Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

domingo, 30 de diciembre de 2018

SÓLO PROSPERIDAD


Seguro que no son muchos, más bien ninguno, los que en estas fechas os hayan deseado prosperidad. Sólo eso. Con tanto “meme”, “gif” vídeos virales y frases hechas varias, enmarcadas en botellas de champán, serpentinas, gorritos y demás que invaden nuestros teléfonos y correos electrónicos en estas fechas, me siento viejuna y trasnochada expresando el deseo de toda la vida para lo que se nos avecina. Próspero Año Nuevo.
Sin más. Sin bromitas más o menos afortunadas o divertidas. Claro que podemos pedir una pareja, o un divorcio, o un chalé o uno de esos carísimos coches que llevan los deportistas famosos. Supongo que eso también es desear prosperidad, que al fin y al cabo el diccionario de la Real Academia (que espero me acompañe también en el año nuevo como en todos desde que tengo memoria), define próspero con sólo dos acepciones: Dicho de una cosa: “Favorable, propicia, venturosa”. Y dicho de una persona, “que tiene éxito económico”.
Ya lo hemos jodido. Con lo bien que íbamos, y resulta que nos vuelven a lo de siempre, al dinero. Que nos recuerdan que la prosperidad pasa por los Mercados, por el IBEX, por el crecimiento del PIB del primer mundo (que los otros nos quedan lejos) y por liderar esa fastuosa recuperación que nos llevan vendiendo hace años, aunque aún no nos hayamos percatado de que ya está entre nosotros.
Sin desdeñar la segunda acepción del término “próspero”, que una es humana, come todos los días, cambia de abrigo de cuando en cuando y enciende la calefacción en esos interminables y húmedos días de niebla, me quedo con la primera parte. Favorable, propicio, venturoso…
Son mis deseos propios para un próspero 2019, pero también lo son para los míos y para toda la gente de bien. Cabe todo en tres adjetivos; cabe la paz, la igualdad tan lejana y casi inaccesible, la solidaridad, que casi ha desaparecido del diccionario oficial, y sólo permanece en pequeños textos individuales, en el corazón de cada cual y en los esfuerzos de ONG y asociaciones humanitarias que suplen los “olvidos” de los dirigentes. En la prosperidad que le pido al año nuevo entran las mujeres maltratadas y asesinadas que conforman una larga y penosa lista a finales en días de balance. Y también tienen un lugar los que no tienen trabajo, y  los que, trabajando, no llegan ni tan siquiera a mitad de mes.
Caben el diálogo y el entendimiento a todos los niveles, olvidados por el desuso, que ya nadie dice eso de que  hablando se entiende la gente. Cabemos todos, porque las personas tienen, tenemos, que ser lo primero. Las palabras deben sustituir al tintineo de las monedas;  los corazones deben volver a ocupar el lugar que les han usurpado las carteras, y los abrazos y los besos, a los emoticonos uniformes y monótonos. La risa debe sonar a castañuelas, no ser un monigote con la boca abierta. Y el llanto, sano y liberador a veces, no puede quedar  reducido a otro muñeco con ojos chorreantes.
No voy a hacer balance, por no acabar el año en rojo, en el peor color que se puede acabar cuando has perdido para siempre un ser querido y no te bastan del todo los recuerdos, al menos de momento, para llenar el hueco de la ausencia.
Con el puntapié en salva sea la parte al año que dejamos, al mundo convulso, al incierto panorama político en todas partes, a la ruptura del contrato social, tal y como lo concebíamos, mi único deseo es que todos creamos que un año mejor es posible. Y que luchemos por conseguirlo. Por salir del tiempo circular de Macondo y evitar la maldición de otros cien años de soledad.
Feliz y Próspero Año Nuevo.

jueves, 27 de diciembre de 2018

Desde Macondo. EL AÑO DE LA REFUNDACIÓN

Alguno tiene que ser, y no estaría mal que fuera el que nos aprestamos a comenzar, el 2019. No sé si es porque he cumplido un año más, por la proximidad de las elecciones, por las malas noticias que periódicamente llegan de  las cumbres del clima, o por otras cosas que, en el plano de lo personal, han removido mi espacio vital y lo han hecho un poco menos habitable. O quizá sea tan sólo por ese estado de ánimo que nos deja el final de algo, del año, en este caso, que ha puesto de manifiesto el lamentable estado del planeta que habitamos.
          El caso es que me ha dado por pensar que hay que refundar el mundo. Que este no nos vale, y que no tiene arreglo visible. Es más, va a peor. No me apetece nada seguir viendo una mala película en la que las imágenes son o planas o terribles, y la banda sonora la componen ruido de bombas, llantos y lamentos mezclados con el tintinear del dinero en bolsillos inaccesibles y mensajes que ponen los pelos de punta y nos remontan a un pasado infinitamente peor.
          Tiene que llegar la refundación  para que podamos pisar suelo firme, y para que del cielo vuelva a caer agua limpia y no lluvia ácida; para que el Mediterráneo vuelva a ser mar y no cementerio, para que corran los ríos y retorne el color verde a los montes quemados, para que la nieve no abandone las cumbres, su residencia habitual, la arena no deje el desierto, su casa, e invada terreno ajeno, y el sol caliente lo justo, sin incendiar la tierra.
          Tal vez, en un mundo nuevo, veamos las cosas de otra forma. Con otra luz, con un aire limpio, igual vemos más claros todos los males que hay que desterrar, la pobreza, la desigualdad, las guerras, las intransigencias, el creciente poder de los mercados y el poder asfixiante de los mercaderes, la tiranía de los dioses, se llamen como se llamen, que han olvidado conceptos como paz, solidaridad, generosidad, convivencia, justicia, amor…Los números, que han sustituido a las palabras, y los apuntes contables, que han acabado con la poesía.
          Hay que empezar de cero. Refundar el mundo como hizo el primer Buendía cuando fundó Macondo pensando de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazando las calles con tan buen sentido que ninguna vivienda recibía más sol que otra a la hora del calor. Y en pocos años, fue un pueblo ordenado y laborioso. Y hasta razonablemente feliz.
          Claro que luego llegó el diluvio, y hubo epidemias, y que la compañía bananera se marchó del pueblo, y los pájaros muertos caían del cielo. Y hubo guerras. Pero fue después de muchos años de soledad. Los años que estamos viviendo.
          Ha sido bonito mientras lo escribía. Habrá elecciones, y seguiremos discutiendo sobre el calentamiento del planeta, no acabará la guerra en Siria y el Mare Nostrum seguirá siendo última morada de centenares de refugiados que también buscan otro mundo; y habrá ricos más ricos y pobres más pobres. Y seguirán avanzando los partidos políticos con mensajes que nos erizan el vello, porque nos remontan a mundos pasados mucho peores que este. Y todos intentaremos sobrevivir en estos tiempos que nos han tocado vivir.
          Hace un par de años, por estas fechas, nos contaron que se había descubierto una nueva estrella. Cervantes, la llamaron, con cuatro planetas bautizados como Quijote, Rocinante, Sancho y Dulcinea. No sería mala idea para volver a empezar, para poder dejar este mundo de “cuerdos” y refundar otro en el que las divinas locuras del Hombre de la Mancha fueran Ley.
          Pero creo que Cervantes no es habitable. A pesar de todo, Feliz Año Nuevo.

domingo, 16 de diciembre de 2018

Desde Macondo. CUENTO DE NAVIDAD


Cambian los tiempos, y los cuentos, también. En estos días de fiesta obligatoria, de alegría casi por decreto y de sensibilidades a flor de piel, por mandato o por costumbre, me pregunto cómo hubiera sido el Cuento de Navidad de mi admirado Dickens si tuviera que escribirla ahora, doscientos años después. Y desde el humilde conocimiento que me proporciona el haber leído toda su obra puedo asegurar que hubiera sido bien distinto. De principio a fin, fantasmas incluidos.
          Se mantendría la estructura, y los personajes. Y el fondo de la historia. Scrooge seguiría siendo el personaje malvado y sórdido, avaro e insensible. Tal vez ahora, en tiempo presente, tuviera una cuenta en Suiza, no pagara impuestos y hasta cobrara en sobres. Por supuesto, explotaría al pobre escribiente, con contrato a tiempo parcial y en precario, y le pagaría en B. Seguro que hasta pensaba que se merecía hacer sacrificios por ser pobre. Y hasta se permitiría despedirlo sin indemnización alguna, que ya encontraría el truco en  la ley.
          El Scrooge de nuestros días despediría con cajas destempladas al espíritu de las Navidades pasadas, el que le recordaba que alguna vez fue joven, inocente y hasta con buenos sentimientos. Y se reiría del pobre enviado del más allá empeñado en enseñarle el presente, el frío, el hambre, la pobreza, la miseria, reunidos en torno a tantos hogares. Si acaso, sacaría pecho diciendo que, gracias a él, las familias se habían convertido en ONG, compartiendo los escasos recursos de que disponían.
          Lo que más claro tengo es que el libro no terminaría igual, que ya han pasado los tiempos en que los cuentos acababan con fueron felices y comieron perdices. La Canción de Navidad no sonaría dulce y alegre en las últimas páginas, con un protagonista arrepentido y repartiendo sus riquezas entre los más perjudicados por sus tropelías y las de otros de su ralea. El espíritu de las navidades del futuro se iría con el rabo entre las piernas, sin conseguir ablandar el corazón de Ebenezer Scrooge. Igual hasta acababa sentenciado por la Ley Mordaza (que sigue en vigor), por hablar de más y, sobre todo, por hacerlo a favor de los necesitados.
          Ni cesta de Navidad para su empleado, ni un regalito para su hijo enfermo y, por supuesto, nada de subida de salario o de contrato indefinido, que eso era de otra época.  De devolver lo robado, ni pensarlo. Los nuevos protagonistas del cuento tienen claro que han ganado y que no hay escrúpulos que valgan. Que así es el mundo y así son las navidades. Que siempre ha habido ricos y pobres (ahora más), y el resto son ñoñerías. Que el pueblo está para hacer sacrificios y los ricos, para cobrarlos.
          Y que no les vengan con cuentos. No sé si Dickens, el gran novelista de lo social, hubiera tirado la toalla al saber que todas sus historias con final feliz deberían ser reescritas, que no se puede ablandar una piedra, que es imposible conectar las distintas capas sociales y que no hay tregua ni siquiera en Navidad.
A pesar de todo, felices fiestas.

PREGUNTAS PARA JAKELIN


Se me ocurren un montón de preguntas que hacerle a Jakelin. Tal vez porque sepa que no me puede contestar ninguna, y, desde el inconsciente, busque mis propias respuestas. La pequeña guatemalteca, muerta en la frontera con Estados Unidos en la misma semana en que cumplía 7 años, se ha llevado a la tumba todas nuestras vergüenzas, nuestra indiferencia, nuestro mirar hacia otro lado, nuestros corazones duros como piedras y fríos como el hielo, que se han reblandecido un tanto ante la mirada de esos ojos redondos que nos miran sin entender nada.
          Me hubiera gustado preguntarle a Jakelin, que llevaba una semana caminando, desde su aldea, atravesando el desierto mexicano, si le dolían los pies, si tenía ampollas o heridas; si había pasado frío en las noches al raso, tras soportar las ardientes arenas por el día; si había comido y bebido lo suficiente, si su padre, que caminaba a su lado, estaba de humor para ayudarla en el trance.Si echaba de menos el abrazo de su madre. 
          Y si entendía por qué se razón quedaron en la aldea su madre y sus hermanos y fue ella la elegida para la peligrosa travesía hacia el hipotético paraíso; si no hubiera preferido quedarse en casa, por pobre y mísera que fuera, jugando con sus muñecas, aunque fueran de palo y trapos, en lugar de emprender el camino que la ha llevado a la tumba.
          Jakelin ya no puede responder, y los que buscan respuestas, por aquello de cumplir el trámite y para acallar el revuelo mediático que siempre supone la muerte de un niño, se despacharán, a la vuelta de unas fechas, hablando de deshidratación, fallo hepático o secuelas de alguna enfermedad durmiente adquirida allá en las selvas de su país.
Ya da igual. No me interesa conocer esa respuesta. No les interesa tampoco a los cientos de Jakelin, Aylan, Mohamed o los niños y niñas sin nombre que caen a diario bajo las bombas en Yemen o Siria, o que se ahogan en el Mediterráneo sin que sepamos siquiera que han existido.
          ¿Qué pensarán? ¿Qué pasará por sus cabezas, arrancados de sus casas, enfrentados a la fuerza al mar oscuro, a la noche, al hambre, al frío, a lo desconocido? ¿Qué le dirán a sus padres, qué explicaciones pedirán? Qué es contentarán, porque no se me ocurre nada que se pueda decir a un niño en esas circunstancias. No tengo hijos, y, aunque lo intente, no puedo comprender en su totalidad, en todo su horror, la tragedia que supone para unos padres tomar la decisión de marcharse con sus hijos rumbo a lo desconocido para buscar un mundo mejor.
          Y encontrarse con muros, concertinas, patrulleras, racistas y xenófobos. O, como Jakelin, con la muerte.    

miércoles, 12 de diciembre de 2018

Desde Macondo. LA "FLORECILLA" DEL TAJO

El Tajo tenía “una florecilla”, como se dice por aquí. Las lluvias de las últimas semanas, y el cierre del grifo del trasvase en el último mes, le habían dado un pelín de color y alegría.  Hasta había, o me parecía a mí, más aves en sus islas y más movimiento en sus aguas.  Había rejuvenecido un tanto, con la expectativa, como nosotros, pobres ilusos, de que esto fuera el principio de algo, de la recuperación  después de un largo periodo de enfermedad.
          Pensábamos que estábamos saliendo del coma, y que, como en el olmo viejo del poema Machado, un minúsculo retoño anunciaba el principio de una nueva primavera. Pero más allá de la poesía, la prosa infame y oficial del BOE nos trae un nuevo trasvase. Para ya. Sin tiempo a que casi nadie, aunque tengamos el río frente a la puerta de casa, hayamos podido advertir mínimas señales de vida. Que ya pienso si habré soñado lo de las aves, los peces y la alegría.
          No hay respiro para el Tajo, y está visto que no lo habrá, esté quien esté en las alturas, en la toma de decisiones sobre la vida y la muerte de nuestro río. El “trasvase cero” para regadíos de noviembre ha hecho posible que el nivel 3 de Entrepeñas y Buendía pase al nivel 2 y, con la Ley en la mano, se puede trasvasar más cantidad.
          La ley decide que vivan los frutos de la tierra murciana y que muera el largo curso del río; que crezcan frondosas las verduras y las frutas y, a cientos de kilómetros, sólo veamos malas hierbas colonizando lo que antes ocupaba el agua. La ley mira los embalses, vigilando cada gota que cae para enviarla de viaje rápidamente por la tubería del trasvase. Para que no pueda llegar al río.  Que sigue muriendo.
          Recuerdo que hace unos meses, un tribunal de India declaró los ríos sagrados Ganges y Yamuna “entidades vivientes”, con el ánimo de que esta declaración ayudará a protegerlos ríos, ya que a partir de ese momento, cuentan con todos los derechos constitucionales y reglamentarios de los seres humanos, incluido el derecho a la vida.
          Puede que no sirva para nada, pero sería un detalle con nuestra “entidad moribunda”, que está pidiendo a gritos una declaración de amor, tres palabras que la salve de la agonía y la desaparición irreversible. Hablo del Tajo, y las palabras son, obviamente, Fin del Trasvase.
          Por el momento, el río no tiene derecho a la vida. No la tienen los peces, ni los juncos, ni los patos, ni las aves que anidan en sus islas o las que lo sobrevuelan para buscarse el sustento. Ellos, como nosotros, están condenados a convivir con el cieno, el lodo, las espumas malolientes y las malas hierbas.
          No sé si aún estamos a tiempo de conseguir que el Tajo sea considerado una entidad viviente, un ser lleno de fuerza y juventud, viendo al anciano decrépito y ausente en que lo han convertido. Nada que ver con lo que cantaba Garcilaso, “Corrientes aguas, puras, cristalinas, árboles que os estáis mirando en ellas…”, cuando el Tajo era poesía.
           Hoy es mezcla de lodo con burla y tristeza, porque una vez más han decidido saciar la sed de otros  a costa de lo que sea. De matar el río, también.

domingo, 9 de diciembre de 2018

MÁS LÁGRIMAS EN LA LLUVIA

En sólo una semana, en unos pocos días,  hemos pasado de la mofa y el menosprecio a la preocupación más severa. Hemos cambiado radicalmente el tono de las charlas y los comentarios cuando nos referíamos a los “reconquistadores” de la ultraderecha, de burlarnos de la imagen del líder a caballo a querer montarnos en el más rápido para salir huyendo, no sabemos hacían dónde.  
          Tras una de las muchas conversaciones habituales desde el pasado domingo, pesimistas a menudo, y melancólicas  siempre, en las que empezamos a dar  muchas cosas por perdidas, y a hablar de tiempos pasados indudablemente mejores, me ha venido a la cabeza la famosa fase de la película Blade Runner. Ya sabéis esa de "Yo he visto cosas que vosotros no creeríais…Todos esos momentos se perderán en el tiempo... como lágrimas en la lluvia”. Roy Batty podría estar presente en cualquiera de las reuniones actuales de amigos, vecinos, familia, en las que hablamos y hablamos para concluir con que hemos dejado demasiadas cosas en el camino. Y que tenemos la certeza de que nos costará volver a encontrarlas, si es que las encontramos.
          Hace tan solo unos días, hablábamos de oras cosas. De problemas, por supuesto, que esos existen en todo tiempo y lugar. Y que a veces apretaban, pero no asfixiaban. Ahora, además de desconcertados, nos sentimos ahogados, como si el aire se hubiera espesado de momento y no encontrara el paso hacia nuestros pulmones.
          Y es que ahora las lágrimas en la lluvia son demasiadas. Ya habíamos perdido en el tiempo muchas cosas, tantas que nos costaba trabajo creerlas cuando intentamos, sin éxito, enumerarlas. Pero quedaba la esperanza en el ser humano, en su capacidad de regenerarse para no repetir errores, para distinguir la raya del horizonte, para pisar suelo firme sin perder de vista el ansiado cielo.  Para no volver a los periodos más oscuros de la Historia.
          En una semana, ya son lágrimas en la lluvia la alegría de votar sintiéndonos dueños de nuestro mañana, de defender la democracia con uñas y dientes; de abrazarnos a la Constitución como libro de cabecera, con la llave de los tesoros de nuestra vida, la igualdad, la justicia, la convivencia…, de justificar el sistema como el menos malo, de sentirnos europeos, de pensar que vivíamos en el mejor lugar posible del planeta.
          Hemos visto cosas que casi no creemos, y que nos amenazan con que, desde ahora, hablemos de ayer mismo como si contáramos  batallitas del abuelo Cebolleta. Se nos ha helado en los labios la risa que nos daba ver al líder de Vox vestido de Don Pelayo, o a unas decenas de personas cantando el Novio de la Muerte en un mitin, o a algún “iluminado” explicando que España tiene que volver a ser una, grande y libre. Si autonomías que estorben. O que las perversas mujeres quieren pasar por encima de la autoridad de los hombres, que han mandado de toda la vida de Dios.
          Ya son lágrimas en la lluvia muchas cosas. Incluso que, a veces, se lloraba de alegría.

martes, 4 de diciembre de 2018

Desde Macondo. VIVIR SIN NOMBRE

Hay una novela de Saramago, “Todos los nombres”,  en la que curiosamente,  no hay nombres. Sólo el suyo, don José. Páginas y páginas repletas de personajes el jefe, sus compañeros de trabajo, la vecina, los padres de la desconocida, el director del colegio, la asistenta de la tienda, el pastor, etc… Todos sin nombre.
          Y viene esto a cuento de la nueva e impactante campaña de UNICEF, que comienza diciendo que hay lugares en el mundo donde los padres no ponen nombre a sus bebés por temor a que mueran en el parto o a poco de nacer. Escalofriante. Porque debajo subyace algo más, mucho más humano y mucho más doloroso. Es una forma de marcar distancias, de no recordar al hijo muerto como lo que es, tu hijo. De olvidarlo rápidamente,  porque ni llegó a tener nombre.
          Salvando las distancias, me ha recordado a una persona que conocí recientemente y que llamaba “perro” a la mascota que su hija le había dejado temporalmente en casa, y que sospechaba iba a ser por mucho tiempo. La explicación, muy sencilla. “No quiero saber cómo se llama, porque no quiero encariñarme con él”. Ni con ningún otro, tras la muerte de un animal que la había acompañado muchos años de su vida.
          Algo así ha debido pasar con los 900.000 niños que murieron en el mundo en 2017 el día en que nacieron; o con los dos millones y medio que lo hicieron en el primer mes de vida, por infecciones ligadas al parto, desnutrición, neumonías… Y con los más de cinco mil que día a día nacen para morir de inmediato, Sin nombre.
          Poner nombre, cara y circunstancias a cualquier historia es una máxima del Periodismo. Siempre me lo han contado así. Nos nueve y nos conmueve lo que podemos llamar por su nombre, a lo que  podemos nombrar dotándolo de rasgos humanos, de cualquier detalle que nos sacuda la conciencia y nos haga leer el artículo hasta el final. Claro que es lógico que nos sobrecojan más las tragedias que pasan a nuestro lado, en nuestro lugar de residencia, en nuestro país, que las grandes catástrofes que suceden al otro lado del Globo. Y que por no tener, no tienen ni nombre.
          Llevamos años años oyendo hablar del hambre en el mundo. Viendo imágenes de pequeños desnutridos, con sus tripas hinchadas y sus ojos enormes,; de madres con pechos secos y esa tristeza infinita en la mirada mientras sostienen en brazos a los niños que perderán la vida en breve, porque no han llegado ni a tener nombre.
          Y que pasarán página tal vez mucho antes de lo que lo hacemos en el mundo “civilizado” que colecciona ecografías en 3D y que desde el minuto 1 ya tienen preparada la habitación y bordada la ropa con el nombre del bebé que anuncia la llegada.
          No poner nombre es un mecanismo de autodefensa. Para ellos y para nosotros, porque nos permite deshumanizar las noticias. Mirar para otro lado, porque no se ha muerto Juan, o Mohamed o María.
          Quizás haya que borrar del mapa esta Humanidad y empezar de nuevo, como en Macondo, cuando el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y había que señalarlas con el dedo para nombrarlas.
           Para que todos tengan nombre.

miércoles, 21 de noviembre de 2018

Desde Macondo. SENTIMIENTO DE PERTENENCIA

No es excluyente. Para nada. Cuando, por aquello de la globalización nos hemos permitido ser parte del mundo, pertenecer a la raza humana con sus glorias y sus miserias, en cualquier parte del planeta y más allá, que de cuando en cuando hacemos incursiones en las estrellas, el relato empieza a cambiar. De pronto, en cuestión de pocos meses, un par de años tal vez, resulta que lo bueno, lo únicamente bueno, es lo tuyo, tu familia, tu país, tu grupo, tu ideología, tu religión.         
          Lo tuyo primero, que ya lo ha sentenciado Trump. Como si todo lo demás hubiera desaparecido. Como si después de dejarnos llenar de aire los pulmones, de expandirlos en todo su ser, los hubieran fragmentado en burbujas independientes, cada una pugnando por una cuota más alta de respiración. Para ti y para tu grupo.
          No voy a negar que mi familia sea la mejor, y mi grupo de amigos, y mis compañeros, y mi ciudad. Que me duele todo lo malo que les acontece y me alegro con cada alegría, por nimia que sea. Pero me duele la guerra, y el hambre, y las penurias de los inmigrantes, y la pobreza, y la injusticia, se produzcan donde se produzcan. Aunque sea a miles de kilómetros de distancia.
          Uno pertenece a un lugar, pero no de forma excluyente. No le van mal las cosas porque a otros les vayan bien, y viceversa. No se entristece por alegrías ajenas, aunque las penas propias te desborden. Y claro que miras de reojo, con envidia mal disimulada, que para eso somos humanos y no tenemos un pedazo de roca en el sitio del corazón.
          Por eso me inquietan más de lo que quiero reconocer, los nacionalismos de todo tipo, los sentimientos patrioteros que, basándose en un ilimitado y ardiente amor a lo propio, no tienen reparo en excluir todo lo demás. El polarizar.  Lo mío y lo tuyo. Bueno y malo. Cerca y lejos.  Banderas de colores más brillantes, porque las he pintado así para hacer palidecer las otras. Las que son de otros.
          No me gusta nada la deriva que está tomando el mundo. Ni el que se extiende ahí afuera, ni el que tengo aquí mismo, en pocos kilómetros a la redonda. Parece como si de repente los cielos se hubieran abierto para derramar sobre nosotros litros y litros de egoísmo, de cerrazón, de intolerancia, de gruesas palabras para calificar al que no es de los nuestros…
          Como si nosotros fuéramos algo más que una pizca de polvo en el espacio, una gota de agua en el océano, que necesitan de todas las demás para tener identidad, para albergar vida.
          No somos lo primero. Simplemente, somos. Como tantos otros. Y pertenecemos al mundo.

lunes, 19 de noviembre de 2018

FEMENINO PLURAL

Manda el violeta. Lo habréis notado. Carteles,  plenos extraordinarios, actividades varias, declaraciones institucionales, lazos en las fachadas y hasta servilletas de bar con mensajes alusivos a la conmemoración. Por unos días, sólo por unos días, el color de la protesta contra la violencia machista es el dominante. Y luego… Aquí paz y después gloria. A la rutina de seguir contabilizando víctimas, de estremecernos, momentáneamente al conocer los detalles de cada agresión y a aseverar, viendo el telediario, que esto no puede seguir así.
          Y que es cosa de todos y todas, no de mujeres. Que es femenino plural, que ya no hay singularidades que valgan. Volveremos a conocer la lista de la infamia, esa que borramos de la cabeza tras cada víctima; a decir eso de “van… en lo que llevamos de año”. Y en la serie histórica. Y volveremos a pedir más fondos, más ayudas, más educación, más sensibilidad.
          Un mundo femenino plural.  Que ya está bien.  Somos más de la mitad de la población. Han pasado muchos años desde que empezamos a votar, a estudiar, a integrarnos en el mundo del trabajo… Y aquí estamos. Copando las cifras del paro, con empleos peor remunerados que los hombres, con años más largos, que una mujer tiene que trabajar 418 días para ganar el mismo dinero que un hombre cobra por 365 días de trabajo.
          Pero además somos  violables, maltratables, asesinables. Propiedad del macho alfa, que se pasa por salva sea la parte de su anatomía todos los colores violeta del mundo. No es problema de mujeres, aunque seamos nosotras las víctimas. Una sociedad que permite esto es una sociedad enferma. Y todo cuenta. Cuenta la educación, cuenta la desigualdad y la falta de medios para acudir a la Justicia o para encontrar ayuda, cuentan las leyes injustas, la discriminación a la hora de acceder a puestos de responsabilidad o, simplemente a cobrar lo mismo por el mismo trabajo. Y cuenta la sensibilidad para estar del lado de las víctimas.
          No podemos resignarnos. No podemos convertirlo en una conversación de barra de bar. Una más, qué horror, cuántas van este año, ¿son más que el año pasado por estas fechas? ¿Ha sido con un hacha o con un cuchillo? ¿Estaban los hijos delante?
           Siempre que hay un asesinato, la maté porque era mía, con su posterior historia, se había separado, tenía otra pareja, se había marchado de casa harta de malos tratos o porque quería ser dueña de su vida, vienen a mi mente los versos de Agustín García Calvo, la más bella declaración de amor que conozco: “Libre te quiero, como arroyo que brinca de peña en peña. Pero no mía”.
           Ni de nadie. Que han pasado los tiempos de los trogloditas que porra en ristre encontraban quien les calentara la cueva y les diera hijos; y el Medievo y el derecho de pernada, y los años oscuros de la mujer en casa y con la pata quebrada. Son, deberían ser, tiempos de femenino plural,  de mujeres libres y hombres que las vean así.
           Aunque el color violeta nos recuerde que el mundo es todavía masculino singular.

jueves, 15 de noviembre de 2018

Desde Macondo. SUBIR EL SUELDO

Ya estoy un poco harta de que nos amenacen con todas las plagas de Egipto, con un escenario dantesco y poco menos que con el infierno, cada vez que se habla de subir un poco, aunque sea un par de euros, el salario mínimo. Ese, que tanto molesta a los sufridos empresarios de este santo país, a las “autoridades económicas” de Europa, del Fondo Monetario Internacional o de donde sean.
          Claro que sería mejor que cada cual pagara lo que le pareciera (que nunca sería mucho, visto lo visto), y que no hubiera “suelo” en el que basarse. Y que da la impresión de que no está hecho para los ciudadanitos de a pie, para los que tienen la mala costumbre de comer todos los días, aunque sean patatas,  los que llevan los niños al cole y tienen que comprar medicamentos, los que enferman y necesitan medicinas, los que pretenden no pasar demasiado frío en invierno ni calor en verano, a pesar del precio de la luz, y los que tienen la osadía de necesitar un techo bajo el que cobijarse. En fin, todas esas cosas que hacemos los simples mortales con el único afán de molestar a los poderosos.
          Ya sé que los grandes empresarios son de otro planeta, y que ninguna “autoridad monetaria” leerá nunca estas líneas, que ya tienen sus prestigiosos economistas que les presentan sesudos estudios.
          Dios me libre a mí, que soy de letras y de pueblo, de contradecir a tan doctos eruditos. No llego a entender un cuadro macroeconómico, ni a interpretar un gráfico. Si acaso, a “echar las cuentas” que es lo que hacemos la gente de a pie. Y se las voy a echar.
          Hoy por hoy,  el salario mínimo es en España de 735,90€. Y son cientos de miles de trabajadores los que lo cobran. No voy a hablar del caso extremo de una familia con dos o tres churumbeles que tengan que vivir treinta días cada mes, algunos treinta y uno, con tan enorme cantidad. Voy a lo facilito. Pongamos el caso de una persona soltera, sin nadie a su cargo, sin vicios conocidos, alcohol, tabaco, unos días de vacaciones y una caña los domingos incluidos. Pongamos que vive bajo techo, más que nada por soportar los rigores del clima y poder rendir en el trabajo. Y que ese techo, en forma de alquiler o de hipoteca, le cuesta como muy poco 400€ (me estoy pasando de prudente). Que aunque no tiene aire acondicionado o calefacción, enciende de cuando en cuando el ventilador o un radiador. Y se calienta el café y la comida. Hasta ve la tele, que salir a la calle cuesta dinero. Ya tiene un mínimo de 100€ de luz. Digo mínimo, porque sé que me quedo corta.
          Con los doscientos euros que le restan de ese exagerado salario que sería tan dramático elevar, tiene que pagar el agua, la basura y demás impuestos, tiene que comer, pagar el transporte, sustituir los zapatos que se han roto o la lavadora que ha dicho hasta aquí llegamos. Y comprar las aspirinas, el almax y el jarabe de la tos, que no entran en la Seguridad Social. Y hacer en la Navidad que se acerca un regalo a los suyos.
          Todo eso, sin coche, seguro de la casa, sin arreglarse la boca, que ya va siendo urgente e inevitable, y sin que surja un imprevisto en forma de avería eléctrica, baño atascado o cristal roto.
          Estas son las cuentas que hay que echarles a unos y otros. Quizá es que nadie se lo ha explicado así. Quiero creerlo, porque de otra forma, sólo queda una alternativa: pensar que, directamente, no tienen alma. O que se creen señores feudales con derecho sobre la vida y la muerte de sus súbditos. A los que encima les piden que consuman, para que siga creciendo la economía. Y que ahorren o se hagan planes de pensiones privados.
           Aunque no merezcan una subida de sueldo.

lunes, 12 de noviembre de 2018

NUEVOS EPISODIOS NACIONALES

Cuarenta años tardó Pérez Galdós en escribir sus Episodios Nacionales, el casi medio centenar de novelas históricas que cuentan la historia de España en el siglo XIX, desde la Guerra de la Independencia a la Restauración borbónica, pasando por la Primera República. La verdad es que el siglo dio para mucho, pero habría que ver lo que hubiera escrito Don Benito de vivir en nuestros días.
          No sé en qué momento hemos asumido como normales los “episodios” que nos suceden día a día; cuándo hemos decidido, consciente o inconscientemente, cambiar el pan y la mantequilla del desayuno de cada día por un sapo, de esos gordos, viscosos, con verrugas y ojos saltones a los que hemos aceptado como animales de compañía. Así, sin más, venciendo la nausea y tragándonos la bilis.
          Ya ni nos asustan ni nos escandalizan. Hasta nos permitimos bromear con ellos, y decir eso de “debo ser la única imbécil que no se ha llevado nada”, o “no eres nadie porque no te ha espiado Villarejo”. O la única tonta que sacó su título universitario con esfuerzo y en buena lid. Y que no tiene master, por cierto. Qué lejos queda el primer episodio, tanto, que ni lo recordamos, engullido por el siguiente, el siguiente y los que están por venir.
          Tomo a tomo han pasado por nuestras vidas la Gurtel, la Púnica, los ERE, los Pujol, el caso Rato, las sociedades off-shore, amnistías fiscales, los millones en Suiza, las mil y una formas de defraudar a Hacienda, los paraísos fiscales… Los sapos tienen nombre de banqueros, de empresarios de pro, de nobles, de ministros y presidentes, Lde partidos enteros, de actrices y actores, de miembros de la realeza y alrededores,  y hasta de premios Nobel. Y ahí están, mirándonos burlones porque ellos pasarán a la Historia, tendrán su propio Episodio mientras nosotros nos disolveremos en la nada más absoluta. La de los “nadie”, que diría mi admirado Galeano.
          Los hemos incorporado a la cotidianeidad, a la rutina. Son como levantarse y acostarse. Hay que hacerlo porque sí. Porque es lo que toca en nuestra época. Son nuestros episodios nacionales, por más que, cuando cerramos el libro, nos preguntemos perplejos cómo hemos llegado a esto, por qué lo aguantamos  por qué somos capaces hasta de bromear con ello. A ver quien toca hoy. Qué sapo nos espera para desayunar.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Desde Macondo. EL PUNTO JONBAR

El Punto Jonbar es en  la literatura, y especialmente en la  ciencia ficción, un acontecimiento singular y relevante que determina la historia futura, es decir, la que podría haber sido si ese hecho no hubiese ocurrido, ya sabéis, eso de qué hubiera pasado si…
          Ahora que estamos a punto de despedir el año, y que nos asomamos al abismo de un calendario por estrenar; ahora que nos enfrentamos  a todos los balances, los que nos enseñarán la botella llena a rebosar o medio vacía, según intereses; ahora, que no hay vuelta atrás en los aciertos o errores de los meses pasados, que ya estamos metidos de lleno en periodo pre-electoral, es momento de pensar muy bien las cosas, de no equivocarnos al elegir, de no tener que, a la vuelta de unos meses, evocar con amargura el punto Jonbar.
          Todos hemos fantaseado en algún momento con la idea de una vida, un mundo, una trayectoria distinta si, en su momento, hubiéramos tirado por un camino en lugar de por el otro; si hubiéramos elegido una profesión, o una pareja, o un lugar diferente para vivir. En lo personal, habrían cambiado muchas cosas, seguro. En lo general, también. Repasando el año que termina, y los inmediatamente anteriores, tenemos materia de sobra para escribir un libro, partiendo del momento en que empezó a desaparecer el mundo que conocíamos.
          Ojalá la vida fuera como una ucronía, la novela que se basa en el “punto Jonbar”, el instante en que cambiando un hecho se cambia el devenir de las cosas. Recuerdo una novela de Jesús Torbado, En el Día de Hoy, que reproduce el comunicado de Azaña tras la Guerra Civil, pero al revés, “cautivo y desarmado el ejército fascista, las tropas republicanas han entrado en Madrid”. Y a partir de ahí, cambia la historia.
          En una década hemos cambiado el curso de la Historia de nuestras vidas. Si no hubiera existido la crisis, si no hubiéramos tomado determinada decisión a la hora de ir a las urnas, desengañados, cabreados o asustados, si no hubiéramos tomado el  camino que nos ha llevó directamente a la pobreza, la desigualdad, la desprotección de los más débiles, los salarios de hambre, la vuelta a la caridad y la beneficencia…
          ¿Qué hubiera pasado si…? No lo sé. Es ciencia ficción. Y aún no se ha escrito el último capítulo. Entramos en año electoral, y siempre habrá quien se empeñe en agitar el fantasma del miedo, en vendernos seriedad y solvencia, en hablar de “aventuras” con resultado incierto. Y en que vayamos por el camino recto, sin “equivocarnos” en buscar puntos que se desvíen de lo establecido.
          Quizá alguien, así que pasen unos años, escriba la ucronía de la etapa que nos ha tocado vivir y explique, negro sobre blanco, si nos podríamos haber ahorrado tanto sufrimiento, si la cifra de niños pobres no hubiera sido tan escandalosa, si la desesperación por preferentes, desahucios, desempleo y demás, hubieran ahorrado unas cuantas vidas. Y tal vez Macondo, tras el diluvio, sería un lugar idílico donde pasar felices los días, sin que tuviera que desaparecer en un pavoroso remolino de polvo y viento.
          Sería una novela diferente. Sólo con cambiar el punto de partida.

lunes, 5 de noviembre de 2018

ERUDITOS DE ANDAR POR CASA

Vaya por delante que no sé casi nada de leyes, más allá de las nociones de Introducción a las Ciencias Jurídicas, y un poco de Derecho de la Información, que me enseñaron en la Universidad allá por la prehistoria. O sea, que soy la excepción, porque todo el mundo anda dando clases, desmenuzando el Código Penal, analizando figuras y tipos delictivos… Y todos se dicen armados de razón.
          En fin, a mi todo esto me  trae de vuelta otras cosas. Aunque solo sea por las clases de literatura del Instituto, seguro que muchos recordaréis  la obra de Cadalso titulada ”Los eruditos a la violeta”, un ejemplo de sátira contra ciertos personajes de la España del siglo XVIII,  que, a pesar de su formación superficial y de no saber  prácticamente nada, pretendían dárselas de ilustrados. De hecho, el librito llevaba un aclaratorio subtítulo “Curso completo de todas las ciencias, dividido en siete lecciones, para los siete días de la semana, publicado en obsequio de los que pretenden saber mucho estudiando poco”.  Las lecciones pretendían, por supuesto, que los alumnos se lucieran en sociedad.
          Pues han pasado casi tres siglos, y tengo la impresión de que se han levantado, como zombies, todos los eruditos de la época y alguno más, aunque no huelan a violeta, que era el perfume de moda por aquel entonces, y el que da título a la obra.  No sé si me estoy haciendo mayor y no aguanto ni una tontería más, si es que, como soy consciente de mis limitaciones me fastidia en el alma ver tanto listo, o si ya he escuchado demasiados discursos, tertulias, debates y demás.
          El caso es que me crispan los tertulianos que saben de todo e intentan demostrarlo a voces y quitando la palabra al de enfrente; me pone de los nervios el que te intenta dar una clase de Economía, o de Filosofía, por no decir de moral y buenas costumbres, que también. Y todo eso, perdonándote la vida, que para eso se dignan  repartir su erudición por teles, radios y hasta  Twitter o cualquier otra red, que también parece que las han descubierto ellos.
          No me hace falta cerrar los ojos para imaginarme a uno de esos lechuguinos perfumados dando su charla en los casinos, los cafés de moda o los salones de sociedad. Da igual que ahora lleven tablets ultramodernas o el último modelo de IPAD. Saben de todo. Y qué decir de los “asesores”, que lejos de paliar la ignorancia de sus jefes los hacen pisar un charco detrás de otro, e incurrir en clamorosos errores, que es lo que pasa cuando no se elige a la gente por criterios de capacidad, sino por otros más inconfesables.
          No ha cambiado nada. Sólo el siglo. Basta revestir a cualquier amiguete con una pátina de culturilla, un curso rápido de una semana, y listo para soltarlo al ruedo para dar lecciones, y hasta para regañarnos si se tercia.
          Ahora con Cataluña, o con la Gurtel, o con la conveniencia o no de la prisión permanente, por algún suceso dramático. Cualquier motivo vale. Los eruditos a la violeta han crecido como hongos, tienen el mejor caldo de cultivo, saben lo que nos conviene y lo que no; lo que se debería hacer con la deuda y con el déficit, o con los refugiados, las hipotecas y hasta con las banderas.
          Y se pasean por nuestras vidas con su olor a perfume dulzón sin que tengamos medio de librarnos de ellos y de su afán por defendernos de nuestra ignorancia. Aunque tengamos sobredosis de eruditos a la violeta,  de sabios de andar por casa.

jueves, 1 de noviembre de 2018

Desde Macondo. UN DÍA PARA RECORDAR

Recordar  viene del latín  re-cordis, volver a pasar por el corazón. Y viene esto a cuento de la festividad que hoy celebramos, más allá de cómo lo haga cada cual, de las connotaciones religiosas o no que le queramos dar, e incluso, de los que han decidido sustituirla por el muy anglosajón halloween.
          Hay un “día de…” para todo, y faltaría más que no lo hubiera para los recuerdos, para volver a pasar por el corazón a todos los que dejaron huella en él y que siguen ahí, esperando su momento.
          Nunca me ha gustado visitar el cementerio en estas fechas, ni asistir al espectáculo de flores y cirios, a la romería sin merienda ni música que se repite en cualquier lugar de casi todos los países para honrar a los muertos. Tal vez es porque no creo que ninguno de mis seres queridos que ya no están se encuentren ahí, bajo la piedra.
          Soy de pueblo. De uno de esos pueblos en que los cementerios cobran vida cuando se acercan estas fechas, con docenas de personas, mujeres casi siempre, afanándose en sacar brillo a las lápidas, en quitar las malas hierbas, lavar los floreros y limpiar con mimo las letras, doradas o negras, que indican el nombre de sus deudos, con una fecha y una cruz.
          Yo no necesito un día para recordar, para volver a pasarlos por mi corazón, porque tienen espacio propio en él, y los visito y me visitan en mil ocasiones. Mientras leo, cuando hago la comida, cuando paseo, en las noches de insomnio, en los momentos tristes y en las alegrías, cuando dudo y cuando tengo certezas, cuando pregunto y cuando no busco respuestas.
           Los cementerios son, tal vez, para los que no entienden la etimología del término “recordar” y necesitan el olor a crisantemo y cera para despertar el corazón. Para escenificar el recuerdo.
          Y todo esto, por supuesto, respetando a quienes sienten profundamente que deben estar ahí cada mes de noviembre. Y limpiar amorosamente la tumba, y colocar encima las flores más lucidas. Sin olvidar, por supuesto, a cuantos siguen buscando a sus seres queridos en cunetas y fosas comunes, y piensan que, por justicia, tienen derecho a tener espacio propio al  que, quienes así quieran recordarlos, puedan llevar su ofrenda de amor y recuerdos.
          El gitano Melquiades volvió de entre los muertos porque se sentía muy solo, no soportaba la soledad de la muerte. Tal vez nadie en Macondo sabía interpretar el verbo recordar. 

lunes, 29 de octubre de 2018

¿Y SIRIA?

No es por meter el dedo en el ojo; ni tan siquiera por dar un tironcito de orejas a directores de medios de comunicación, tertulianos varios o, Dios me libre, altas instituciones tipo ONU, Parlamento Europeo o similares que deciden qué es actualidad, con qué noticia tenemos que desayunar (y comer, y cenar) cada jornada, y cuáles hay que apartar por estar demodés o no  ser de “rabiosa actualidad”.
          Que sí, que hay muchas cosas de las que hablar; que Trump está más guerrero que nunca con eso de que se acercan elecciones legislativas, que lo de Brasil y su “exótico” presidente recién elegido pone los pelos de punta; que la derecha más casposa se va haciendo sitio en todas partes del mundo; que parece que se frena el crecimiento y vuelve a  aparecer el fantasma de la recesión. Y en España, bastante tenemos con lo que tenemos, con presupuestos sin aprobar, procés interminable, inquietantes juicios pendientes y año electoral en ciernes.
          Pero, ¿Y Siria? He mirado en internet el mapa de la zona para ver si la habían borrado, si había desaparecido de la cartografía al tiempo que de la actualidad, de las noticias, los comentarios, las tertulias, los comunicados, las pomposas declaraciones en foros varios.  Sigue ahí. Al menos sobre el papel. Y que sepamos, la guerra no se ha acabado. Igual es que ya no queda nadie a quien matar, y ningún edificio en pie, porque hace meses que no veo imágenes de hospitales derrumbados, de familias corriendo por las carreteras, de niños aturdidos y con miradas perdidas, de ciudades reducidas a escombros.
          El caso es que, no sabemos si por agotamiento, tras casi una década de guerra, Siria ha desaparecido de nuestras vidas. Atrás queda esa imagen que nos sobrecogió, la del pequeño Aylan ahogado en una playa turca,  la de una pequeña aferrada a su muñeca rota con las manos ensangrentadas y mirando al infinito. Quedan comunicados, de hace poco más de un año, como ese en el que la ONU afirmaba que miles de personas podían haber muerto de hambre en Siria durante el cerco o el asedio de zonas en las que vivían medio millón de personas. Y el posterior comentario del responsable de recursos humanos de Naciones Unidas asegurando muy serio que  "Está absolutamente prohibido matar de hambre como arma de guerra”.
           Entretenidos como estamos en otras cosas, nos hemos sacudido, como quien se quita el polvo de los zapatos, un problema de encima. Simplemente haciéndolo desaparecer de las portadas. Ya nadie se acuerda de dónde está Alepo. Ni Oms, ni Hama.  Si acaso, de Damasco por alguna que otra lectura, y de Palmyra, por lo que tiene de exótico y porque de cuando en cuando se habla de la restauración de la mítica ciudad. Creo que ni yo me acuerdo de que una vez recorrí el zoco subterráneo, y vi amanecer en el desierto, me asombré ante las norias gigantes, o la gran Mezquita de los Omeya, y deambulé por ese pequeño pueblo en el que aún hablan arameo, la lengua de Jesús.....
          Siria ya  no tiene nombre, y su guerra,  ni una mísera columnita en la sección de Internacional. Ni una imagen, que por aquello de que vale más de mil palabras, nos sacó alguna lagrimita tiempo ha.

miércoles, 24 de octubre de 2018

Desde Macondo. EL AÑO DEL DILUVIO

Tomo prestado el título de mi admirado Eduardo Mendoza,  no porque tenga mucho que ver con su relato de la monja enamorada y engañada por el cacique local mientras buscaba subvenciones para su asilo de pobres. Me ha venido a la cabeza porque los hechos se desarrollan en un año marcado por una enorme sequía y más tarde, por  unas grandes lluvias que asolaron gran parte del  lugar golpeando duramente a muchísimas familias.  Miseria sobre miseria.
          La Historia, real o ficticia, que nos han contado, está llena de diluvios.  Aguaceros constantes como castigo, fin de época, toque de atención de los dioses, representación de la cólera divina…Desde Noé y mucho antes, ha llovido.
          Pero no sé porqué me da en la nariz que el que viene, va a ser realmente el año del diluvio. Al menos por estos lares, en los que ya ha empezado a llover tras muchos años sin una gota que aplacase la sed de las gentes. Va a ser año electoral, y todos han empezado a sacar los paraguas.
          Claro, que de forma muy distinta. Unos, para ponerse a cubierto y, en la medida de lo posible, cubrir a quienes les rodean, a los que esperan como agua de mayo, nunca mejor dicha la expresión, que algo cambie, que se vayan con el agua  recortes, las pagas menguadas, los trabajadores pobres, los parados despreciados, los ancianos con mala vejez y los jóvenes con peor mañana y los Bancos voraces que acaban con los restos del naufragio.
          Otros, esgrimiéndolos como armas defensivas, u ofensivas, que es peor, sacudiendo mandobles a diestro y siniestro para no perder el sitio, para seguir dirigiendo los destinos de cielo y tierra, decidiendo quien debe salir a flote y quien tiene que continuar hundido en el barro por los siglos de los siglos.
          Y los demás, esperando que escampe, con un puntito de esperanza, no demasiada, para, aún con el verde de agua en la piel, con en Macondo, afrontar el siguiente ciclo.
          El diluvio en Macondo duró exactamente cuatro años, once meses y dos días.  Casi como una legislatura. Pero cuando terminó de llover, los sobrevivientes de la catástrofe, saludaron a los primeros soles que volvían a iluminar su pueblo.
          Y Úrsula, la matriarca, que estaba esperando a que escampara para morirse, se vio presa de la fiebre de la restauración, y desde el mismo momento en que cesó la lluvia no tuvo un instante de reposo para restaurar la casa y “espantar la ruina”. Para que Macondo volviera a ser el lugar blanco y soleado de antes del diluvio.
          En pleno diluvio, y más que nunca, me gustaría que hubiera mil, un millón de Úrsulas aireando la casa, abriendo puertas y ventanas, exterminando hormigas y carcomas y tendiendo las sábanas al sol, volviendo a plantar flores, a abrir los bazares de la calle de los Turcos, con sus mercancías de alegres colores.
          A volver a mirar al sol.

martes, 23 de octubre de 2018

AUTOPSIA DIPLOMÁTICA

Mucho me temo que la cosa va a quedar en nada. Ahora, que con los pelos de punta y las tripas revueltas por los truculentos detalles que nos van contando gota a gota, clamamos por la justicia, por la ruptura de relaciones, por la libertad de expresión ante todo, no tenemos la cabeza clara para concluir que, a la vuelta de unos días, la vida seguirá igual. Con una persona menos; con otro periodista silenciado. Pero igual.
          Los que a regañadientes han reconocido que está muy mal lo que se ha hecho con este pobre hombre (sin mencionar la palabra asesinato), los que han pedido tibiamente una investigación (ONU incluida), y hasta los que han detenido a un puñado de actores secundarios de la horrible película, marearán unos días más los papeles y luego, aquí paz y después gloria, como se suele decir.
          Y si se encuentran despedazado al infortunado Jamal  Khashoggi, nos contarán que es el resultado de la autopsia que gratuitamente le hicieron para ahorrar trabajo a los turcos. Eso sí, una autopsia muy diplomática. Lo de menos es que el muerto estuviera vivo durante la disección, y que sonara una alegre música para tapar el siniestro ruido de la sierra que al parecer usaron en la faena.
          Tampoco importa mucho que fuera en un consulado de un país extranjero, aunque igual si lo hubieran pensado un poco, si no se hubieran creído absolutamente a salvo (que es lo que da el dinero, la sensación de invencibilidad), lo hubieran hecho con más cuidado. Aunque el resultado fuera el mismo. Un periodista menos, una voz silenciada.
          Y hablando de voces, no he escuchado ninguna, NINGUNA, que se haya planteado la ruptura de relaciones con Arabia Saudí. Que sí, que vamos a investigar, que si se demuestra, habría que imponer sanciones, que no está clara la relación del príncipe heredero, que igual fue cosa de un descerebrado al que se le fueron la mano y la sierra…
          Pero no por eso vamos a dejar de ser amigos, que luego nos sube la gasolina o se nos van al cuerno sustanciosos contratos para vender armas, hacer barcos, o trenes, o carreteras, o nos quedamos sin los petrodólares precisos que traen los jeques a Marbella para que este asqueroso mundo siga adelante.  Y sí, estoy pensando en los miles de hogares que viven gracias a ello, y en los puestos de trabajo que pueden desaparecer. Pero también pienso en el periodista Jamal Khashoggi y en si su sacrificio puede quedar impune. Si ha sido inútil.
          Y no sé si quiero vivir en este mundo de muerte donde las autopsias, por ser diplomáticas, pierden el tinte de siniestralidad y se convierten en cosas que pasan en la vida. Circunstancias, y nada que no se pueda solucionar con un tironcito de orejas, un par de desgraciados en la cárcel (si no ahorcados, que en Arabia tienen la cuerda muy larga y la pena de muerte goza de buena salud), un sustancioso contrato y hasta puede que una rebajita en el barril de petróleo, por las molestias causadas.
          Mientras seguimos aceptando pulpo como animal de compañía y relaciones diplomáticas intocables con Arabia Saudí.

miércoles, 17 de octubre de 2018

Desde Macondo. VOLVER A ANDAR TALAVERA

No sé cuantos talaveranos, de nacimiento o de adopción, tendrán conocimiento de que entre esta semana y la siguiente, se debate en el Ayuntamiento el “estado de la ciudad”. De nuestra ciudad.  Segura estoy de que me sorprendería la respuesta. Segura, y triste, porque debería ocuparnos y preocuparnos a todos y no es así. De nunca.
          Casi todos tenemos nuestro propio diagnóstico; y muchas soluciones que planteamos acaloradamente en casa, en la barra de bar o en cualquier tertulia que se precie. Todos caminamos por las mismas calles, vemos y sufrimos prácticamente las mismas cosas; unos miran con lupa, otros, vuelven la cabeza para no ver. Quien más quien menos, espera intervención divina en forma de Estado o gobiernos regionales o provinciales. O europeos. Y siguen caminando.
          Andar Talavera. Tomo prestado el título a don Eusebio Leal, historiador cubano que durante muchos años, no sé si continúa, mantuvo un programa televisivo llamado Andar La Habana. Fascinada por la ciudad, como casi todos los que conocen La Perla del Caribe, adquirí unas cuantas cintas de vídeo recopilatorias de los programas y, amén de la pésima calidad, vi otras muchas cosas.          
          No era un recorrido por el casco histórico con explicaciones sobre cada monumento o cada rincón; tampoco un panegírico de las restauraciones emprendidas por la revolución (y por la UNESCO), ni un tour turístico por el antiguo esplendor de la capital caribeña.
          Vi, ante todo, a un hombre andando y viviendo su ciudad. Y contagiando su entusiasmo por ella, por cada casa colonial o palacio recién recuperado, sí, pero también señalando cada socavón, empedrados sueltos o calles a medio asfaltar.  Sin perder por eso su esperanza y su ilusión en un mejor futuro para el espacio de sus desvelos. Su ciudad.
          Envidié y envidio su compromiso, el que debieran, deberíamos tener todos los talaveranos, orgullosos de nuestro sentido de pertenencia. Andar la ciudad es quererla, desde la muralla al río, desde la Plaza del Pan a la de España, que no es ni plaza, del Prado, bello y señorial a La Alameda, fea, mal trazada y sucia de botellón, de San Francisco y Trinidad, refugio de paseantes, a la antigua N-V, siempre con coches en hilera. Y buscar la mejor forma de conservar lo que merece la pena y buscar soluciones para que sigamos andando y amando esta ciudad. Para que seamos moderadamente felices entre sus muros.
          Han pisado estas calles muchas generaciones de talaveranos, de pura cepa, de cualquier lugar de la comarca o nacidos donde les haya dado la gana. Camino a casa, al trabajo, al pueblo, al rato de asueto, a la conversación para arreglar el mundo pero, sobre todo, de paso hacia el futuro, que nunca es la marcha atrás.

lunes, 15 de octubre de 2018

MÍNIMO SALARIO

Había pensado poner de título a esta columnita “Apocalipsis”, con sus cuatro jinetes y todo, sembrando por el mundo la guerra, el hambre, la enfermedad y la muerte. O “Armagedón”, directamente la destrucción del mundo, el último día.  Seguro que a muchos les habría dado en el gusto, habrían entendido que es ese, justamente, el titular para el tema que nos ocupa. Pero claro, serían los mismos que no entienden que el salario mínimo es un mínimo salario, y que los 900 euros que les espantan, siguen siendo más bien escasitos, con lo cara que está la vida, que lo tengo que decir.
          El caso es que se han levantado las voces agoreras de siempre (que curiosamente coinciden con empresarios y profesionales de los “recortes” varios), profetizándonos toda clase de desgracias si se lleva a efecto tal felonía, la de aumentar un puñado de euros lo que, sobre el papel, debiera ser el límite para vivir con dignidad.
          El salario mínimo es una cantidad de dinero por debajo de la cual ningún individuo, empresa o empresario puede legalmente contratar a otro individuo. Así de fácil y de crudo.  En estos momentos, en España ese valor es aproximadamente 750€ al mes, incluyendo las pagas extraordinarias. Contratar o ser contratado por un sueldo inferior es un delito. Claro, que están las trampas, el firmar media jornada trabajando el doble, o el triple, los becarios eternos y esas cosas que serían objeto de otra columna, pero que no está de más recordarlo.
          A partir de ahí, que cualquiera de los heraldos que nos anuncian con trompetas de fuego el  fin del mundo desde las bien blindadas almenas de sus castillos, nos expliquen qué harían ellos con 900€, si al final se imponen las fuerzas del mal y se aprueba la subida. Igual les llega para una corbata de marca no muy sonada; o para una comida de trabajo de esas en las que se come mucho y bien y no se trabaja nada; o para pagar a un par de chicas filipinas de servicio. A tres, si están muy necesitadas.
          Porque para pasar un fin de semana no alcanza. Ni para ir a cazar, o hacer una escapadita a esquiar a Suiza. Eso sí, que un trabajador cobre 900€ al mes es lo que estropeará la economía, fastidiará el crecimiento  y hará que los cuatro jinetes campen a sus anchas por esta España de nuestros dolores. Despidos a mansalva, fábricas deslocalizadas, más Bangladesh o Marruecos, o Pakistán, que allí no hay insensatos que se planteen subida alguna.
          Muy triste que los empresarios hagan este planteamiento, que la CEOE se haya apresurado a poner el grito en el cielo, pero más triste aún, por no decir indignante y cabreante, que políticos que viven de lo que les pagamos, que cuadruplican el salario mínimo que se propone, se opongan con uñas y dientes a la subida. Es obsceno y humillante que cobren un céntimo más de dinero público cuando no han levantado la voz mientras nos  recortaban en dependencia, en prestaciones, en educación, en becas de comedor y en todo lo imaginable que pueda perjudicar a los más desfavorecidos. Se les tendría que caer la cara de vergüenza pidiendo que se cobre menos de 900 miserables euros.
          O podrían molestarse en pensar, por un ratito, en quienes viven en el apocalipsis desde hace muchos años. 

jueves, 11 de octubre de 2018

Desde Macondo. LA EXCELENCIA

En estos tiempos de másteres regalados, de tesis imperfectas de títulos dudosos y de sospechas varias respecto a la preparación y la idoneidad para cada puesto de la llamada clase dirigente, sean políticos, banqueros o integrantes de las más altas instituciones del Estado, me ha venido a la cabeza la primera palabra que aprendí  en griego antiguo (sí, en la Prehistoria se estudiaba griego, ¿qué pasa? Y latín, también).
          La palabra era “Areté”, escrita  ἀρετή, y era  el nombre del primer libro de texto que tuve de esta lengua clásica, que se estudiaba antes de que alguien decidiera enterrarla, tal vez por una mala interpretación del término “lenguas muertas”, y decidiera que había materias más “vivas” que enseñar. Craso error, pero hoy no viene al cuento.
          El caso es que Areté fue mi primer contacto con la lengua de Platón y Aristóteles, y me sonó muy bien. Areté. La excelencia o algo así, que la traducción es complicada. La areté era el fin último de la enseñanza, y agrupaba conceptos como valentía, justicia, moderación, virtud, dignidad… Todo lo necesario para hacer lo que hoy llamaríamos un hombre de bien, un ciudadano ejemplar. De hecho, la excelencia política de los griegos consistía en el cultivo de tres virtudes: andreía (valentía), sofrosine (moderación y equilibrio) y dicaiosine (justicia). Luego Platón añadió una cuarta, la prudencia.
          Nada de eso, como sabemos todos, se plasma en un título que colgar en la pared; no se regala en ninguna dudosa escuela ni en función del dinero de la familia, del apellido ni del cargo político. Que está muy bien tener preparación académica. Faltaría más que yo dijera lo contrario. Es más que deseable que los gestores conozcan la materia que van a gestionar, aunque para eso tengan una legión de funcionarios y expertos a los que nunca podrán hacer la competencia, sencillamente porque nadie puede abarcar todo.
          Pero la excelencia, ahora que estamos a un paso de nuevas elecciones, es otra cosa, como bien sabían en Grecia, cuna de la democracia.  A la valentía, la justicia, la moderación, el equilibrio y la prudencia., hay que añadir la empatía, el ponerse en el lugar del gobernado para conocer sus necesidades y sus anhelos; y la honradez, y la honestidad, y la generosidad, para dar absolutamente todo sin límites de tiempo, ni de horarios ni de intereses…
          Lo otro, lo de los títulos, los máster, los doctorados, las publicaciones en prestigiosas revistas, está muy bien. Pero no se acercan, ni de lejos, a la excelencia que debe tener un gobernante. Ni nos sirven para mucho, la verdad.

lunes, 8 de octubre de 2018

EN BABIA

O en Cataluña. Que lo mismo da y así cambiamos de nombre, aunque vayamos de Oeste a Este de lo que todos (o casi) conocemos como  España.  El caso es que con sobredosis del procés, de aniversarios de referéndum o lo que fueren, de políticos presos (o presos políticos, según quien hable), de huidos o exiliados (también hay versiones), he llegado a la conclusión de que los protagonistas de este bombardeo de noticias no están en Barcelona, ni en Gerona ni en Bélgica o en Suiza, ni en las cárceles de turno. Están en Babia.
          Y no en la “babia” de la leyenda romántica, esa que se refiere a los pastores que, en plena trashumancia, y añorando a las novias, las mujeres o su terruño, contemplaban absortos las estrellas sobre los campos extremeños esperando impacientes el momento del regreso.
          Pero parece que la historia verdadera del topónimo se refiere a los reyes de León, ya saben, los Ordoños, los Ramiros y Alfonsos, que contaban con inmensas fincas de caza en las montañas, y que, más a menudo de lo aconsejable, se perdían voluntariamente allí, se alejaban del mundanal  ruido de la Corte y de sus responsabilidades como gobernantes.  Estaban en Babia, y no se enteraban de guerras, hambrunas, miserias y pestes. : El rey está en Babia.» y con esto daban a entender que Su Alteza no quería saber nada de nada.
          Pues eso. Los campos y las montañas son ahora despachos, parlamentos, ayuntamientos, y organismos oficiales. Da igual como se llamen. Todos son Babia. Y sus moradores, están en babia. Desde hace tiempo, y por mucho tiempo.
          Han decidido (y les hemos ayudado a ello), aislarse del mundo, refugiarse en Babia, como reyes o pastores, que eso da igual, con el cuerpo y la mente en otro sitio, bajando de cuando en cuando para hacer una pomposa declaración, colgarse un lazo o presidir una manifestación, una conmemoración, o, como es el caso de estos días, un aniversario de lo que no fue.
          A lo suyo, en su mundo, y sin tener en cuenta que el mundo real está aquí, es el que habitamos, donde pasan cosas, donde la gente está en paro, quiere cultura, quiere educación, quiere mantener su ciudad, quiere progreso y quiere futuro, quiere respuestas que no sean “el alcalde, el president o el diputado están en Babia”. Quiere que estén aquí con hechos y sin discursos vacíos.
          Que vuelvan de Babia, se llame como se llame ese lugar. Y se pongan a trabajar.