Ha sido sólo un anuncio, con unas breves pinceladas. Que lo albergará la Presidencia del Gobierno, y que dependerá así de forma directa de Pedro Sánchez. No hay muchos más detalles, y menos aún concreciones de partidas presupuestarias y esas cosas tan imprescindibles.
Pero el mero enunciado es mucho, porque significa que, en principio, no se va a pasar de puntillas sobre este tema, no se va a enmascarar con indicadores macroeconómicos, con falsas recuperaciones, con datos del PIB, de la deuda o del cumplimiento del déficit. Es cuestión de Estado, y tiene que figurar en lo más alto en el orden de prioridades.
Muy miserable sería si no ocupara este espacio, y todos cuantos tenga disponibles, para alertar, insistir y machacar sobre la pobreza que afecta a la infancia. El hambre, por decirlo en román paladino, y porque es la traducción real, la primera entrada en el diccionario de este tiempo que nos ha tocado vivir.
En los últimos años, y camuflado entre mil datos de la economía, nos están pasando desapercibidos un informe tras otro de todos los organismos habidos y por haber, desde UNICEF a la OCDE pasando por Cáritas y las ONG que más se ocupan de la infancia. Cuatro de cada diez niños españoles pasan hambre. Más de dos millones y medio…y subiendo. España es el tercer país de Europa con más niños pobres. Sí, España. Que está aquí mismo, no en Etiopía, ni en Mali ni en Bangladesh.
Son nuestros niños. No los de la cabeza del negrito con pelo rizado con el que nos enviaban a la calle el día de la cuestación del Domund. No viven en un país remoto, con interminables sabanas y tierras cuarteadas; no miran al intrépido fotógrafo con los labios llenos de moscas, los pies descalzos y las tripas hinchadas. Y por eso no los vemos. O miramos hacia otro lado para no encontrarnos con sus ojos.
No los hacemos cuestión de Estado. No se ven a la hora de bajar salarios, subir impuestos, cerrar comedores o quitar la miserable ayuda de cien euros por trimestre a las familias numerosas. No se piensa en su frío a la hora de subir el gas, o la luz, ni al rebajar las becas o las ayudas al transporte, ni al borrar de la agenda de los que mandan las políticas de apoyo a la infancia.
La crisis ha dejado un panorama desalentador que, como siempre, se centra en los más vulnerables. Pero no se ha considerado importante, no al menos para perder un minuto en leer un informe preocupante que nos habla de niños con un futuro de hambre, de hambre de alimentos, de afectos y de educación. Ya saben, eso de comer gachas y aprender a leer, escribir y “echar cuentas”. Y mucho menos para buscar soluciones.
Que estamos en otras cosas. Que las cuestiones de Estado no pasan por estas minucias. Que crecer al tres por ciento, y hasta más, centra todos los esfuerzos. Aunque sean otros los que crezcan. Porque es inevitable preguntarse cómo serán esos niños de adultos, si llegan. Cómo canalizarán tanto miedo, tanta hambre, tanto sufrimiento, tantas carencias, tantas penalidades sufridas, tanta infancia robada
Sólo por esto se me revuelven las tripas cuando oigo lo de estamos mejorando, o se hace lo que hay que hacer, o el maldito déficit es lo primero. Lo primero es comer y, como en toda familia que se precie, los niños son los primeros, aunque los padres coman pan duro o se vayan a la cama sin cenar.
Extrapolando, los padres son los gobernantes, los que tienen las riendas
del país, los poderosos, los ricos, que no deberían estar sentados en sus
escaños, en sus palacios o en sus casas de lujo mientras un solo niño se vaya a
la cama sin cenar. Somos todos nosotros, aunque poco podamos hacer, amén de
iniciativas particulares que quedan en la conciencia de cada cual. Y
todo lo demás es secundario.
En Macondo, los niños que lloraban en el vientre de su madre
nacían con una maldición. Hemos estado tan entretenidos con otras cosas que no
hemos oído el llanto y hemos condenado a más de más de dos millones de niños a
vivir en la pobreza.Por eso me ha llenado de esperanza saber que habrá un Comisionado para ocuparse directamente del tena. Que será, por fin, Cuestión de Estado.
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