Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 26 de abril de 2018

Desde Macondo. UNA TERAPIA PELIGROSA

No sé yo si en esta España de los recortes, de investigación y desarrollo maltratados y de cultura como la hermana pobre de la fastuosa recuperación económica, en este país en el que los camareros crecen al ritmo al que se marchan los jóvenes mejor preparados, cabría incluir la “biblioterapia” en los cuidados a financiar por la también depauperada Seguridad Social.
        Pero no vendría mal. Es más, vendría muy bien que se invirtiera más en Bibliotecas que en Defensa, en libros que en tanques, en formación sólida que en empleos miserables en temporada turística. Los libros curan muchos males y previenen muchos más. Pero claro, no dan dinero inmediato, y en estos tiempos, en los que se piensa más con la cartera que con la cabeza, no son buen negocio.
         Hasta peligroso puede ser, que no conozco un gobernante que no desconfíe de la gente que piensa, que analiza, que sabe y puede comparar, porque, entre otras cosas, ha aprendido en los libros. Y esto no es nuevo. El término biblioterapia aparece por primera vez en un artículo publicado en una revista en 1916, en el que se habla de un tal doctor Bangster, que receta libros a quien los pudiera necesitar. No hace mucho, leí la reseña de un “Manual de Remedios Literarios”, escrito por dos autoras británicas, que al parecer contiene, ordenadas por índice alfabético, proposiciones de lecturas comentadas para más de 400 dolencias, tanto físicas como psicológicas.
        No sé si estará traducido al español, pero me encantaría leerlo, porque los que hemos descubierto el placer de la lectura sabemos que el libro adecuado en el momento preciso puede cambiarnos la vida. O hacerla más llevadera, cuando menos. Pero el manual promete más, promete remediar, pasando páginas, desde  la ansiedad, o baja autoestima, a catarros frecuentes, calvicie, falta de apetito sexual, anginas, insomnio, vergüenza, pesadillas, miedo a volar, estrés, dolor de espalda… En la lista de “fármacos” están  desde autores clásicos hasta los más modernos, desde novelones de siempre, como Madame Bovary, a obras de Vargas Llosa, pasando por poesía.
        Este manual no deja de ser una anécdota, porque los libros llevan siglos curando. Todos los libros, hasta el peor, que cualquiera sirve para evadirnos de la prisión de nuestros días y darnos la libertad de vivir mil y una noches distintas, en situaciones y paisajes diferentes, en mundos que tardaríamos siglos en conocer desde nuestro sofá o nuestra oficina.
        Cervantes decía que «en algún lugar de un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia». A su modo, se adelantó a la Biblioterapia, aunque a su personaje universal lo hubieran vuelto loco, o le hubieran dado la mayor de las corduras, los libros de caballería.
        En plena Semana del Libro, cuando recordamos a Cervantes y Shakespeare, que tantas veces nos han curado, no se me ocurre mejor terapia que agarrarse a la lectura para sobrevivir, para vivir vidas distintas, para imaginar, para relativizar, para comprender, para evadirse o para centrarse, para saber o para olvidar. Para despertarse o para soñar.
        La ficción nos aparta misericordiosamente del insufrible día a día; los héroes y heroínas, con sus grandezas y sus miserias, borran de un plumazo a los corruptos, los  intolerantes, los fanáticos, los inhumanos e insolidarios que nos sobrevuelan; otras guerras, ya superadas, apagan los sonidos de las bombas actuales; grandes males, incluso de amor, minimizan nuestras tragedias cotidianas.
        Todo ventajas. Leer es lo mejor que podemos hacer mientras esperamos que esto se arregle, que nuestros políticos se den la vuelta como un calcetín, que a Europa le crezca un corazón donde ahora sólo hay una cartera, que el Mediterráneo sea el mar de todos y que dejen a Dios, con cualquiera de sus nombres, en paz.
        Aunque para los de siempre, leer sea una terapia peligrosa.

martes, 24 de abril de 2018

PASAPORTE A MIL LUGARES

Aún no había descubierto Macondo, aunque ya lo buscaba. Supongo que lo intuía. O tal vez ya vivía allí sin saberlo, porque casi todo era explicable ya fuera por la magia, por el destino o por la fantasía. Y los pequeños tropiezos tenían siempre final feliz. Era la Prehistoria, mi infancia, y el mundo entero, un mundo feliz, estaba por delante.
        Mi pasaporte, aún en la más tierna minoría de edad, ya estaba lleno de sellos, y las páginas en blanco eran promesas de mil destinos, de viajes a mil lugares. En plena semana del Libro, oficial, que para mi todos son días de lectura, es momento de repasar mí vuelta al mundo en un montón de años. O todas las vueltas que pienso seguir dando.
        Pero por entonces, cuando descubrí los libros, Europa era la Francia de Los Tres Mosqueteros, y el Norte de los vikingos; la Rusia nevada de Miguel Strogoff y el Londres de Dickens, la Suiza de Heidi y la Italia de los relatos de Edmundo D’Amicis, de Marco buscando a su madre. No habíamos descubierto Alemania. Tampoco habíamos visto un negro en nuestra vida. África era selva y leones, América del Norte, indios y bisontes. Colón en el Sur, con muchos relatos de la Conquista, de los mayas y los incas. Y Asia… la China misteriosa y el Japón de los samuráis. Ni rastro de Australia y mil sueños de aventuras por los mares del Sur. Ya había visitado la Isla del y las junglas de Salgari y los desiertos de Lawrence de Arabia, y las profundidades de la tierra que Julio Verne situó en un volcán de la remota Islandia.
        Quedaban aún muchas hojas blancas en el pasaporte. Faltaban muchas lecturas que anotar, con su sello correspondiente. Y viajé a la Macedonia de Alejandro a lomos de Bucéfalo, pasando  por el Olimpo, en la etapa en que me dio por la mitología. Y por la Inglaterra victoriana del brazo de Miss Marple en cualquiera de las novelas de Agatha Christie; y a la Rusia atormentada de Tolstoi y Dostoievski. Y más cerca, pero en un camino igual de fascinante, que me llevó a fascinante Salamanca de los pícaros españoles, a la gruta de Segismundo, a la Fuenteovejuna de Lope o al polvo enamorado de Quevedo flotando entre la Corte y el exilio.
        Viaje fantástico al realismo mágico sudamericano, a los Andes de Lituma y a mi Macondo añorado, al que siempre vuelvo; al espejo de Borges, y a jugar a la Rayuela con Cortázar; a las  guerras de Hemingway y a Cuba, a bordo del Pilar, para ayudar al Viejo a pescar el pez.
        Vuelo exprés al almendro de nata con Miguel Hernández, y al olmo viejo con Machado, a Isla Negra con Neruda, a la alegría con Benedetti...A la Barcelona de Mendoza y Vázquez Montalbán, al Japón de Murakami, a Nueva York con Auster y a la impecable Escandinavia con los nuevos maestros de la novela negra.
        Decía Cortázar, que “los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo”. Entendiendo por casa, claro está, la vida y sus azares. Y qué razón tenía. Sigo de viaje. Sin patria y sin visados, porque los libros no entienden de fronteras, y te llevan más lejos que cualquier medio de transporte por supersónico que sea.

miércoles, 18 de abril de 2018

ZANAHORIAS

Tengo almacenado, en el fichero de mi cabeza que yo llamo “conocimientos inútiles”, algo que leí una vez, no sé cuando, acerca del famoso conejo de la suerte de los inmortales dibujos animados. Al parecer, el afán de Bugs Bunny por las zanahorias se debía a que el creador del personaje, que no recuerdo como se llama, era un apasionado de tal hortaliza, pero le producía intolerancia digestiva  y sólo podía comerla de cuando en cuando, en cantidades muy reducidas y con precauciones.
        Por eso se consolaba con su alter ego, que podía zamparse todas las que le apetecieran. Con gula. Sin problemas. Aunque no veo yo el problema en no comer zanahorias, que siempre me han parecido comida de burros, por muy sanas que sean, aunque de cuando en cuando las compre y las coma.
        Pero una cosa es comer pocas, y otra, hacerlo cada cuatro años, como dejó meridianamente claro el ministro a la hora de explicar las cuentas públicas. Ahora corresponde “echarnos” unos puñaditos de zanahorias, que se acercan las elecciones. Y donde era imposible de todo punto subir las pensiones más del ignominioso 0,25 por ciento, ¡Una zanahoria!”. Subimos un poquito más a las viudas, y a las prestaciones más miserables, esas de 400€. Ah, y como se siguen quejando, ¡Otra zanahorias! No sé qué zarandaja sobre el IPF de los pensionistas que sólo beneficia a cuatro, porque los demás ni se acercan al límite en el que hay que empezar a pagar.
        Hay zanahorias para los funcionarios, no las suficientes para compensar el hambre” de los años de congelaciones y recortes; alguna para el cine, que luego en los Goya nos dan la murga, y para los Ayuntamientos, levantando un poquito la mano en los techos de gasto.
        Zanahorias, al fin y al cabo. Alimento modesto donde los haya. Claro, que el señor ministro de Hacienda no hará la compra, y no sabrá, sin duda, que un kilo de este socorrido producto de la huerta ronda los sesenta céntimos de euro (0,68 me costaron el sábado en una conocida cadena de supermercados). Nada que ver con el cordero, que está por las nubes, con la ternera, que si es de primera es prohibitiva, o con la inalcanzable merluza, que aún congelada no es para comer a diario. Por no hablar ya, y me salto a otra esfera, de lo que cuesta tener encendida un ratito la calefacción.
        Hace falta mucho más que un puñado de zanahorias para callar las bocas de los mayores que han dicho basta ya, por sus pensiones y por las nuestras, las de sus hijos y las de sus nietos. Y deseo fervientemente se le indigesten todas a quien nos desprecia de tal manera, pensando que con cualquier cosa tragamos, que se trata de echarnos pienso, como a los asnos, para tenernos tranquilos y para asegurarles el sillón otros cuatro años.
        No me gustaban demasiado las zanahorias, y ahora me gustan menos. Porque siempre van acompañadas del palo.  Y ya es tiempo de repartir también los filetes.

martes, 17 de abril de 2018

¡AY, SIEMPRE ME MATAN!

Me matan si no trabajo,
y si trabajo, me matan.
Siempre me matan, me matan,
ay, siempre me matan. (Nicolás Guillén)
Claro que no estaba pensando en Siria cuando escribió el poema; ni el escenario, ni el momento que Nicolás Guillén quiso plasmar en su texto podrían, a priori, compararse con lo que se está viviendo hoy en la antigua cuna de la civilización. Pero digo a priori, porque el trasfondo es el mismo. Siempre los matan. El gobierno, las milicias, el Daesh, los terroristas, los grupos incontrolados… Y ahora, Estados Unidos, Francia, Reino Unido, Rusia, la OTAN entera, que ha dado su conformidad, y la ONU, que ni la da ni la quita. Y que, visto lo visto, más le valdría disolverse antes de perpetuar la ignominia y la vergüenza. Ganas da de, emulando a Gila, decir algo así como “¿Está la ONU? Pues que se disuelva.”
        Por si nos quedaba alguna duda, en Siria se ha confirmado que Naciones Unidas (es un eufemismo),  ha perdido su razón de ser y toda su legitimidad, cuando ni tan siquiera puede ofrecer garantías para proteger a la población civil en un conflicto que va ya por el séptimo año.
         Siete años de guerra que han dejado casi medio millón de muertos, decenas de miles de desaparecidos, la mayor parte civiles, cinco millones de refugiados y muchos niños, muchísimos, han dejado unos 400.000 muertos, 100.000 desaparecidos, de ellos un tercio civiles y 25.000 niños víctimas del fuego cruzado entre unos y otros. Eso, que sepamos, que tampoco interesa mucho echar cuentas.
        Y ahora pretenden zanjarlo con el “Misión cumplida” que ha twiteado Trump, tras lanzar unos cuantos misiles (con previo aviso), sobre unos supuestos arsenales de armas químicas que, a buen seguro, no habrán destruido nada y sí habrán engrosado la lista de víctimas civiles.
        Siempre los matan. De un lado y de otro. Para que unos se mantengan y otros dejen claro quién manda, y que no son convidados de piedra en el conflicto que, hasta ahora, les ha importado un pimiento, más allá de sus particulares estrategias de control de territorios. ¿Qué cambia este ataque para los sirios? Nada de nada. Cavar unas cuantas tumbas más. Acumular más escombros donde antes se alzaban viviendas, colegios, hospitales, ciudades…
       Han demostrado su poderío y se han marchado. Con el aplauso de la OTAN-el de España incluido-, y la amenaza de que pueden volver. Que para eso tienen bases en todo el mundo. Aquí también. A matar a los de siempre, a los que siempre matan. Más huérfanos, más desprotegidos, más desamparados. Porque la guerra sigue.
       Estuve en Siria hace unos años. En un país amable y acogedor con una increíble riqueza patrimonial. Recorrí el país de Norte a sur y de Este a Oeste, pasando por pequeños pueblos como Maalula, en las montañas, donde aún se habla arameo, la lengua de Cristo, y donde una amable niña nos recitó de corrido el Padrenuestro en su texto original.
       No creo que vuelva allí. Y no sé si quedará alguien que haga los honores. Hubiera preferido que nos enseñaran algo más grueso. Porque ahora lo que me apetece de verdad, es jurar en arameo.  

miércoles, 11 de abril de 2018

Desde Macondo. DE REINAS Y OTROS CUENTOS


No es que me quiten el sueño las relaciones entre nuestros cuatro reyes (¡Cuatro!), y mucho menos, las de suegra y muera, o abuelas y nietas, que bastante tiene cada una en su casa y con sus cosas. Pero no voy a ser la única que no opine de la “cuestión de Estado” en que hemos convertido un episodio ciertamente desagradable y poco edificante, que la Casa Real ha resuelto con la providencial enésima operación de cadera del emérito, que ha permitido foto familiar de reconciliación con sonrisas de esas que amenazan con rajar la comisura de los labios.
Vaya por delante que cuando menos es extraño que nos escandalicemos por el desencuentro entre las reinas, y veamos normal tener el doble de testas coronadas que en cualquiera de los pocos países que conservan tan atávica institución. Cuatro, pues cuatro. Como si nos hubieran dicho que media docena. Ampliamos el pedestal, y andando. Total, no ocupamos el mismo espacio. Ellos en su cielo y nosotros, en nuestro cielo.
De toda la vida sabemos que los reyes, en general, son distintos a nosotros. Que aunque no venga en el Génesis, Dios creó al hombre, a la mujer y luego, a la Monarquía. Y la situó por encima del bien y del mal y, por supuesto, del resto de los mortales. Así es, y así nos lo han contado, desde pequeñitos.
Saturada de planos y contraplanos de la puerta de la catedral de Palma, de ver la cara de perplejidad de la reina emérita, y la de mal genio de la “titular”, de ambos reyes estupefactos y de la princesita retirando la mano de su abuela (yo me hubiera llevado un doble rapapolvo, de ella y de mi madre si lo hubiera hecho), me viene a la cabeza uno de esos cuentos de Andersen, de los troquelados de toda la vida, que leí cuando apenas aprendía a juntar las letras: La Princesa y el Guisante. Seguro que a todos os suena.
Una Reina, empeñada en buscar la mejor esposa para su hijo, somete a todas las candidatas a una dura prueba, la de detectar un guisante colocado bajo veinte colchones. Sólo así se sabría si su sangre real era de primera calidad. Docenas de candidatas fueron desechadas, hasta que llegó la auténtica princesa, que se levantó llena de moratones por la molestia de la dichosa bolita verde. Y se casó con el Príncipe, y comieron perdices y todas esas cosas.
En la época del cuento, yo dormía aún en colchón de lana. De esos llenos de bultos que no había forma de colocar debidamente. Y que te absorbían literalmente cuando te tumbabas en la cama. Se movían contigo, dándote la sensación de estar en un barco a la deriva, porque se balanceaban a cada cambio de postura. Y pensaba en el guisante, en cómo podría notar alguien una cosa tan pequeña, sin confundirla con los nudos de la lana.
Efectivamente, tendría que ser muy especial. Pues eso, de la realeza. Especiales desde la cuna, y mucho antes. Capaces de vivir en su burbuja de palacios, yates, cacerías, viajes exóticos y demás, con la única obligación de salir a saludar de cuando en cuando. Y cobrando generosamente por ello, claro. Sin despeinarse.
Así es como tiene que ser. Lo hemos aprendido desde pequeños ¿Quién no ha leído un cuento de príncipes y princesas? Guapísimos, apuestos, bellas hasta quitar el aliento, viviendo felices desde la primera línea hasta el y colorín colorado…
Ahora he crecido, que los colchones de lana son un mal recuerdo y que sé casi todos los cuentos, pero ellos siguen igual. Los reyes y las reinas, los príncipes y las princesas, no han traspasado las tapas troqueladas del cuento, siguen aquí, a años luz de nuestras vidas. Y nos seguimos afanando en quitar de sus camas el guisante que molesta sus reales cuerpos, mientras los nuestros soportan todos los rigores imaginables.

martes, 10 de abril de 2018

VUELTA A LA GUERRA FRÍA

Tengo la molesta sensación de parecerme cada vez más al abuelo Cebolleta de los tebeos. A uno de esos ancianos que viven ya en pasado, porque el presente no les interesa y el futuro directamente no existe. Pero es que no hay día sin algo que me despegue del tiempo que vivimos, que deberíamos vivir, y me lleve a épocas anteriores que no son necesariamente mejores.
        Vamos, que son peores. Lo hemos visto hace unos días, con la Semana Santa al más puro estilo de la España católica y apostólica, reserva espiritual de Occidente; con los ministros cantando el Novio de la Muerte y las banderas a media asta en los cuarteles. Lo vemos con las torticeras aplicaciones de la Ley Mordaza, con los privilegios de los ricos que comprobamos a diario, con la explotación de los pobres, que vuelven a trabajar casi por techo y comida, por la segregación por sexos en los colegios, avalada por el Constitucional, por la polémica entre reinas que ha tenido en vilo a todo el país, por…
        Y eso aquí, que el resto del mundo también tiene lo suyo. En pocas fechas nos han enviado de nuevo a los años sesenta, la época de la Guerra Fría, que ya creíamos superada.  Como en una novela de John Le Carré, han vuelto a aparecer espías, envenenamientos, decenas de diplomáticos expulsados de varios países, del nuestro también, las grandes empresas de internet robando y manipulando datos y todos mirándose de reojo por un quítame allá unas bombitas nucleares de nada. Y nosotros, en medio.
        Qué tiempos aquellos en que los espías llevaban gabardina y sombrero de ala ancha. O eran mujeres fatales, tipo Mata-Hari con las armas en el liguero. O simplemente, eran ciencia-ficción, como el Gran Hermano de Orwell. Todos sabíamos dónde estábamos. Lo veíamos en las películas americanas. Micrófonos en los conductos de aire acondicionado, grabadoras en la rosca del teléfono, videocámaras camufladas debajo de un cuadro convenientemente agujereado… Eso era lo que entendíamos por espiar.
        Era la Guerra Fría, a la que ahora hemos vuelto en esta enloquecida carrera hacia atrás que ha emprendido el mundo. Lo ha dicho hace unas fechas la nieta de Marie Curie, que a sus 90 años tiembla porque son muchas las señales que le confirman la vuelta a tan oscuro y peligroso  periodo de nuestra historia reciente: "Estoy muy preocupada por una posible guerra nuclear". Helene Langevin-Joliot también es física nuclear, como su abuela, y sigue su lucha para conseguir un mundo sin bombas atómicas, porque “son un gran error”.
        Pues sí. Y no hemos aprendido nada, que el error vuelve corregido y aumentado; que en plena era de la globalización, volvemos a los bloques, a blindarnos con los nuestros amenazando a los de enfrente. Como si no tuviéramos claro que una tercera guerra mundial sería la última, que ya no quedaría mundo para más enfrentamientos.
         Los espías ya no llevan gabardina gris. No esperan tras la esquina para seguir silenciosamente los pasos del sospechoso de robar secretos militares. El mundo ha cambiado, y todo se ha sofisticado mucho más. Los que no aprendemos, somos nosotros.

jueves, 5 de abril de 2018

EL REPARTO DEL PASTEL

Cuentan que la reina María Antonieta, esposa de Luis XVI, paseaba un buen día por las calles de París rodeada de gran séquito, cuando se fijó en las caras tristes de la gente y en algún que otro corrillo que protestaba a prudente distancia, para no ser detenidos y encarcelados por su osadía. "¿Qué les pasa, qué quieren?", preguntó la soberana. Dicen que no tienen pan, señora-le respondió su doncella-" ¡Pues que coman pasteles!"
     Y se acabó el problema. Toca otra vez repartir el pastel. Bueno, yo diría que el pan, que no estamos para lujos. Entre los fastos del glorioso cuarto año de la recuperación figura un monumental banquete al que, como siempre, no estamos invitados. Mientras unos cuantos privilegiados celebran una comilona con lujo y oropeles , la inmensa mayoría de los españolitos de a pie seguimos salivando pensando en los manjares que figuran en la carta.
     Crece el PIB espectacularmente, crecemos más que nadie en Europa, que en el  colmo de la crueldad, nos cuentan los detalles del banquete que se están dando a nuestra costa. Vajilla de la más fina porcelana, cubertería de plata, una legión de camareros uniformados, los mejores caldos y licores, los dulces más exquisitos. Ostras y caviar, por supuesto. Y orquesta en directo.
       La ocasión se lo merece. Celebran el crecimiento, el fin de la crisis, la salida del túnel, la subida de la Bolsa, la multiplicación de los beneficios de la Banca, el aumento del número de millonarios… Los Presupuestos más sociales del siglo, que una vez más recortan a los parados, no hacen nada por solucionar el trabajo precario, meten la tijera a las becas y arrojan unas migajas, en forma de un puñado de euros, a las pensiones más miserables, a esas que ni de lejos llegan al más miserable todavía salario mínimo.
     La Sanidad y la Educación, bien recortaditas, no vaya a ser que nos de por creernos que tenemos derechos que no nos corresponden; la partida de violencia de género, reducida a la cuarta parte de lo prometido, y para Dependencia, la mitad de la mitad de la mitad, aunque cada día mueran no sé cuantos dependientes esperando ser atendidos. Por supuesto que para Memoria Histórica, cero patatero, que no hay que andar removiendo las cunetas.
     Eso sí, pasteles para Defensa, que no sé en qué guerra andamos metidos para necesitar tanto tanque, y para rescatar autopistas y esas cosas, pobrecitos empresarios de postín. Investigación y Desarrollo, ¿para qué?, si tenemos camareros baratitos y muchos turistas buscando el sol. Por no hablar de limpiadoras, de "kellys", que por un par de euros dejan la habitación como un jaspe.
       Sabemos que hay una fiesta. Escuchamos las risas, el tintinear de las copas de cristal de Bohemia en los brindis, las felicitaciones y los parabienes. Esto marcha. España va bien. Comamos y bebamos, que no nos van a amargar el festín unos miles de contratos de una semana, de un día o de un rato; ni el lamento de los desempleados que cada vez tienen más difícil cobrar una prestación, ni el de los estudiantes que no pueden pagarse un máster (que a otras les regalan), ni los periódicos informes sobre los niveles de pobreza o los avisos de ONG's varias que señalan que muchas, muchísimas familias tienen problemas para comer un plato de lentejas. Menuda vulgaridad. Que coman pasteles, que diría la reina francesa.
       Con la de sacrificios que hemos hecho para llegar, hoy, a este banquete. Hemos tenido que cargarnos los derechos laborales y buena parte de los sociales; hemos tenido que recortar en salud, en educación, en atención a los más desfavorecidos. Y en salarios, por supuesto. Hasta hemos enviado a buena parte de nuestros jóvenes a fregar platos a Londres o a Berlín.
       Pero sigue la fiesta y toca repartir el pastel. Barra libre para los afortunados invitados al banquete. Aunque diga Montoro que en los Presupuestos que nos acaban de presentar no hay recortes sino "moderación del gasto", el hecho es que nos quedamos fuera de la mesa siempre los mismos, los trabajadores, los autónomos asfixiados ...   Se está celebrando un banquete y los que hemos puesto la mesa (y fregaremos los platos), no estamos invitados.
       Yo, siempre en Macondo, recuerdo a Petra Cotes, que tenía la virtud de exasperar a la naturaleza, y a su paso, criaban los conejos a millares, y las vacas por docenas, y hasta los billetes se multiplicaban de tal forma que dieron para empapelar con ellos la casa por dentro y por fuera, mientras el resto de los vecinos miraban estupefactos sin participación alguna en los beneficios del milagro. A ellos, como a nosotros, “los ángeles de la guarda se le dormían de cansancio mientras ponían y quitaban monedas tratando de que siquiera les alcanzaran para vivir”.
       No estamos invitados, y eso no es lo más grave. Lo peor es saber que esta fiesta la estamos pagando entre todos y que la seguiremos pagando, si algún día queremos comer las migajas que sobren del banquete.

miércoles, 4 de abril de 2018

Desde Macondo. PERDER EL TREN

Mientras en el resto del mundo avanzado se habla de aviones supersónicos, de estaciones espaciales y hasta de la conquista de Marte, aquí suspiramos por un trenecito normal, uno de esos que no va muy deprisa, nada de tren bala, ni tan siquiera alta velocidad, pero que te lleva a destino en un tiempo prudente, pasa a horarios regulares y no traquetea demasiado, que los huesos ya no son lo que eran, y se resienten.
          Seríamos moderadamente felices con unos vagones limpios, con cuarto de baño y esas cosas, y, si pudiera ser, que parara en estaciones convenientemente iluminadas, con algún banquito para sentarse a esperar, con climatización que nos librara de los rigores del invierno y del verano y, por pedir, en el colmo de la osadía, que tuviera una cantina para tomar un café o un bocadillo. Ya veis, pobres hasta para pedir, y ni eso nos conceden, que el Ministerio de Fomento ha decidido que no nos merecemos más que unos trenes antediluvianos, que llegan cuando quieren y se paran cuando les parece.
          Cuando Aureliano Triste decidió vincular Macondo con el resto del mundo sólo pronunció una frase: “Hay que traer el ferrocarril”. Y unos meses después, un  tren amarillo atravesaba la población entre silbatazos y resoplidos. En sucesivos viajes, el tren trajo la electricidad, y el cine, y el gramófono. Cada miércoles a las 11 bajaban de sus vagones personajes extraños con inventos que dejaban a todos boquiabiertos. Que los conectaban con el presente y el futuro.
          Macondo dejó de ser aldea y empezó a ser ciudad. Hubo un antes y un después del ferrocarril, como en todas partes.  Ahora, que estamos a punto de perder el último tren, pasan por las vías de la memoria todos los vagones del recuerdo, de lo que el ferrocarril tiene de progreso y de romántico, de lo que significa ser una ciudad sin estación, sin conexión con el resto del mundo. Peor aún, con una de esas polvorientas estaciones que se ven en las películas del Oeste, habitadas sólo por las zarzas y en las que se refugian los viajeros de las diligencias y los del Séptimo de Caballería cuando llegan los indios.
          Ya no es noticia que un tren se ha averiado a mitad de camino, que los viajeros, con sus maletas a cuestas, tienen que cruzar las vías esperando un autobús o un taxi que los lleve a destino, que los retrasos, en un trayecto de hora y media, superen las dos horas o que, sin previo aviso, no pase el convoy que estás esperando. Te enteras porque le ha pasado a un vecino, o porque lo comenta alguien en el  súper o en la barra del bar. Pero ni sale en los periódicos. Por repetitivo y monótono.
          Esta Semana Santa ha sido la penúltima vez que docenas de viajeros han llegado de madrugada a su casa, y en taxi. En plenas vacaciones, que el tren no entiende de fechas señaladas. Se para, y punto.
          Hay que aferrarse con uñas y dientes al último tren que nos queda. Ya nos han quitado demasiadas cosas, ya nos han aislado por encima de lo soportable y no pueden condenarnos a andar en diligencia. No hablo de Alta Velocidad (¿Dónde andará?), ni de conexiones con esa Europa desgarrada e inconexa. Hablo de ese tren humilde que nos hace de cordón umbilical con otros puntos del país y nos permite aferrarnos a la idea de que no somos una isla, aislada y a la deriva condenada a cien o a mil años de soledad.
          El primer tren, con Rey incluido, llegó a Talavera en 1876, repleto de promesas de futuro. Y ahí se quedó. No hemos avanzado mucho más.