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miércoles, 27 de junio de 2018

Desde Macondo. SENTADOS EN EL ANDÉN

Cada vez que nos quejábamos de la incomodidad de un autobús, o de lo bien aprovechado (con retintín) que está el espacio en los aviones, o incluso del retraso de unos pocos minutos en el AVE, insuficientes para la devolución del importe del billete, pero retraso al fin y al cabo, mi padre nos contaba la fascinante historia de esa vez, mucho antes de que yo naciera, ni de que lo hicieran los hermanos que me preceden, ni que incluso hubiera empezado la vida en común con mi madre, en que tuvieron que ser evacuados de un tren por el desbordamiento del río Jarama.
          No de cualquier tren, no de uno “con las comodidades de ahora”, que eran vagones con asientos de madera, una auténtica tortura, especialmente cuando el viaje a Madrid podía prolongarse media docena de horas, que las máquinas daban para lo que daban. No he dicho, hasta ahora, que mi progenitor cumplirá noventa años en un par de meses, y que la historia de los incómodos y lentísimos trenes se remonta a hace al menos seis o siete décadas.
          Todo esto me ha pasado por la cabeza viendo la enésima imagen de un tren Extremadura-Madrid, con paso y parada en talavera, varado en las vías, esta vez por fuego, otras, por causas diferentes, con los pasajeros cargados de maletas en mitad de la nada, esperando el autobús salvador que los acercara a la civilización.
          Ya está bien de bromas. Que esto está muy por encima de lo soportable y no pueden salirse con la suya los que han decidido condenarnos a andar poco menos que en esos polvorientos trenes del Oeste a los que siempre adelantaba la  diligencia. No hablo de Alta Velocidad (¿Dónde andará?), ni de conexiones con esa Europa desgarrada e inconexa. Hablo de ese tren humilde que nos hace de cordón umbilical con otros puntos del país y nos permite aferrarnos a la idea de que no somos una isla, aislada y a la deriva condenada a cien o a mil años de soledad.
          Mientras en el resto del mundo avanzado se habla de aviones supersónicos, de estaciones espaciales y hasta de la conquista de Marte, aquí suspiramos por un trenecito normal, uno de esos que no va muy deprisa, nada de tren bala, ni tan siquiera alta velocidad, pero que te lleva a destino en un tiempo prudente, pasa a horarios regulares y no traquetea demasiado, que los huesos ya no son lo que eran, y se resienten.
          Seríamos moderadamente felices con unos vagones limpios, con cuarto de baño y esas cosas, y, si pudiera ser, que parara en estaciones convenientemente iluminadas, que esa es otra,  con algún banquito para sentarse a esperar, con climatización que nos librara de los rigores del invierno y del verano y, por pedir, en el colmo de la osadía, que tuviera una cantina para tomar un café o un bocadillo. Ya veis, pobres hasta para pedir, y ni eso nos conceden, que el Ministerio de Fomento ha decidido que no nos merecemos más que unos trenes antediluvianos, que llegan cuando quieren y se paran cuando les parece.
          Cuando Aureliano Triste decidió vincular Macondo con el resto del mundo sólo pronunció una frase: Hay que traer el ferrocarril. Y unos meses después, un  tren amarillo atravesaba la población entre silbatazos y resoplidos. En sucesivos viajes, el tren trajo la electricidad, y el cine, y el gramófono.
          Y Macondo empezó a ser ciudad. Hubo un antes y un después del ferrocarril, como en todas partes. Menos aquí, que seguimos, sentados en el andén,  desgranando nuestros cien años de soledad.

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