Cada vez que nos quejábamos de la
incomodidad de un autobús, o de lo bien aprovechado (con retintín) que está el
espacio en los aviones, o incluso del retraso de unos pocos minutos en el AVE, insuficientes
para la devolución del importe del billete, pero retraso al fin y al cabo, mi
padre nos contaba la fascinante historia de esa vez, mucho antes de que yo
naciera, ni de que lo hicieran los hermanos que me preceden, ni que incluso
hubiera empezado la vida en común con mi madre, en que tuvieron que ser
evacuados de un tren por el desbordamiento del río Jarama.
No de cualquier tren, no de uno “con las
comodidades de ahora”, que eran vagones con asientos de madera, una auténtica
tortura, especialmente cuando el viaje a Madrid podía prolongarse media docena
de horas, que las máquinas daban para lo que daban. No he dicho, hasta ahora,
que mi progenitor cumplirá noventa años en un par de meses, y que la historia
de los incómodos y lentísimos trenes se remonta a hace al menos seis o siete
décadas.
Todo esto me ha pasado por la cabeza
viendo la enésima imagen de un tren Extremadura-Madrid, con paso y parada en
talavera, varado en las vías, esta vez por fuego, otras, por causas diferentes,
con los pasajeros cargados de maletas en mitad de la nada, esperando el autobús
salvador que los acercara a la civilización.
Ya está bien de bromas. Que esto está
muy por encima de lo soportable y no pueden salirse con la suya los que han
decidido condenarnos a andar poco menos que en esos polvorientos trenes del
Oeste a los que siempre adelantaba la diligencia. No hablo de Alta Velocidad (¿Dónde
andará?), ni de conexiones con esa Europa desgarrada e inconexa. Hablo de ese
tren humilde que nos hace de cordón umbilical con otros puntos del país y nos
permite aferrarnos a la idea de que no somos una isla, aislada y a la deriva
condenada a cien o a mil años de soledad.
Mientras en el resto del mundo avanzado
se habla de aviones supersónicos, de estaciones espaciales y hasta de la
conquista de Marte, aquí suspiramos por un trenecito normal, uno de esos que no
va muy deprisa, nada de tren bala, ni tan siquiera alta velocidad, pero que te
lleva a destino en un tiempo prudente, pasa a horarios regulares y no traquetea
demasiado, que los huesos ya no son lo que eran, y se resienten.
Seríamos moderadamente felices con unos
vagones limpios, con cuarto de baño y esas cosas, y, si pudiera ser, que parara
en estaciones convenientemente iluminadas, que esa es otra, con algún banquito para sentarse a esperar,
con climatización que nos librara de los rigores del invierno y del verano y,
por pedir, en el colmo de la osadía, que tuviera una cantina para tomar un café
o un bocadillo. Ya veis, pobres hasta para pedir, y ni eso nos conceden, que el
Ministerio de Fomento ha decidido que no nos merecemos más que unos trenes
antediluvianos, que llegan cuando quieren y se paran cuando les parece.
Cuando Aureliano Triste decidió vincular
Macondo con el resto del mundo sólo pronunció una frase: Hay que traer el ferrocarril.
Y unos meses después, un tren amarillo
atravesaba la población entre silbatazos y resoplidos. En sucesivos viajes, el
tren trajo la electricidad, y el cine, y el gramófono.
Y Macondo empezó a ser ciudad. Hubo un
antes y un después del ferrocarril, como en todas partes. Menos aquí, que
seguimos, sentados en el andén,
desgranando nuestros cien años de soledad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario