Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 18 de diciembre de 2014

Desde Macondo. LOS FANTASMAS DE LA NAVIDAD

Van a tener mucho trabajo los fantasmas de la Navidad. Su tarea aumenta a medida que decrece la de los Reyes Magos o Papá Noel. En estos días de fiesta obligatoria, de alegría casi por decreto y de sensibilidades a flor de piel, por mandato o por costumbre, me pregunto cómo hubiera sido la Canción de Navidad de mi admirado Dickens si tuviera que escribirla ahora, doscientos años después. Y desde el humilde conocimiento que me proporciona el haber leído toda su obra puedo asegurar que el cuento sería muy parecido, que no faltan pobres, ni malvados sin escrúpulos, ni miseria ni explotación o abusos.
      Se mantendrían la estructura, y los personajes. Y el fondo de la Historia. Scrooge seguiría siendo el viejo malvado y sórdido, avaro e insensible. Tal vez ahora, en tiempo presente, tuviera una cuenta en Suiza, no pagara impuestos y hasta cobrara en sobres. Por supuesto, explotaría al pobre escribiente y le pagaría en B, o le haría un contrato de cuatro horas para un trabajo de doce. Seguro que pensaría que se merecía pasar angustias por haber vivido por encima de sus posibilidades. Y hasta se permitiría despedirlo sin indemnización alguna, que para eso lo amparaba la ley.
       El Scrooge de nuestro siglo mandaría al cuerno con cajas destempladas al fantasma de las Navidades pasadas. Y se reiría del pobre enviado del más allá empeñado en enseñarle el presente, el frío, el hambre, la pobreza, la miseria, reunidos en torno al hogar familiar. Si acaso, sacaría pecho diciendo que, gracias a él, las familias se habían convertido en ONG’s, compartiendo los escasos recursos de que disponían.
      Lo que más claro tengo es que el cuento no terminaría igual. La Canción de Navidad no sonaría dulce y alegre en las últimas páginas. El fantasma de las navidades del futuro se iría con el rabo entre las piernas, sin conseguir ablandar el corazón del malvado Ebenezer Scrooge, endurecido de tanto tratar con mercados sin entrañas. Igual hasta acababa sentenciado por la Ley Mordaza, por hablar de más y, sobre todo, por hacerlo a favor de los necesitados.
      Los nuevos protagonistas del cuento, los scrooges de nuestros días,  tienen claro que han ganado y que no hay escrúpulos que valgan. Que así es el mundo y así son las navidades. Que siempre ha habido ricos y pobres (ahora más), y el resto son ñoñerías. Que el pueblo está para hacer sacrificios y los ricos, para cobrarlos.
      Y que no les vengan con cuentos. No sé si Dickens, el gran novelista de lo social, hubiera tirado la toalla al saber que todas sus historias con final feliz deberían ser reescritas, que no se puede ablandar una piedra, que es imposible conectar las distintas capas sociales y que no hay tregua ni siquiera en Navidad. Por muchos fantasmas que les envíen.
 
 

miércoles, 10 de diciembre de 2014

Desde Macondo. LAS TRES MIL

Si los salvajes recortes en Correos no lo impiden, tres mil cartas empezarán a llegar desde hoy mismo a la Moncloa, convertida en el nuevo Rovaniemi (donde habita Papá Noel), y dirigidas al presidente Rajoy, con el propósito de ablandarle el corazón en estos tiempos en los que el músculo tonto está más sensible que nunca.
        Tres mil cartas, como tres mil palomas blancas, han sido depositadas en los buzones de toda España solicitando algo tan prosaico como la rebaja del IVA cultural. No conozco el texto concreto, pero tendría que ser algo así como “Querido presidente. Me he portado muy bien este año, y, como empresario teatral (o musical, o de cine, o promotor, o editorial), quiero pedirte que levantes el castigo de gravar con el 21 por ciento de IVA cualquier manifestación artística destinada a alimentar el espíritu de mis conciudadanos. Ya sé que estás muy ocupado alimentando a poderosos señores, e intentando que suba el PIB y que se multipliquen los contratos basura que engordan el bolsillo de los que más tienen, pero lo que yo pido tampoco es tan costoso y te garantizo que el beneficio es muy grande. La buena gente de este país, que tanto está sufriendo con la crisis, tiene derecho a escuchar de cuando en cuando un buen concierto, a asistir a una representación teatral o a olvidarse de sus problemas ante la pantalla de un cine. Y a leer un buen libro o a visitar una biblioteca bien equipada. Soy consciente de que la Cultura en general no está entre sus prioridades, pero sin cultura no seríamos el gran país del que Vd. siempre presume. P.D.- Si lo tiene a bien, y para no gastar otro sello, puede decirle a su compañero Wert que le haga un huequecito a las enseñanzas artísticas y a la cultura clásica en sus planes de educación. Sin otro particular, le deseo felices fiestas”.
        No tengo esperanzas de que las tres mil cartas, ni aunque fueran cien mil, logren su cometido. He visto al presidente en varios partidos de fútbol; nunca en un teatro o en un concierto. Nunca lo he oído hablar de Cultura, salvo para decir cuatro topicazos sobre la marca España. Y siempre traduciendo todo a euros. Como diría Machado, “Sólo los necios confunden el valor con el precio”. 
        Alguien pensará, legítimamente, que es una quimera hablar de Cultura cuando hay tantas necesidades básicas por cubrir, cuando el frío y el hambre no dejan mucho margen a otros pensamientos. Es difícil pensar que puede sensibilizarse ante el hambre de saber quien mira hacia otro lado cuando se habla de pobreza o desigualdades sangrantes. En estos tiempos del cólera, en los que se piensa con la cartera más que con la cabeza, y el corazón es tan sólo la bomba que permite mantener la renqueante maquinaria de la vida, me vienen a la cabeza las palabras de Lorca con motivo de la inauguración de una biblioteca: “Si tuviera hambre y estuviera desvalido, no pediría un pan, pediría medio pan y un libro. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan.”
        Tres mil cartas blancas, como palomas mensajeras, vuelan hacia Moncloa pidiendo pan para la Cultura. Sé que es un tópico hablar del alimento del alma, pero bienvenido sea si sirve para explicar que no se puede utilizar la crisis para confundir valor y precio; que hay cosas que no pueden pagarse con monedas, que son vitaminas para el espíritu, y que la carencia de vitaminas produce enfermedades graves.
 
 
 

miércoles, 3 de diciembre de 2014

Desde Macondo. JAULAS DE ORO

Así, como quien no quiere la cosa, hemos aprendido en cuatro días el nombre de un montón de cárceles españolas. Hemos hecho un máster apresurado y podemos situar, sin problemas, Alahurín de la Torre, Soto del Real, Estremera, Segovia, que sólo conocía por el acueducto y hasta Aranjuez, en la que siempre he pensado con fresas y jardines. Me había quedado varada en Carabanchel y en el Puerto de Santa María, que es donde iban los presos políticos y los malos malísimos de mi juventud.
       Y heme aquí, ahora, especulando entre sorbo y sorbo de café si fulanito elegirá una prisión de su Comunidad, si menganita tendrá privilegios por entrar en tal otra, si una es más nueva, si en la de más allá hay talleres y hasta coro…Como tantas otras cosas anormales, hablar de cárceles ha entrado en nuestra normalidad. Y especulamos con que si una prepara un concierto de navidad o el otro (Fabra), aprovechará para escribir sus memorias.
         No es mal negocio. Unos y otros pasan por la cárcel de su elección (la más nueva, la más bonita, la más próxima a su domicilio, la menos masificada) para pasar unos meses, un par de años en el peor de los casos, y salen igual de ricos y más famosos que cuando entraron.  Porque la verdadera pena, la de devolver lo que han robado, se sustituye con una corta temporadita en una jaula dorada. Con el oro a buen recaudo.
        Nunca he tenido salero para robar nada, ni un chicle, ni una goma de borrar o un par de calcetines en unos grandes almacenes. Mucho menos para otras cosas que me permitieran entrar en prisión, pero creo que seríamos muchos los que daríamos un par de años de vida por asegurarnos la jubilación, que es lo que les espera a tanto preso/a ilustre como estamos viendo en estos días.
        Y encima con libro bajo el brazo, que será best seller, porque a frikis no nos gana nadie. Así, de pasada, se me ocurren una docena de libros escritos entre rejas (y en peores condiciones, sin duda), que han pasado a la posteridad y lo han hecho en mayúsculas. Cervantes escribió el Quijote en la cárcel de Argamasilla; y Oscar Wilde parió su estremecedora De Profundis mientras sufría los rigores de prisión; Marco Polo desgranó sus viajes esperando la libertad, y los demonios de César Vallejo le dictaron Trilce en un injusto arresto; Fidel Castro dio forma a La Historia me absolverá mientras esperaba juicio encarcelado y las sombras de la celda inspiraron al Marqués de Sade para escribir Justine. Hasta Hitler encontró inspiración para su Mein Kampf. Dejo para el final el Cancionero y Romancero de Ausencias de Miguel Hernández, sus Nanas de la Cebolla, sus Tres heridas, sus tristes guerras, tristes armas si no son las palabras, porque él no salió nunca de la cárcel.
        No nos bastan las jaulas de rejas frágiles y doradas. A estas alturas, no es suficiente. Queremos el oro y después, que escriban lo que quieran y vendan lo que puedan.
        Su libro nunca se escribirá en mayúsculas entre la buena literatura que ha salido de una cárcel.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Desde Macondo. EL ÁRBOL DE PLATÓN


Entre el maremágnum de informaciones diarias repletas de dramas, de penas, de guerras, de presentes duros y futuros más que imperfectos, que ya hemos incorporado casi a la normalidad, se cuela de cuando en cuando alguna noticia que te sacude, que te impacta y remueve algo en ti. Algo que a menudo es la tristeza y la añoranza de tiempos pasados, que, sin duda alguna, fueron mejores.

      En una columnita de esas secciones de los periódicos por las que pasamos de puntillas, leo que los griegos han hecho leña del olivo de Platón, el árbol milenario bajo el cual el filósofo impartía sus enseñanzas a alumnos tan cualificados como Aristóteles. Primero llega la indignación. Y con la explicación, la tristeza. La imposibilidad de comprar combustible para cocinar o calentarse, después de muchos años de durísima crisis, ha hecho que nuestros vecinos helenos se echen al monte, literalmente, y vuelvan a utilizar la madera para estos menesteres.

      No sé quien dijo eso de “primum vívere, deinde fhilosophare”, primero vivir, comer, y luego, pensar. Pero aquí se cumple a rajatabla. Cierto es que el verdadero árbol, o una parte de él, está conservado, o estaba, en la universidad de Atenas, y que en su lugar y como símbolo se plantó otro (el que ahora ha sucumbido). Pero eso es lo de menos y no resta ni un ápice de importancia al hecho.

      La crisis se está llevando por delante museos, bibliotecas, joyas del patrimonio que no soportan la falta de mantenimiento, las inclemencias del tiempo y la pena por el abandono. Los árboles, la naturaleza, no iban a ser menos. En tiempos de “primum vivere” no importa mucho el estado de salud del olmo viejo de Machado, o del ciprés de Silos, el enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongoja el cielo con su lanza, y tantos otros que han inspirado a poetas, han alimentado leyendas, han cobijado episodios de la Historia… Han sido nuestro paisaje

      Y ahora son leña, como el olivo de Platón. Triste destino para el árbol que alumbró el ansia por saber, por entender, por avanzar. Sólo queda el consuelo de que todos los dioses del Olimpo maldigan a quienes han obligado a la gente de a pie a empuñar el hacha para defenderse del hambre, de la pobreza y del frío.

      Desde Macondo recuerdo otro árbol. Un castaño en el que empieza y termina la historia de los Buendía, sus cien años de soledad. El primero de la saga, José Arcadio, muere amarrado a su tronco tras años de locura. Al último Aureliano, al que nació con cola de cerdo, lo devoran las hormigas a su sombra, mientras Macondo desaparece en un pavoroso remolino de viento y polvo.
      Y su estirpe no tiene una segunda oportunidad sobre la tierra. Tal vez nosotros podamos replantar el olivo de Platón, y estemos a tiempo de ver cómo reverdece el olmo de Machado. Pero hay cosas irrecuperables, las que se ha llevado el diluvio. Las que se han arrancado de raíz.

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Desde Macondo. VIAJE A ITACA (Letra y Música)


Esto va de músicas, aunque las letras, omnipresentes, reclamen por derecho propio su espacio en esta columna.  Porque la banda sonora de mi vida está hecha de ambas cosas, de letras y de músicas, de canciones con mensaje, que se decía antes.
      Y que vuelve a decirse ahora. Yo creía que ha había llegado a Itaca, como en el poema de Kavafis, que ya guardaba en el baúl de los recuerdos los sonidos  con moraleja que me acompañaron en mi primera juventud, en los últimos coletazos del  franquismo, en la incierta Transición.  Ya había olvidado el escalofrío que recorría el cuerpo al escuchar eso de El Pueblo Unido Jamás Será Vencido, de Quilapayún, o el Todo Cambia, de Mercedes Sosa, o el Vientos del Pueblo, en la voz de Los Lobos; que no volvería a saltar con eso de Qué harías tú en  un ataque preventivo de la URSS; ni a corear La Estaca, de Lluis Llach.

      Pensaba que ya había llegado a Itaca, como el cantautor catalán tras décadas de canción protesta. Como Ulises después del largo camino: “… y atracar, viejo ya, en la isla, enriquecido con cuanto ganaste en el camino”. Nadie nos había avisado de que, andando el tiempo, deberíamos desandar lo andado, guardar las otras músicas que han sonado en el transcurrir de nuestros días, las que hemos ido descubriendo en cada momento, en cada situación, en cada etapa de la vida, para volver a empezar el viaje, mientras Penélope espera desesperada tejiendo y destejiendo tozudamente su tela.

      Hemos compuesto la sinfonía de nuestra vida, la banda sonora, mezclando flamenco y pop, rock y gregoriano, ópera y baladas, músicas del mundo, nanas y elegías. Alegrías, tristezas, con o sin letra, con ruidos y con silencios. De fondo o en primer plano, según el momento.

      El equipaje es ahora más abultado, distinto, pero parece que estuviéramos en el mismo puerto de salida. Con más años, con más músicas en el baúl de los recuerdos, en estos tiempos turbulentos la tele nos ofrece imágenes de jóvenes con el puño en alto, abrazados y coreando entusiasmados los mismos temas que sonaban cuando nosotros emprendimos el viaje.

      Y no sabemos si nuestros huesos cansados soportarán otra larga travesía, otras mil batallas en tierra y mar, si conseguiremos resistir el hechizo de Circe, cegar al cíclope o callar a las sirenas.  O si es tarde para cambiar de banda sonora, cuando ya hemos oído demasiadas músicas.

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Desde Macondo. UNA DE ROMANOS


Tengo la molesta sensación de estar asistiendo a una interminable sesión de cine en la que, sí o sí, tienes que tragar lo que te echen. De todos los géneros y casi siempre con el mismo reparto. Sin poderte mover de la butaca aunque te duelan la espalda, la cabeza y el entendimiento, aunque sea infumable lo que sale en la pantalla. Una detrás de otra. A veces western malos, de cuatreros a los que siempre sacan sus amigos de la cárcel, burlando al sheriff y a quien se ponga por delante. Otras veces, rancias cintas españolas con profusión de caspas, señoritos y diligentes Gracitas Morales; hasta del cutre destape y humor zafio de la época de Esteso y compañía.
      O de mafiosos de serie B, de torpes delincuentes a los que se le cae la media de la cara mientras roban el banco; de piratas con decorados marinos imposibles, de intriga que no intrigan a nadie por previsibles, de amor irreal, cuando triunfa el amor entre la pobre sirvienta y el príncipe; de guerra en la que siempre ganan los americanos (o los alemanes), históricas con castillos de cartón y poco rigurosas con los hechos, galácticas, fantásticas…
      Y así hasta el infinito. Digitalizadas o como toda la vida. Hasta en 3D. Sin solución de continuidad y sin que nada suene a estreno. Es lo de siempre y nos han sacado la entrada contra nuestra voluntad. Día tras día, cual si cada uno de nosotros fuéramos un moderno Sísifo, condenado a empujar perpetuamente un peñasco gigante montaña arriba hasta la cima, sólo para que volviese a caer rodando hasta el valle, desde donde debía recogerlo y empujarlo nuevamente hasta la cumbre por los siglos de los siglos.
      Vemos desfilar políticos o empresarios corruptos, una trama tras otra, hasta que llegamos a confundirlas en la misma, todos los escenarios posibles, Congreso, Senado, Gobiernos, Partidos políticos de todos los colores, Casa Real, Juzgados, folclóricas, amadores viajeros, banqueros… Un amplio reparto que no cabe en los títulos de crédito de las pantallas.
      Nos han convertido en simples figurantes en las películas que se han montado. Somos los que pagan las entradas y financian las producciones, sin derecho a nada más. Si acaso, a pedir que nos cambien la cartelera cada cuatro años.
      Una echa de menos esas pelis de romanos  de las tardes del sábado en las que tenías claro que los buenos eran los cristianos y los malos, los leones; que Ben-Hur ganaría la carrera de cuadrigas, que para eso era el prota; que Cleopatra pagaría por su perfidia y que César cruzaría el Rubicón.
      Y que los malísimos como Calígula y Nerón, tiranos, responsables de hambrunas y miserias entre el pueblo, y que tocaban la lira mientras ardía Roma, tuvieron el final que se merecían. Ay, cuánto tiempo sin ver una de romanos...

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Desde Macondo. PALABRAS DE SEGUNDA MANO


Ahora que la Real Academia nos acaba de obsequiar con una revisión del Diccionario, para introducir los términos que exigen los nuevos tiempos, y que la necesidad y la crisis han puesto de moda lo de la segunda mano, la venta de objetos usados. Y que el Gobierno nos atormenta un día sí y otro también con lo del autoempleo y las ayudas a lo que han dado en llamar emprendedores, y no son más que desesperados por trabajar de la forma que sea, se me ocurre que sería un buen negocio poner un puesto de palabras en desuso. De esas que un día llenaron nuestros periódicos, nuestras conversaciones, nuestras vidas, y ahora están olvidadas en el fondo de cualquier armario.

Sería un negocio modesto, sin pretensiones, sin que nos hiciera ricos en cuatro días. Y no precisaría de una gran inversión.  No sé si el tenderete debería estar en el centro del mundo, en el kilómetro cero; o en las puertas del Congreso, entre león y león; tal vez haya que colocarlo en el cielo, para que se vea desde cualquier parte, o montar sucursales en cada provincia, pueblo y aldea del país. O en las autopistas de la información, que permiten circular a toda velocidad.

      Tampoco hace falta mucha infraestructura. Las palabras pesan poco y ocupan menos.  Y no son tantas: Transparencia, solidaridad, rectitud, servicio público, igualdad, bienestar, respeto, compromiso, empatía, pan, democracia, justicia, salud, risa, alegría, esperanza, ilusión, futuro...

Estarían retirados, por caducados, otros términos como corrupción, opacidad, enriquecimiento ilícito, desempleo, frío, hambre, tristeza, desesperanza, desesperación, miedo, inseguridad, insensibilidad, pobreza...

Me viene a la memoria un cuento corto de Isabel Allende en el que la protagonista, Belisa Crepusculario, tenía por oficio vender palabras, desde que descubriera que no tenían dueño, y cualquiera las podía utilizar a su antojo, y hasta sacar provecho de ellas. Y así se ganaba la vida, de pueblo en pueblo, con su tenderete de palabras. Hasta que llegó un militar aspirante a político y le pidió las palabras precisas para ser presidente. No fue fácil encontrarlas, porque tuvo que descartar  las demasiado floridas, las desteñidas por el abuso, las que ofrecían promesas improbables, las carentes de verdad y las confusas, para quedarse sólo con aquellas capaces de tocar con certeza el pensamiento y la intuición de los hombres y mujeres.

Es tiempo de vender palabras recuperadas, de ponernos todos a ello hasta que alguien las compre, sin miedo a que puedan acusarnos de venta ilegal y nos retiren la mercancía. Pero se trata de recoger los trastos, plegar la manta e instalarnos en otro sitio. Sin descanso.

      Ojalá fuese tan fácil. Ojalá el viento, que se lleva las palabras, las deposite en el lugar preciso.

 

 

 

jueves, 30 de octubre de 2014

Desde Macondo. TIEMPO DE GRANADAS


Primero escuchamos “Operación Púnica”, y mi cabeza se fue a las guerras entre romanos y cartagineses, a Aníbal con sus elefantes y al rotundo “Carthago delenda est” que puso fin a una de las civilizaciones más florecientes. Pero no. Faltaba la segunda parte, el “granatum”. La operación del árbol del granado, que toma su nombre del apellido del cabecilla de la penúltima red de corrupción que hemos conocido.

       En tiempo de granadas. Las dos que habitan mi frutero me miran compungidas, como si sobre ellas hubiera caído también el peso de la ignominia, como si en la redada, en la operación que les ha robado el nombre, hubiera caído también su prestigio y su historia.

      Los enviados de Moisés a la Tierra Prometida trajeron granadas, como símbolo de la fecundidad; Afrodita plantó el primer granado de la Grecia antigua, en Egipto se enterraba a los muertos con ellas, para facilitar el paso a la vida eterna, y en China se esparcen sus granos en la cámara nupcial para atraer la prosperidad. Romeo declara su amor a Julieta a la sombra de un granado, y el Amado y la Amada de San Juan de la Cruz degustan escondidos el mosto de granada.

      Tuve como un tesoro, perdido con el tiempo y con los años, un libro de cuentos de Oscar Wilde, “La Casa de las Granadas”, que por asociación de ideas llega hoy hasta estas líneas. En el primero de los relatos se abordan las diferencias entre ricos y pobres, la vanidad y ostentación de unos y la desgracia de los menos favorecidos. Y una frase que luego he visto publicada por ahí: "Mientras nosotros pisamos las uvas, otros se beben el vino".

      Es tiempo de granadas y, en adelante, cuando piense en éllas, cuando retrase hasta el infinito el momento de ponerme a desgranarlas, cuando estallen en mi boca con ese sabor indescriptible y único, no podré pensar en aromas del Oriente donde nacieron, en los bereberes que la trajeron a España, en fecundidad y prosperidad, en cuentos y en historias de amor.

      El dulce mostro de la granada va a quedar ligado para siempre a operación policial, a corrupción, a burla, al tiempo que nos ha tocado vivir y que ni tan siquiera permite la ensoñación, porque la realidad golpea insistentemente en nuestras puertas.

      Podían haberla llamado de otra forma. Gurtel, por ejemplo, (correa en alemán y apellido de otro sinvergüenza), que no me sugiere nada. Pero la han llamado Púnica Granatum y al mismo  tiempo han matado los símbolos.
      Y los sueños.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Desde Macondo. EL SIGLO DE ORO


Lo de que vamos p’atrás no tiene discusión posible. Y a pasos agigantados. No hay día que no leamos que si los sueldos están a nivel de hace dos décadas, la pobreza como después de la guerra y los derechos laborales… vaya usted a la historia a buscarlos. Y para colmo, los pícaros ocupan el primer plano de la actualidad. Estupefacta me tiene el “pequeño Nicolás”, que no es uno de los pilluelos desharrapados del Londres de Dickens, en pleno siglo XIX. Qué va. Con su perfecto look de pijo total y veinte años recién cumplidos, ha conseguido colarse, sin desentonar, en la alta sociedad que, como todo el mundo sabe, no se mide por el color de la sangre, sino por el del dinero.
No digo nada de los Blesas, Ratos y demás picaros de alcurnia, ni de la larga lista de usuarios de las tarjetas black, ni de los gurtelianos, los pujoles, los de los ERE, los ínclitos empresarios tan ocupados en poner su dinero a buen recaudo y recetar bajadas de salario y subidas de jornada laboral.

Y no sé de qué me extraño. De  tanto ir para atrás nos hemos plantado en el Siglo de Oro. Al fin y al cabo, España siempre ha sido un país de pícaros. Hasta tenemos género literario propio, la novela picaresca, y personajes que forman parte de nuestra intrahistoria y que, tal vez, han dejado parte de su ADN en nuestros genes. A las pruebas me remito.

¿Quién no se ha reído con las maniobras para sobrevivir del pobre Lázaro de Tormes? O con los hurtos constantes de Don Pablos, el Buscón de Quevedo, o con las tretas del Guzmán de Alfarache. Hemos admirado la pericia del dómine Cabra para hacer mil caldos con el mismo hueso, que sumergía en la marmita atado de un cordel, y hemos aplaudido el truco de agujerear la bota de vino para beber al tiempo que el “jefe”, y gratis.

Hemos vuelto al Siglo de Oro pero, como el mundo está al revés, no son los pobres los que engañan a los ricos. Se han vuelto las tornas y ahora los pícaros son los poderosos (léase poder político o económico) y llegan hasta los alrededores de alguna testa coronada.

Y sus aventuras, que no desventuras, no nos hacen precisamente sonreír. La picaresca de este siglo XXI es la de los banqueros que emigran a puestos de trabajo con sueldos millonarios, después de haber engañado con preferentes y otras artimañas a miles de personas; es la de los que abandonan la política para ocupar sillones en empresas que ellos mismos han “externalizado”, que es el eufemismo para decir privatización; es la de los que colocan a decenas de amigos y familiares mientras el paro alcanza cifras angustiosas. Los “rescatados” que gastan alegremente el dinero recortado en becas o médicos.

Los nuevos pícaros son los que aplauden una reforma laboral que les permite despedir a miles de trabajadores para “deslocalizar” su producción, es decir, para llevar las fábricas a Marruecos o la India, donde las jornadas de trabajo son interminables y los salarios de risa. Eso sí, después de mantener deudas millonarias con Hacienda y de recomendarnos trabajar como chinos.

Los pícaros de este siglo de vergüenza son los que aprovechan la crisis para ofrecer sueldos de miseria y de hambre, para rodearse de becarios que trabajan por la ilusión de cobrar algún día y de gente sobradamente preparada que necesita hasta el último céntimo de lo que le quieran dar.

Son los que piden sacrificios y dan lecciones de cómo salir de la crisis (ellos), mientras hunden en la miseria a todo un país, los que van en coches oficiales y niegan transporte escolar y ambulancias, porque aumentan el déficit. Los que permiten desgarradores desahucios y acumulan inmuebles; los que niegan subsidios a los desempleados y se colocan dietas inmorales para aumentar su saldo a fin de mes.

Mientras, el pueblo pasa hambre y frío, como en la España del Siglo de Oro, y no le quedan tretas que buscar para sobrevivir.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Desde Macondo. UN RAMITO DE VIOLETAS


Era un 9 de noviembre, como siempre sin tarjeta, cuando llegaba un ramo de flores, de violetas concretamente, a la casa de una mujer cualquiera, casada y aburrida de un marido poco tierno y menos cariñoso. Siempre me ha fascinado y conmovido la historia de esta canción de Cecilia con final sorprendente.
      Y viene a cuento por la fecha, el 9 de noviembre, el día elegido para el primero referéndum, luego consulta y ahora no sabemos qué acerca de la independencia de Cataluña. Surrealista y extraño como la letra de la canción. Una historia de engaños, de juegos a media luz, de disimulos y apariencia de normalidad y con un final de puntos suspensivos.

      El marido lo sabe todo, la dama vive ilusionada con el imaginario amor secreto y ambos habitan un mundo ficticio. Justo como está pasando aquí, pero sin música y sin una interpretación deliciosa, que da gana de apagar la tele cada vez que salen Mas o Rajoy, o alguno de los acólitos de cualquiera de ellos, hablando de legitimidad, constitución y unidad patria.

      Meses llevan con las “cartitas” yendo y viniendo, con los secretitos y las estrategias, ilusionando a unos y alarmando a otros. Y nosotros, que no sabemos nada, los miramos callados. Como cantaba Cecilia.

      Llegará el nueve de noviembre y no sabemos si habrá violetas. Seguirá la vida, los ricos continuarán enriqueciéndose a costa de que los pobres sean más pobres; nos seguiremos quejando, con razón, de lo mal que funciona la Sanidad, de lo que ha subido la luz, de lo que han bajado los salarios, del empleo que no llega, del paro, que no se va… Aparecerán nuevos corruptos y nos escandalizaremos, con más o menos ruido, por la lentitud de la Justicia, porque sigan sueltos los que nos han arruinado el futuro…

      El nueve de noviembre no acaba ni empieza nada. Sigue todo, aunque se esfuercen en pintarlo como la fecha señalada. El día en que llegan las flores sin tarjeta que permiten a la señora aburrida seguir viviendo con ilusión.

     Las flores de Macondo son amarillas y siempre aparecen en el momento oportuno. A la muerte del primer Buendía cayó toda la noche una lluvia de minúsculas flores de este color. Eran tantas .que cubrieron los techos, y atascaron las puertas, y sofocaron a los animales que dormían a la intemperie. Tantas flores cayeron del cielo, que las calles amanecieron tapizadas de una colcha compacta, y tuvieron que despejarlas con palas y rastrillos para que pudiera pasar el entierro.” Y  Remedios, la bella, subió al cielo entre una nube de flores y se perdió para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.

      Las violetas son moradas y no son mágicas. Aunque lleguen el 9 de noviembre.

 

miércoles, 8 de octubre de 2014

Desde Macondo. LA SEXTA PLAGA


Yo creía que ya las teníamos todas y resulta que faltaba la sexta. Hablo de las plagas que cayeron sobre Egipto, según la Historia Sagrada, y que ahora han cambiado de destinatario, vaya usted a saber porqué, que no me veo yo como uno de esos malos malísimos  que obligan a latigazos a los pobres hebreos a construir las pirámides, como se ve en las pelis que ponen en Semana Santa.
      Digo yo que entre los egipcios debiera haber buenos, malos y regulares, como pasa aquí, y que seguramente la mayoría no se mereciera la ira de Dios. Y que, como también sucede aquí, los ricos y poderosos se irían de rositas mientras los de a pie sufrían los ríos de aguas rojas, la lluvia de ranas, los piojos, las langostas que se comieron las cosechas, el granizo, que remató la faena y toda suerte de enfermedades. Justo como aquí. Y quizás les ganemos, porque se me ocurren un montón de plagas más, que no soy Dios, que pudo sintetizar y elegir las más dañinas para que salieran en los textos sagrados.

       Puedo hablar de paro, de pobreza, de recesión, de crisis, de retrocesos, de pánico, de presente incierto, de futuro imperfecto, de hipotecas, de apatías, de desconfianza,  de déficit, de tarjetas black, milongas catalanas y otras maniobras de distracción, de abismos entre mundos, de hambrunas… De tinieblas, penúltima plaga, con el brazo ejecutor de Iberdrola o de la compañía de turno. Nos faltaría la muerte de los primogénitos, con la que se dio por terminado el castigo divino, pero en una interpretación libre, la salida de miles de jóvenes a buscarse en otros países la vida que no encuentran en el suyo y la impotencia de los padres ante sus hijos sin futuro, también tiene mucho de plaga bíblica.

      Pero yo quería hablar de la Sexta Plaga, que es la que nos ocupa en estos días. La de las enfermedades en forma de úlceras y sarpullidos. Y entonces llegó el ébola, por si nos faltaba algo. Ya las tenemos casi todas, y toco madera, que todo es susceptible de empeorar y nadie sabe qué nuevo castigo pueden idear los dioses cabreados.

      Creo que la ciencia ha encontrado una explicación racional para cada una de las plagas, sequía, barro, proliferación de insectos, malaria y hasta cambio climático. Tampoco es difícil explicar lo que pasa ahora y por qué pasa. El caso es que nos hemos puesto a la cabeza de la ira divina, que sumamos las plagas de Egipto, Sodoma y Gomorra y hasta el Diluvio de Noé. Igual aparecemos en los libros dentro de unos siglos.

      También hubo un diluvio en Macondo. Duró cuatro años, once meses y dos días. Mucho menos que el nuestro. Y fue plaga única.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Desde Macondo. TIEMPO DE BERREA


Hace mucho tiempo, cuando pasaban cosas con letra, y no sólo con número, tuve ocasión de disfrutar del espectáculo de la berrea del ciervo.  Nunca antes había visto algo igual. Ni oído. El lamento de los animales y el sobrecogedor ruido de los cuernos chocando en peleas casi siempre incruentas, pero impactantes.

      Como urbanita que soy, me mantenía a una distancia prudente de los imponentes bichos, por si algo de su furia me salpicaba. Son animales esquivos y solitarios (Bambi es sólo de película), y no suelen permitir que se acerquen extraños. Mi ignorancia del mecanismo hormonal de los cérvidos se puso de manifiesto cuando el guarda de la finca me dijo eso de "no se preocupe, no la ven. Ellos están a lo suyo". Y lo suyo, por supuesto, era perpetuar su especie, conseguir el mayor número de cópulas, luchar por su territorio y asegurarse el futuro.

     Dirá quien se entretenga en leer estas disquisiciones que a ustedes qué les importa la vida sexual de los venados. Y tienen razón. Tampoco a mi me importaría demasiado, si no fuera porque la imagen de los ciervos berreando, y la sentencia del guarda me recuerdan machaconamente la realidad que estamos viviendo.

      Unos a lo suyo, berreando en distintos tonos, según convenga, y los demás, simples espectadores de una guerra que no es la nuestra, que no nos asegura el futuro, ni tan siquiera el presente, porque somos meros trofeos del ganador. Sin más.

      Chocan los cuernos y el eco nos habla de deuda, de déficit, de Constitución, de desafíos soberanistas, de Cataluña, de reparto de poder en Europa, de brotes verdes o amarillos, de Presupuestos que consolidan una recuperación más falsa que Judas.

      Ya veis, con todo lo que está pasando y yo acordándome de los ciervos, mire usted por dónde. En plasma o en directo veo a los gobernantes impasibles, concentrados en sus luchas internas, en la defensa de su estirpe, marcando su territorio, embistiendo al de enfrente con impactante choque de cuernas.  

      A su lado, ahí mismo, el paro aumenta por segundos, a la misma velocidad que el hambre y la desesperación, el futuro, entendido como progreso, se ha caído del diccionario, y el miedo campa por sus respetos. Como los ciervos en la berrea, no ven nada. O no les importa, que es peor.   Y una echa de menos un sabio hombre de campo que le explique qué está pasando.

      En Macondo no hay ciervos. Ni berrea. Sólo suena la risa franca de Petra Cotes, la mulata exuberante que exasperaba a la naturaleza, y hacía que sus yeguas parieran trillizos, las gallinas pusieran dos veces al día, los conejos se multiplicaran y los cerdos engordaran con desenfreno. Sin topetazos estúpidos ni berridos estériles.

 

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Desde Macondo. DE OTOÑOS Y PATRIARCAS


Sigo en Macondo, aunque haya cambiado de libro. No sé por qué esta estación triste y los últimos acontecimientos en la vida pública me han llevado a pensar en Zacarías, el dictador retratado por García Márquez en una de sus novelas más duras y más reales. El Otoño del Patriarca nos cuenta la vida y milagros-la muerte también- de un hombre cualquiera, de hecho, su nombre sólo se menciona una vez en todo el libro, que no conoció la tranquilidad, el amor, las relaciones humanas, los sentimientos más normales entre personas.
      Toda su vida, hasta que la muerte lo encontró solo y sin insignias, fue una continua zozobra para conservar el poder. A costa de amantes, de amigos, de compañeros, de su propio país ¡Si hasta vendió el mar a los gringos! Y convirtió a su madre en santa, momento en que dejó también de ser suya.
      Pues eso, que el melancólico otoño de cielos grises y suelos ocres, además de llevarme al recuerdo me trae a la más desoladora actualidad. Al todo vale, a la perversa confusión entre política y poder que tanto sufrimiento de cuerpo y alma está causando en nuestros días. Ya estábamos asumiendo las privaciones materiales como algo inevitable, con él “es lo que hay”, y sobrellevando los días como buenamente podemos. Hemos hecho coletilla del “todos son iguales y “los políticos van a lo suyo”. Y a fuerza de repetirlo lo hemos asumido, casi sin pensar en el significado real.
      Pero el vaso no se llena nunca. Siempre cabe una gota más, otro punto de desesperanza. Un otoño más frío y más gris, que ha empañado la noticia de la retirada de la reforma del aborto e incluso la dimisión de Gallardón, uno de los peores ministros de nuestra historia reciente.
      Y que nos vuelve a enemistar con  el mundo, con ese mundo en el que no importan los principios, equivocados o no, en el que tampoco valen nada las personas, ni sus alegrías, ni sus miserias, si no son herramientas utilizables para llegar al poder. En el que la primavera de unos es el eterno otoño de otros, en el que unos cuantos, encerrados en el círculo de tiza del coronel Buendía impiden que nos acerquemos a la esperanza, a la ilusión, a la confianza.
      La imagen del coronel en su círculo y la del patriarca aferrado al poder durante más de cien años, lleva  martilleándome todos estos días. Nuestros políticos se han trazado una burbuja no de tres metros, de tres mil años luz, y desde ahí dirigen nuestros destinos. Sin despeinarse. Ahora toca  no aparecer, ahora toca cambiar el nombre de las cosas, ahora toca engañar, o esconderse, o  mirar para otro lado, o sembrar incertidumbres, o ponerlo todo perdido de miedos. O reírse de nosotros, sin más.
      Y fuera del círculo, en otoño perpetuo, los parados, las personas angustiadas, angustiadas, ese 30 por ciento de familias que viven bajo el umbral de la pobreza, los padres que no podrán pagar la matrícula de sus hijos, los enfermos que no saben si tendrán cama en el hospital recortado,  los hipotecados y futuros desahuciados, los jóvenes que buscan país al que emigrar o los maestros que se quedan sin niños a los que enseñar.
      Bendición se llamaba la madre del Patriarca. Me acabo de acordar. La nombraron patrona del país. Y su hijo fue aún más poderoso.
 



jueves, 18 de septiembre de 2014

Desde Macondo. EL PESO DE LA PÚRPURA


No tengo yo el tono muy claro. Sé que es una mezcla de violeta, rojo oscuro, morado… En fin, el color púrpura, que tampoco aparece mucho en las colecciones de moda, ni siquiera en las de otoño-invierno. También me consta que la púrpura pesa y, sobre todo, que tiene peso.

      Es el color de los más altos dignatarios de la Iglesia, cardenales y obispos que aspiran a serlo, y sólo tienen por encima el blanco luminoso del Papa, que está por encima del bien y del mal.

      He leído por alguna parte que el color púrpura siempre se ha asociado al poder por lo costoso que en la antigüedad era conseguir el tinte, sacado al parecer de un raro caracol difícil de conseguir. Desde muchos siglos antes de Cristo, la ropa púrpura se reservaba a altos dignatarios. Incluso se castigaba a quien osase vestirla sin tener el rango adecuado. El color de los poderosos.

      Y así seguimos. Ahora, a cuenta de la reforma de la Ley del Aborto. Los purpurados ya han dejado oír su voz. Hay que cumplir las promesas electorales, y ésta era una. Curioso que no hayan dicho nada de las subidas del IVA, de la no rebaja de impuestos, del no rebasar las “líneas rojas” de la educación y la sanidad, de cargarse la atención a dependientes… Todo promesas electorales también, pero al parecer sin peso suficiente como para sacar a relucir el peso de su color.

      Se va a incumplir una promesa electoral, y se ha armado el Belén. Ahora llegará el  llanto y crujir de dientes. No sé si podré soportar otra vez las imágenes de obispos, curas y monjas, y unas docenas de familias numerosas, detrás de las pancartas. Que además de pintoresco y anacrónico, es muy fuerte.

      No sé si va a pesar más la púrpura que los votos. Menudo dilema tiene el Gobierno católico, apostólico y romano, justo cuando está negociando que el Papa venga a presidir los fastos por Santa Teresa. Y a pocos meses de unas elecciones, que es lo que cuenta porque, como ya he relatado más arriba, los purpurados no son tantos, aunque conduzcan su rebaño con maestría y hagan mucho ruido.

      Seguro que no es éste el color del otoño que Rajoy y sus chicos hubieran elegido. Ellos siguen empeñados en el verde de los brotes, y se les cuela el morado cardenal en los desfiles. Siento curiosidad por saber cómo están viendo el tema desde otros países, en los que el peso de la púrpura es el que tiene que ser. Por Constitución.

      Yo me quedo con el cura de Macondo, el padre Nicanor, que tenía el don de la levitación e iba de casa en casa ofreciendo su espectáculo para recaudar fondos. Mucho más normal, dónde va a parar. Y no vestía de púrpura.

 

jueves, 11 de septiembre de 2014

Desde Macondo. "EL DÍA"


No pensaríais que dada la coincidencia de la publicación de estas humildes líneas con el 11-S, iba a sustraerme de hablar del Día en Cataluña. Aunque sólo sea por hacer un sano ejercicio de liberación, de desintoxicación, y porque no voy a ser yo la única que no haga una sesuda columna sobre el tema.
      Y mira que la fecha da para mucho. Podría hablar del atentado de las torres gemelas, o del suicidio de Allende y el inicio de la larga noche de Chile en manos de Pinochet. Hasta podría recordar al gran Bola de Nieve, que nació tal día como hoy. Y a Carlos Puebla, el de “Hasta siempre, comandante”, que puso música al Ché y también vino al mundo en esta fecha. Por no mencionar otros “días nacionales”, aunque sean vírgenes y santos los que los copan. Ahí está la Pilarica, Santiago Matamoros, Guadalupe y muchos más, que no es cuestión de revisar el santoral
      Pero toca hablar de Diada, curiosamente con la vista puesta en otro punto del calendario, en noviembre. No sé si habrá muchos catalanes que recuerden que en este día se conmemora la caída de Barcelona a manos de tropas borbónicas; y que durante años, la única celebración (también prohibida), era un oficio fúnebre en la catedral para rememorar tan triste momento y añorar los fueros perdidos.
      Una celebración más, como el Día de Extremadura o el de Castilla-La Mancha, que tantos “propios” han aportado a la grandeza de Cataluña. Me gustan más las sumas que las restas, pero tampoco me aferro a quedarme con nada a toda costa, que eso da malos resultados y todos tenemos alguna experiencia en este sentido.
      Bien cierto es que en este mundo global, con sus luces y sus sombras, es más conveniente ser más y que, por otra parte, siempre se ha dicho que la unión hace la fuerza y que el enfrentamiento no es solución. Pero hemos juntado el pan con las ganas de comer, la intransigencia de unos con el afán de protagonismo de otros, sazonado todo con las ansias de poder.
      Y de esta mezcla extraña ha salido el cóctel más explosivo: La Diada 2014. Hoy será todo cifras. El número de policías, el de manifestantes, los metros de la V, los porcentajes de separatistas o no…
      Confieso que me aburre el tema, que casi paso de largo las páginas con el cintillo de “desafío separatista” con que nos obsequian todos los días desde hace meses los periódicos.
      Y pienso asistir al espectáculo desde Macondo, donde no existían los años ni los meses ni los días, y el calendario lo marcaba la llegada de los gitanos, cuando el pueblo salía de su siesta eterna para asombrarse con los inventos del mundo, para interrumpir el tiempo circular y hacer un paréntesis en el camino a la fatalidad.

 

jueves, 4 de septiembre de 2014

Desde Macondo. LA REGENERACIÓN


A este paso, vamos a tener que crear una Academia de la Lengua paralela para que nuestros gobernantes tengan su sillón, en mayúsculas o minúsculas, editen su propio diccionario y hasta su manual de estilo. Hay que ver qué manía les ha dado por pervertir el lenguaje, por cambiar el significado de los términos, por llevar las definiciones a su terreno, sin preocuparse de echar un vistazo a los textos oficiales. Y reales.

      Tengo ya una amplia lista de “palabros” del llamado neolenguaje liberal, pero no hay día en que no tenga que apuntar alguna más.  Cuando ya son de uso común (a la fuerza ahorcan), cosas como crecimiento negativo para decir que vamos p’atrás,  o reformas por recorte,  o aumento del empleo en lugar de precariedad, o sostenimiento del estado de bienestar para hablar de menos médicos y hachazos a los dependientes, o “no rescate” hemos entregado miles de millones a los bancos, deciden que aún pueden seguir atentando contra la semántica, y destrozando palabras muy dignas que siempre han significado lo mismo. Hasta ahora.

      Vamos con la “regeneración”. Debería haber un mandamiento, el 11, que prohibiera pronunciar determinados términos en vano. Bajo pena de infierno. Regenerar, según el diccionario de verdad, el de la Real Academia, es “dar nuevo ser a algo que degeneró, restablecerlo o mejorarlo”. Y regeneración es la “reconstrucción que hace un organismo vivo  de sus partes perdidas o dañadas”. Bien dañada, y perdida, tenemos la democracia.

      Y eso no se arregla con un lifting de urgencia a cuatro días de las elecciones. Mucho menos con una capa de maquillaje, por espeso que sea.  Prometer que se va a reducir hasta el infinito y más allá el número de aforados, sabiendo que hacen falta meses, cuando no años, cambios en la sacrosanta Constitución y en los estatutos de autonomía, es pronunciar en vano el término regeneración.

      Hablar de una reforma de la ley electoral que sólo les beneficia a ellos y con la que nadie está de acuerdo, también es pecado capital. Hablar de cambiar los criterios sobre indultos, cuando han perdonado delitos imposibles, también merece el infierno. Y hacer todo esto por sus narices, saltándose leyes, consensos, acuerdos y voluntades, más todavía.

      Les han entrado las prisas de última hora, el arreón del vago, pero no se puede regenerar nada cuando has amputado previamente los miembros. Desde la desigualdad, la prepotencia, las leyes aprobadas por decreto y porque yo lo valgo, la pobreza creciente, las injusticias, la ley mordaza, la reforma laboral para ricos, el aforamiento exprés de la familia real hace cuatro días y unos cuantos ejemplos más que no me caben, no se puede hablar de regeneración y pretender que sea palabra de Dios.

      Dar una manita de pintura a lo que está más negro que los pies de Cristo no es solución. Será lo que, ya que estoy con temas religiosos,  Jesús llamó "sepulcros blanqueados"  aparentemente limpios pero podridos por dentro.

      Aunque lo llamen regeneración.

 

jueves, 28 de agosto de 2014

Desde Macondo. ARRIBA Y ABAJO

Viendo las empalagosas imágenes de Merkel y Rajoy en su romántico encuentro veraniego me ha venido a la cabeza, vaya usted a saber porqué, la exitosa y genial serie británica “Arriba y Abajo”, que narra las relaciones, la vida y miserias de los habitantes de una casa, el 165 de Eaton Place, en la que, como mandaban los cánones, vivían los ricos-en la planta noble-y el servicio, en el sótano.
      La serie está ambientada en las primeras décadas del Siglo XX. Es la época de la lucha por el voto femenino, la I Guerra Mundial, el hundimiento de la bolsa de Nueva York de 1929 o las primeras huelgas de trabajadores, acontecimientos que afectan tanto a los aristocráticos dueños de la casa como al último de los sirvientes, pero no en la misma medida. De ahí la comparación con lo acaecido este fin de semana en Galicia, ante la atenta mirada del apóstol Santiago.
      En la casa habitaban Lady Marjorie, aristócrata y rica de cuna, con su esposo, un político descendiente en exceso del dinero y las influencias de su esposa. Y los demás. Un mayordomo estirado y servil, cocineras, lacayos, doncellas, sirvientes…A partir de ahí, y durante varias temporadas, la trama nos va contando cómo se ve la vida en una y otra planta.
      Y no es lo mismo. Dónde va a parar. Igualito es recetar recortes que sufrirlos en carne propia; o hablar de brotes verdes cuando tú y los tuyos os los habéis comido todos. Nada que ver los miles de euros de sueldo con los poco más de 600 del salario mínimo o los 400 del subsidio. O los 0,0 de quienes han agotado la prestación.
      No se ve la vida igual desde el jardín principal que desde el húmedo  sótano, donde no hay luz ni mucho menos horizonte. Ni lugar para posar sonriendo, encantados de haberse conocido.
      España se ha convertido en un gigantesco “Arriba y Abajo”. Los millonarios ocupan desahogadamente la planta principal mientras que en el nivel más bajo no cabe un alfiler. Y tenemos que servirlos sin protestar, el doble de horas, con la cuarta parte de sueldo y, si me apuras, dándonos de alta como autónomos para que ellos no tengan gastos. Para que todo sean beneficios.
       En los capítulos finales de la serie, el mundo empieza a cambiar. Al pobre mayordomo, convencido de que ha nacido para servir, le cuesta trabajo mantener la disciplina sin hablar de sueldos, de jornadas o de días libres. E intenta desesperadamente que los sirvientes, los habitantes de “abajo”, no se contagien de los movimientos obreros y las huelgas en la calle.
       Ahora nos tragamos todo. Hasta las sonrisas condescendientes de la lady Marjorie de turno y su esposo mantecoso, a riesgo de que nos dé un subidón de azúcar que no lo contemos. Nos cuentan que, a partir de ahora, hay que lustrarles los zapatos dos veces en lugar de una, que sólo comeremos una vez al día, que procuremos no enfermar, que ni se nos ocurra pedir becas para nuestros hijos, que…
         Y nos callamos porque ellos viven arriba y nosotros, abajo.

 

Desde Macondo. ARRIBA Y ABAJO



Viendo las empalagosas imágenes de Merkel y Rajoy en su romántico encuentro veraniego me ha venido a la cabeza, vaya usted a saber porqué, la exitosa y genial serie británica “Arriba y Abajo”, que narra las relaciones, la vida y miserias de los habitantes de una casa, el 165 de Eaton Place, en la que, como mandaban los cánones, vivían los ricos-en la planta noble-y el servicio, en el sótano.
      La serie está ambientada en las primeras décadas del Siglo XX. Es la época de la lucha por el voto femenino, la I Guerra Mundial, el hundimiento de la bolsa de Nueva York de 1929 o las primeras huelgas de trabajadores, acontecimientos que afectan tanto a los aristocráticos dueños de la casa como al último de los sirvientes, pero no en la misma medida. De ahí la comparación con lo acaecido este fin de semana en Galicia, ante la atenta mirada del apóstol Santiago.
      En la casa habitaban Lady Marjorie, aristócrata y rica de cuna, con su esposo, un político descendiente en exceso del dinero y las influencias de su esposa. Y los demás. Un mayordomo estirado y servil, cocineras, lacayos, doncellas, sirvientes…A partir de ahí, y durante varias temporadas, la trama nos va contando cómo se ve la vida en una y otra planta.
      Y no es lo mismo. Dónde va a parar. Igualito es recetar recortes que sufrirlos en carne propia; o hablar de brotes verdes cuando tú y los tuyos os los habéis comido todos. Nada que ver los miles de euros de sueldo con los poco más de 600 del salario mínimo o los 400 del subsidio. O los 0,0 de quienes han agotado la prestación.
      No se ve la vida igual desde el jardín principal que desde el húmedo  sótano, donde no hay luz ni mucho menos horizonte. Ni lugar para posar sonriendo, encantados de haberse conocido.
      España se ha convertido en un gigantesco “Arriba y Abajo”. Los millonarios ocupan desahogadamente la planta principal mientras que en el nivel más bajo no cabe un alfiler. Y tenemos que servirlos sin protestar, el doble de horas, con la cuarta parte de sueldo y, si me apuras, dándonos de alta como autónomos para que ellos no tengan gastos. Para que todo sean beneficios.
       En los capítulos finales de la serie, el mundo empieza a cambiar. Al pobre mayordomo, convencido de que ha nacido para servir, le cuesta trabajo mantener la disciplina sin hablar de sueldos, de jornadas o de días libres. E intenta desesperadamente que los sirvientes, los habitantes de “abajo”, no se contagien de los movimientos obreros y las huelgas en la calle.
       Ahora nos tragamos todo. Hasta las sonrisas condescendientes de la lady Marjorie de turno y su esposo mantecoso, a riesgo de que nos dé un subidón de azúcar que no lo contemos. Nos cuentan que, a partir de ahora, hay que lustrarles los zapatos dos veces en lugar de una, que sólo comeremos una vez al día, que procuremos no enfermar, que ni se nos ocurra pedir becas para nuestros hijos, que…
         Y nos callamos porque ellos viven arriba y nosotros, abajo.

 

jueves, 21 de agosto de 2014

Desde Macondo. ADIOS AL PARAÍSO


Borges imaginaba el Paraíso como una especie de biblioteca; Cicerón afirmaba que si además de libros había un jardín, ya estábamos en el cielo; Federico García Lorca renunciaba a medio pan por un libro, para alimentar cuerpo y alma. Y Mafalda, siempre tan aguda, se pregunta si no sería maravilloso un mundo en el que las bibliotecas fueran más importantes que los Bancos.
      Como todos los citados están muertos o son de ficción, van a ahorrarse el amargo trago de ver el paraíso mancillado, con las puertas cerradas, las estanterías vacías y un ostentoso cajero automático en la entrada. Que leer no puede salirnos gratis, faltaría más. Con agosticidad y casi de tapadillo, se ha dado el visto bueno al nuevo canon por préstamo de libros que, en la práctica va a suponer el principio del fin de estos templos del saber en el que tantas y tantas horas hemos consumido.
      He leído, nunca lo suficiente pero sí lo bastante para que no me sirvan las torpes y burdas excusas de que el ciudadano de a pie, usted y yo, no vamos a notar el cambio. Que no tendremos que pasar por taquilla cada vez que nos llevemos un libro en préstamo. Que eso, lo harán las instituciones al final de cada ejercicio. Que nos cuenten una de vaqueros, que la de risa ya nos la han contado.
      Las instituciones somos nosotros mismos, los que leemos y los que pagamos impuestos. Y ya hemos notado con creces el “amor” a la lectura que tienen nuestros gobernantes, recortando hasta el infinito las partidas destinadas a bibliotecas.
      Ahora, con la nueva ley, van a conseguir que las bibliotecas quemen todos sus libros, no quieran comprar nuevas colecciones o que se nieguen a prestar libros a sus usuarios porque el presupuesto anual se lo han comido en los primeros 15 días del mes. O que abran un ratito al día, y a escondidas, para que el público no se entere.
      La crisis se ha llevado por delante un buen número de pequeñas bibliotecas, y ha dejado tiritando los fondos de otras muchas. Ya lo dijo no hace tanto la alcaldesa de una importante población española, las bibliotecas no dan dinero, y encima hay que pagar a los empleados.
      Qué lástima. Quien no está dispuesto a dar un libro tampoco se conmoverá con el hambre, ni con la pobreza, ni con las desigualdades. Ni con los dramas que vemos a diario. Lo verdaderamente dramático estar en manos de quienes desprecian la cultura, porque, al mismo tiempo, desprecian a la persona con todas sus necesidades y en toda su magnitud.
      Me viene a la cabeza la respuesta de Eduardo Mendoza, cuando le preguntaban qué libro salvaría si el barco se estuviera hundiendo. “Si tuviera que elegir un solo libro preferiría morir en el naufragio”.
      Ahora habrá que decidir por qué libro pagamos. Para no hundirnos.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Desde Macondo. VERANOS DE LIBRO


Aún no había descubierto Macondo, aunque supongo que ya lo intuía. O tal vez ya vivía allí sin saberlo, porque casi todo era explicable ya fuera por la magia, por el destino o por la fantasía. Y los pequeños tropiezos tenían siempre final feliz. El mundo entero, un mundo feliz, estaba por delante. Y el calor agobiante sólo era la antesala de un otoño fresco, con olor a mosto y a libros nuevos.
        Europa era la Francia de Los Tres Mosqueteros, y el Norte de los vikingos; la Rusia nevada de Miguel Strogoff y el Londres de Dickens, la Suiza de Heidi y la Italia de los relatos de Edmundo D’Amicis, de Marco buscando a su madre. No habíamos descubierto Alemania. Tampoco habíamos visto un negro en nuestra vida. África era selva y leones, América del Norte, indios y bisontes. Colón en el Sur, con muchos relatos de la Conquista, de los mayas y los incas. Y Asia… la China misteriosa y el Japón de los samuráis. Ni rastro de Australia y mil sueños de aventuras por los mares del Sur.
        Verano eran la Isla del Tesoro y Moby Dick, los tigres de Salgari y los desiertos de Lawrence de Arabia, eran Ricardo Corazón de León e Ivanhoe empeñados en cruzadas imposibles, y mirar al cielo o a las profundidades de la tierra de la mano de Julio Verne. Y acompañar en sus desgracias a Jane Eyre o David Copperfield, impacientes por llegar al último capítulo. Al final feliz.
        Eran otros veranos y, como cualquiera tiempo pasado, eran mejores. Debe ser cosa de la edad, de esos momentos en los que ya hay más pasado que futuro por delante, y en los que el presente no es precisamente esperanzador. Pero hubo otros veranos. Sin ébola, sin guerras, sin Bolsas ni IBEX, sin nadie que nos hiciera confundir el valor con el precio, sin mercados, más allá de los zocos de las Mil y Una Noches, sin corrupciones y sin desconfianzas, sin las docenas de libros sobre la crisis que pueblan las librerías y que encogen el corazón.
        Con otros libros, otras lecturas que lo ensanchaban, a la vez que acercaban la línea del horizonte hasta que casi podíamos tocarlo con los dedos. Veranos de libro. Con tiempo y espacio para los sueños, porque la realidad los respetaba y los hacía posibles.
        En estos tiempos del cólera, en los que se piensa con la cartera más que con la cabeza, y el corazón es tan sólo la bomba que permite mantener la renqueante maquinaria de la vida, se echan de menos los veranos sin periódicos, con la promesa de un curso nuevo y mejor, de un paso más hacia el futuro perfecto que estaba ahí, a un pasito, y en el que nos esperaban todos nuestros héroes invitándonos a ser como ellos. Felices.
        Porque la felicidad no era sólo cosa del verano y de los libros.

 

 

miércoles, 6 de agosto de 2014

Desde Macondo. RESILIENCIA


Dice el sabio diccionario de la Real Academia que resiliencia es “la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas”. Si nos vamos a la etimología, el término viene del verbo latino resilio, resilire, que literalmente significa saltar hacia atrás, rebotar.. Algo así como volver al estado natural, especialmente después de alguna circunstancia crítica o inusual.
          Pues aquí han debido repartir la resiliencia a espuertas, o a capachos, como se dice en mi pueblo. No se me ocurre otra cosa después de que día a día contemplemos, entre el gazpacho y la sandía, los cuerpos despedazados de los niños palestinos; o que nos traguemos un telediario repleto de corrupciones varias, que hablemos con normalidad, y sin parecer la niña del Exorcista, de los millones de la familia Pujol, de las tropelías en las urgencias de cualquier recortadísimo Hospital, de las cifras de parados sin prestación alguna, de las declaraciones de tal o cual indeseable de turno pidiendo que se bajen los salarios…

Será un exceso de resiliencia. O que, como se decía antes, nos la han metido en las hamburguesas o en  los cartones de leche para que la tomemos sin enterarnos. Porque de otra forma no se explica.

No entra dentro de lo natural estar tranquilamente fregando los platos mientras la tele te reboza las docenas de millones que nos han robado impunemente, o cuando te intentan engañar con unas maquilladísimas cifras de desempleo, o te mienten sin rubor sobre esos brotes verdes en los que algunos, que no somos nosotros, se están revolcando desde siempre.

Debe ser la resiliencia la que nos deja tan tranquilos, sin echar espuma por la boca ni nada, atendiendo a nuestras tareas cotidianas con algún cabreo momentáneo que se pasa enseguida. Igual la han distribuido a través de los famosos drones, que el Gobierno estaba muy interesado en legislar sobre ellos…

Sea como sea, no es normal. Es como si nos hubieran practicado una lobotomía colectiva para seguir vegetando, que no viviendo, mientras otros hacen y deshacen en nuestro presente y nuestro futuro.

Y puestos a ser crédulos, prefiero retirarme a Macondo, donde nadie se extrañó cuando Melquiades volvió de entre los muertos porque no soportaba estar solo; y el padre Nicanor levitaba al tomar una taza de chocolate, y un niño nació con cola de cerdo, y otro lloró en el vientre de su madre; y Remedios ascendió a los cielos mientras plegaba las sábanas, y los conejos y las vacas se multiplicaban al paso de petra Cotes.

Mucho más real, donde va a parar….

 

jueves, 31 de julio de 2014

Desde Macondo. UNO DE LOS NUESTROS


Suena a Mafia. A padrinos y a capos, a pactos de sangre y lealtad hasta la muerte. Si me apuran, hasta suena a casta, aunque el uso y abuso del término en los últimos tiempos ya sea un tanto crispante. Pero es así. Cuando unas cuantas noticias empezaban a reconciliarnos con el mundo, llega de nuevo el jarro de agua fría. Y el todos son iguales. Esto no tiene remedio.
          Con Jaume Matas en prisión, Fabra casi en la puerta, medio centenar de implicados en la Gurtel casi calentando el banquillo de los juzgados y la honorabilidad del muy despreciable expresidente Pujol por los suelos, empezábamos a ver la luz, a creer que esto podía cambiar, que las manzanas podridas iban a salir del cesto, por fin.
          Y hete ahí que me encuentro a un compungido Artur Mas disculpando a su antecesor; a unos cuantos cargos del PP lamentándose de que su compañero de partido esté entre rejas por “un asunto liviano” (le quedan 20 causas más, algunas muy “pesadas”) y a otro grupo de estacados militantes recogiendo firmas para el indulto de Fabra. Todos a una, como Fuenteovejuna, que si atacan a uno de los nuestros nos atacan a todos.
          Los mismos que se quedan de idéntico color, que ni se inmutan ante las cifras de pobreza infantil, ante cada suicidio por desahucio, a los que no les tiembla la mano al ordenar nuevos recortes en las prestaciones por desempleo, los que consideran que 600 euros es demasiado para un salario, se muestran apesadumbrados y conmovidos porque reciban justo castigo (corto siempre) los que se han dedicado a robar, mentir, defraudar, extorsionar, los que han contribuido decisivamente a hacer este mundo peor, los que han matado la esperanza, la confianza y han herido de muerte a la democracia.
          La poca o mucha compasión que les cabe, la guardan sólo para los suyos. Y nos dejan con el amargo regusto de la desilusión y el fatalismo. Esto no cambia. No puede cambiar porque los que supuestamente no están infectados, en lugar de apartarse del foco de infección buscan desesperadamente el antibiótico que traiga de vuelta al colega. Porque es uno de los nuestros.
          Si cada corrupto se sintiera repudiado por los suyos, cuánto mejor nos iría. No les importa nuestra opinión, porque están en otra escala, en otra galaxia, y sólo notarían la soledad si viene de dentro de sus filas.
          Cuando Arcadio Buendía se disponía a fusilar a Apolinar Moscote, Úrsula, la matriarca de Cien años de Soledad, se enfrentó a él gritando “ mátame también a mí, hijo de mala madre. Así no tendré ojos para llorar la vergüenza de haber criado un fenómeno."  Pues eso, han criado fenómenos y ni siquiera se avergüenzan. Porque son de los suyos.