillantes y que se reparen los arañazos y los abollones. Pero sobre todo, confiamos en que en que el cambio sea algo más, mucho más que chapa y pintura.

martes, 12 de junio de 2018

LA CASPA

Llevo más de una semana intentando quitarme la caspa que quedó flotando en el ambiente en el mismo momento que leí un sesudo artículo de un no menos sesudo diario (monárquico por más señas), a propósito del look de las nuevas ministras.
        Caspa, sí.  Y no me refiero a esas escamas de piel muerta que caen de la cabeza y cubren los hombros y la espalda como si hubiera nevado. Que eso, al fin y al cabo, no se puede evitar siempre por mucho que lo prometa la marca de champú de turno. Hablo de la acepción en figurado que de “caspa” figura en los diccionarios, y que hace de los “casposos” a aquellos cuyas ideas tienden a ser rancias, trasnochadas, de mal gusto, ordinarias, chabacanas, ramplonas, zafias...  Que huelen a naftalina que apostan, vamos.
        Yo que me las prometía tan felices pensando que esta entrada de aire fresco iba a acabar con la epidemia de caspa, que amenazaba con cronificarse, a fuerza de mantillas, novios de la muerte, medallas a vírgenes y santos y celebraciones pías a discreción.  Y mire usted por dónde, nos echan de golpe un saco de harina, para que no se nos olvide dónde estamos.
        Hay que ver lo que han dado de sí los atuendos de las 11 ministras del presidente Sánchez, mientras la gente normal, los que huimos de la caspa como de la peste, nos quedábamos con  la boca más o menos abierta valorando los currículos de quienes dirigirán los destinos de España en los próximos meses. Hombres y mujeres, por supuesto.
        Para los hombres, el diario de marras dedica unas cuantas líneas, las justitas para contarnos eso del traje oscuro y la corrección. Que tenía que reservar espacio y afilar la pluma a la hora de abordar la parte femenina, gloriosamente enorme, del Gabinete.
        Teresa Ribera, la mayor experta en cambio climático, se lleva la peor parte, aunque hay para todas. Desaliñada, con colores insípidos, mal peinada y sin una pizca de maquillaje. Eso sí, en su infinita misericordia, el diario le recomienda una marca que tan sólo cuesta 25€. Reyes Maroto es poco original y encima, lleva las faldas demasiado cortas. Un pantalón de Zara, baratito también, es la recomendación. Margarita Robles lleva zapatos anticuados, concretamente de los 90, y María Jesús Montero, a pesar de su “buen chasis” (sic), tiene que controlarse a la hora de lucir escotes o brazos al aire.
        Mejor paradas salen Meritxell Batet, aunque no se libra de ser calificada como “hippy chic”, y Carmen Calvo, a la que no ponen demasiadas pegas.
        Paro ¡Ay!, Nadia Calvino lleva los mismos trajes que  Melanie Griffith en “Armas de Mujer”, es decir, que viste como en los 80. Otra con un “chasis de aquí te espero” (también sic), es Magdalena Valerio, a la que sugieren cariñosamente que vista más de blanco y menos de rojo. Eso sí, cuando tuvo cáncer lucía los turbantes como nadie. Como para ir a una boda de los 90 se arregla Isabel Celáa, la portavoz, mientras Carmen Montón no ha encontrado su estilo. Hasta encuentran un pero para Dolores Delgado, de la que dicen es la ministra “más bella y moderna”. No obstante, debería llevar bolsos más grandes. Que no se iba a ir de rositas.
         Podría hasta encontrarle la gracia al articulito de pero no me da la gana. Que ya está bien de caspa y que tenemos que emplear todas las lociones, todos los champuses del mundo para desterrarla para siempre.
        Que bastante la hemos sufrido en silencio.

miércoles, 6 de junio de 2018

Desde Macondo.CUESTIÓN DE ESTADO

Hay asuntos, como la pobreza infantil, que sí o sí deberían ser siempre cuestión de Estado. Otra cosa es lo que el estado en cuestión haga a la hora de actuar frente a ella. Por eso ha sido un soplo de aire fresco escuchar que el nuevo Gobierno quiere crear un Alto Comisionado para la pobreza infantil.
        Ha sido sólo un anuncio, con unas breves pinceladas. Que lo albergará la Presidencia del Gobierno, y que dependerá así de forma directa de Pedro Sánchez. No hay muchos más detalles, y menos aún concreciones de partidas presupuestarias y esas cosas tan imprescindibles. 
        Pero el mero enunciado es mucho, porque significa que, en principio, no se va a pasar de puntillas sobre este tema, no se va a enmascarar con indicadores macroeconómicos, con falsas recuperaciones, con datos del PIB, de la deuda o del cumplimiento del déficit. Es cuestión de Estado, y tiene que figurar en lo más alto en el orden de prioridades.
        Muy miserable sería si no ocupara este espacio, y todos cuantos tenga disponibles, para alertar, insistir y machacar sobre la pobreza que afecta a la infancia. El hambre, por decirlo en román paladino, y porque es la traducción real, la primera entrada en el diccionario de este tiempo que nos ha tocado vivir.
        En los últimos años, y camuflado entre  mil datos de la economía, nos están pasando desapercibidos un informe tras otro de todos los organismos habidos y por haber, desde UNICEF a la OCDE pasando por Cáritas y las ONG que más se ocupan de la infancia.  Cuatro de cada diez niños españoles pasan hambre. Más de dos millones y medio…y subiendo. España es el tercer país de Europa con más niños pobres. Sí, España. Que está aquí mismo, no en Etiopía, ni en Mali ni en Bangladesh.
        Son nuestros niños. No los de la cabeza del negrito con pelo rizado con el que nos enviaban a la calle el día de la cuestación del Domund.  No viven en un país remoto,  con interminables sabanas y tierras cuarteadas; no miran al intrépido fotógrafo con los labios llenos de moscas, los pies descalzos y las tripas hinchadas. Y por eso no los vemos. O miramos hacia otro lado para no encontrarnos con sus ojos.
        No los hacemos cuestión de Estado. No se ven a la hora de bajar salarios, subir impuestos, cerrar comedores o quitar la miserable ayuda de cien euros por trimestre a las familias numerosas. No se piensa en su frío a la hora de subir el gas, o la luz, ni al rebajar las becas o las ayudas al transporte, ni al borrar de la agenda de los que mandan las políticas de apoyo a la infancia.
        La crisis ha dejado un panorama desalentador que, como siempre, se centra en los más vulnerables. Pero no se ha considerado importante, no al menos para  perder un minuto en leer un informe preocupante que nos habla de niños con un futuro de hambre, de hambre de alimentos, de afectos y de educación. Ya saben, eso de comer gachas y aprender a leer, escribir y “echar cuentas”. Y mucho menos para buscar soluciones.
         Que estamos en otras cosas. Que las cuestiones de Estado no pasan por estas minucias. Que crecer al tres por ciento, y hasta más, centra todos los esfuerzos. Aunque sean otros los que crezcan. Porque es inevitable preguntarse cómo serán esos niños de adultos, si llegan. Cómo canalizarán tanto miedo, tanta hambre, tanto sufrimiento, tantas carencias,  tantas penalidades sufridas, tanta infancia robada
         Sólo por esto se me revuelven las tripas cuando oigo lo de estamos mejorando, o se hace lo que hay que hacer, o el maldito déficit es lo primero. Lo primero es comer y, como en toda familia que se precie, los niños son los primeros, aunque los padres coman pan duro o se vayan a la cama sin cenar.
        Extrapolando, los padres son los gobernantes, los que tienen las riendas del país, los poderosos, los ricos, que no deberían estar sentados en sus escaños, en sus palacios o en sus casas de lujo mientras un solo niño se vaya a la cama sin cenar. Somos todos nosotros, aunque poco podamos hacer, amén de iniciativas particulares que quedan en la conciencia de cada cual. Y todo lo demás es secundario.
        En Macondo, los niños que lloraban en el vientre de su madre nacían con una maldición. Hemos estado tan entretenidos con otras cosas que no hemos oído el llanto y hemos condenado a más de más de dos millones de niños a vivir en la pobreza.
        Por eso me ha llenado de esperanza saber que habrá un Comisionado para ocuparse directamente del tena. Que será, por fin, Cuestión de Estado.

martes, 5 de junio de 2018

LA ESPERANZA

Las vueltas que da la vida. Y no es una frase hecha. Hace escasos días, una semana para ser exactos, me refería yo en este mismo espacio a los pecados capitales, a todos, a los siete, que me perseguían y me encontraba por todas partes, sólo con echar un ojo al panorama político que nos atenazaba y nos agobiaba.
        Y al cabo de pocas fechas, aquí estoy hablando de esperanza. No es que me haya vuelto pía de momento, y os vaya a relatar las virtudes cardinales y teologales, entre las que figura la protagonista de hoy. Que ya mucho antes del cristianismo, los griegos hablaban de ella en la historia de la Caja de Pandora. Ya sabéis, esa curiosilla impaciente que liberó todos los males al mundo, dejando en el fondo a Elpis, la esperanza. También los romanos la honraron ampliamente, como hermana del Sueño que da tregua a nuestras tribulaciones, y de la Muerte que acaba con lo bueno y con lo malo.
        Pero más allá de mitología y de dogmas de fe, es el diccionario el que pone las cosas en su sitio y nos da una rotunda definición que, sin una letra de más o de menos, pone negro sobre blanco lo que muchos, y muchas, sentimos en este momento. La Real Academia Española define la esperanza como “Estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea”.
        Y en esas estamos. Ha surgido de improviso, en cuatro días, sin avisar. Ha salido del fondo de la caja de Pandora para instalarse en primera fila con todo su poderío. Como si siempre hubiera estado ahí, como si no la hubiéramos perdido nunca, o hubiera andado un tanto despistada en los últimos tiempos.
        Aún en el horizonte incierto que se presenta, es su momento, el de la esperanza. Tiempo habrá de sosegarse y analizar las cosas con calma. Incluso de desesperarse de nuevo. O hasta de volver a echar mano a alguno de los pecados capitales. Pero eso será después.  Cuando hayamos recordado que existe el aire fresco y que podemos respirarlo. Cuando hayamos dado su espacio al recuerdo, a los momentos en que, con sus luces y sus sombras, el presente no nos asfixiaba y el futuro no se presentaba tan imperfecto.
        La esperanza nos ha permitido, al menos, recordar.  Y aunque se hayan cargado las enseñanzas clásicas, como tantas cosas, tengo muy presente que recordar  viene del latín  re-cordis, volver a pasar por el corazón. Después de mucho tiempo de corazón encogido, o “sobrecogido”, por hacer la broma fácil, estamos listos para recordar que se pueden cambiar las cosas, que se puede volver a una atmósfera mínimamente respirable.
        Serán precisos muchos corazones, latiendo a la vez y acompasados, derrochando una auténtica hemorragia de trabajo, de generosidad y de compromiso, para cumplir las expectativas de cuantos se han lanzado a abrir puertas y ventanas para que entre el aire.
        Pero la esperanza, por el momento, es la mejor medicina para evitar  el infarto definitivo. Es hora de cambiar las reglas del juego, antes de que llegue el infarto definitivo.