Tal
vez mañana. Igual no viene nunca, o, si lo hace, ya no lo reconocemos. O no lo
esperamos. Como en la obra cumbre del teatro del absurdo, aquí estamos,
esperando no sabemos qué o a quién, con la clara conciencia de que cuando
llegue, no vendrá a nuestro gusto.
Va
a ser verdad que no tenemos cultura de pactos, que nuestra democracia es muy
joven, que hay demasiado personalismo (y cosas peores) en nuestros líderes
políticos y que tampoco nosotros, los de a pie, estamos preparados para la vida
moderna. Pero Godot está tardando demasiado y ya no nos creemos el “no vendrá
hoy, pero mañana seguro que sí” con el que el chico sin nombre de la obra de
Becket intenta mantener viva la esperanza de los protagonistas.
Estamos
esperando que pase algo y sobrecogidos por lo que pueda pasar. Unos, trabajando
y esperando que dure. Otros, inventando los días que parecen tener mucho más de
24 horas. Todos con el miedo en el cuerpo, entre la esperanza y la
desesperación, intentando captar mensajes entre el ruido, la tímida luz entre
los nubarrones, el camino recto entre picos escarpados con abismos a ambos
lados…
Hablamos y hablamos para hacer más ligera la
espera. Miramos a Europa con un ojo y a nuestra casa con el otro, pensamos mil
soluciones, damos dos mil recetas. Y esperamos. No sabemos bien a qué. O a
quien. Todo está en compás de espera. La
alegría está en compás de espera. Con la esperanza y con el futuro. Y sentados
en la puerta los esperamos. A los tres.
Aunque
haya quien ya no espera nada, quien sabe que no vendrá Godot, que no existe
porque es un personaje imaginario, de libro, y por tanto no puede solucionar
nada. Me resisto a caer en ese momento, en momento exacto en que me dé igual
quien pacte con quien, a qué acuerdos lleguen y cómo se repartan las carteras
ministeriales. Porque entonces se habrá acabado el libro. Y la vida.
Como
el coronel, fundimos las monedas que ganamos haciendo peces dorados para seguir
haciendo peces. Porque no se multiplican, aunque a veces, sólo a veces, también
esperamos un milagro. Todo está en compás de espera. Las vacaciones, las
compras que ayer eran imperiosamente urgentes, los planes de futuro, la vida…
Tras
haber participado en más de treinta batallas y otras tantas insurrecciones;
tras engendrar 17 hijos y hasta haber
sobrevivido a un fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía se retiró a
Macondo, donde pasaba los días haciendo y deshaciendo pececitos de oro. Y
cuando el tiempo y los mosquitos lo permitían, se sentaba en la puerta de la
casa, sin otro quehacer que matar las horas.“¿Cómo está, coronel?” “Aquí,
esperando que pase mi entierro.
Sigue
pasando la vida por la puerta de los desahuciados, de los parados sin
prestación, de los ancianos que no llegan a fin de mes, o de los miles de camareros
sobradamente preparados que han tenido que salir de su país. Y que sospechan
que le importan un pimiento a Godot. Si
es que existe.