Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

domingo, 29 de diciembre de 2019

Desde Macondo. LA BUENA TIERRA


Todos los que somos de pueblo, y aún sin entender nada de nada del campo y sus faenas, hemos oído en más de una ocasión eso de “esa tierra no vale para nada”, “en ese pedazo no hay más que piedra", "ahí no crece más que mala hierba” o, por el contrario, “cualquier cosa que se siempre agarra”, o “qué maravilla, que ya la trabajaba el padre, el abuelo o el bisabuelo, y nunca ha defraudado”.
La tierra es así, como la vida misma. Con sus cosas buenas y malas. Viendo y leyendo lo acaecido en Murcia con el maltratado y moribundo Mar Menor, he recordado una bellísima novela, La Buena Tierra, ambientada en la China pre-comunista, y que le valió el Pulitzer a su autora, Pearl S. Buck, posteriormente premio Nobel. La obra transcurre en torno a una tierra, a la forma de trabajarla y a los resultados que para cada uno de los miembros de la familia tiene el arrancar los mejores frutos a una herencia de varias generaciones atrás.
Una buena tierra que no precisaba más que de sol, nubes y tiempo, sin fosfatos ni pesticidas, sin abonos químicos para arrancar más de una cosecha cada año, sin experimentos para sembrar lo que pita, lo que da más rendimientos, dinero fácil.
Hemos visto, estamos viendo, las consecuencias de una agricultura salvaje, de cómo la naturaleza devuelve, en el agua, el maltrato que se da a una tierra que no está preparada para ninguno de los esfuerzos a los que se la está obligando. Que nunca entenderá la ambición humana.
No se entiende matar un mar (aunque sea Menor), asfixiar literalmente una laguna que ha permanecido ahí durante siglos, por sacar un puñado, o muchos, más de frutos a la tierra exhausta por la sobreexplotación. Me consta que hay expertos que llevan años diciéndolo, y a los que evidentemente no han escuchado. Que han explicado por activa y por pasiva que todo lo que se hecha a la tierra se filtra a las aguas, con el catastrófico resultado que conocemos ahora, y del que aún no sabemos toda la magnitud.
Con cada petición de trasvase, con cada hachazo que Murcia le daba al Tajo (y que pretende seguir dando), se ha ido acercando un poco más a su propio desastre. Tendrá más tomates y más pimientos, pero está matando a la gallina de los huevos de oro del turismo.
La tierra, la buena tierra, también dice basta ya. Como el agua.

PRÓSPERO AÑO


Bueno, pues ya tenemos un pie en el Año Nuevo. Con tanto “meme”, “gif”, vídeos virales y frases hechas varias, enmarcadas en botellas de champán, serpentinas, gorritos y demás que invaden nuestros teléfonos y correos electrónicos en estas fechas, me siento viejuna y trasnochada expresando el deseo de toda la vida para lo que se nos avecina. Próspero Año Nuevo.
Sin más. Sin bromitas más o menos afortunadas o divertidas. Claro que podemos pedir una pareja, o un divorcio, o un chalé o uno de esos carísimos coches que llevan los deportistas famosos. Supongo que eso también es desear prosperidad, que al fin y al cabo el diccionario de la Real Academia (que espero me acompañe también en el año nuevo como en todos desde que tengo memoria), define próspero, dicho de una persona, como “que tiene éxito económico”.
Vamos, que hay que acudir a otros textos, a los sinónimos, al María Moliner y su Diccionario de Uso del Español, para asegurarnos de que próspero es también “favorable, propicio, venturoso”. Que no todo es economía y dinero. Que puede haber prosperidad sin IBEX, sin liderar  crecimiento del PIB de Europa y el mundo mundial y sin esas fastuosas recuperaciones que nos anuncian cuando la cosa está ya muy fea.
Ojalá 2020 sea próspero. Que sea venturoso y propicio para la igualdad tan lejana y casi inaccesible, para la solidaridad, que casi ha desaparecido del diccionario oficial, y sólo permanece en pequeños textos individuales, en el corazón de cada cual y en los esfuerzos de ONG y asociaciones humanitarias que suplen los “olvidos” de los dirigentes. Que sea próspero para las mujeres maltratadas y asesinadas que conforman una larga y penosa lista a finales de este 2019. Y para los que no tienen trabajo, o para los que, trabajando, no llegan ni tan siquiera a mitad de mes.
Que sea favorable para el diálogo y el entendimiento a todos los niveles, que con los años hemos dejado en desuso, además de desear próspero Año Nuevo, eso de que hablando se entiende la gente. Hablando, no con leyes y decretos, que son el último recurso. O deberían serlo.
Y hablando de personas, que vuelvan, volvamos, a ser lo primero. Que los corazones vuelvan a ocupar el lugar que les han usurpado las carteras; que las palabras sustituyan al tintineo de las monedas, y los abrazos y los besos, a los emoticonos uniformes y monótonos. Y el llanto, sano y liberador a veces, no quede reducido a otro muñeco con ojos chorreantes.
Y que sea bueno para la Tierra, la de todos, que ve impotente cómo descolocamos los años, las estaciones, los mares y los ríos, los cielos y los hielos; los pájaros y los peces…
No voy a hacer balance. Que tanta paz lleve 2019 como descanso deja, que se dice en mi pueblo. Unos cuantos apuntes para agradecer que la enfermedad nos haya respetado, que seguimos teniendo buenos amigos y que volvemos a constatar que hay gente buena.
Con el puntapié en salva sea la parte al año que dejamos, al mundo convulso, al incierto panorama político en todas partes, a la ruptura del contrato social, tal y como lo concebíamos, al planeta azul que hemos habitado siempre, mi único deseo es que todos creamos que un año mejor es posible. Y que luchemos por conseguirlo.
Que tengáis todos un próspero Año Nuevo.

jueves, 26 de diciembre de 2019

Desde Macondo. VUELTA AL PUEBLO… POR NAVIDAD

A fuerza de verlo año tras año, desde que tengo memoria, identifico claramente el producto que se anuncia indefectiblemente por estas fechas. El de la vuelta a casa por Navidad, con sus dosis de azúcar casi tan altas como lo que vende. Que no necesita aclaración. Sin embargo, y por mucho que lo pienso, no recuerdo qué hay detrás de un spot que he visto una docena de veces durante los últimos días, y que es una versión actualizada o modernizada del clásico de los turrones.
      Tiene dos versiones. En la primera, dos ancianos en una pequeña mesa camilla, uno frente a otro, en un escenario de tonos grises y compartiendo una sopa o algo así. En la siguiente escena, ya en colores, la mesa se alarga y se llena de gente, de niños y de todo tipo de viandas. La segunda versión, similar, nos muestra a los abuelos en la misma mesa, viendo la tele, y al instante, con la tele apagada, un salón lleno de regalos, de zambombas y panderetas. De compañías frente a las soledades.
      Todos los ingredientes para imaginar la típica casa de pueblo despoblado, en la que sólo viven los abuelos todo el año hasta que, por Navidades, o en verano, alguien se acuerda de que ahí hubo vida, hubo fuego, y quedan rescoldos. A punto de convertirse en cenizas, eso sí.
      Los pueblos tienen una “florecilla” por Navidades. Efímera. Flor de un día y eso, mientras aún queda alguien a quien visitar, algo que, por ley de vida, se acaba.  Mientras haya quien ocupe la mesa camilla, habrá posibilidades de alargarla, aunque sea por tiempo definido. Pero habrá pueblo.
      Soy de las que vuelve al pueblo por Navidad. Y siempre que puedo. De las que echa en falta cada vez a más gente,  de las que le duele cada cartel de “se vende” en casas antaño ocupadas, y de las que recuerda tiempos gloriosos, cuando éramos tantos… Y de las que no se resigna a que el tema de la despoblación sea de los que siempre está sobre la mesa, pero que nunca se aborda en condiciones. Es como la Navidad, unos días de atención… Y a otra cosa.
      Los pueblos deberían ser la niña bonita de cualquier Gobierno medianamente inteligente. De cualquiera que hiciese cuentas para concluir que el 80% del Patrimonio Cultural del conjunto del Estado se encuentra en zonas rurales. Y me refiero  a patrimonio arqueológico, histórico-artístico, natural, industrial, eclesiástico, civil. Patrimonio material e inmaterial. Y por supuesto, el 100% de nuestro Patrimonio Natural.
      Y a pesar de todo, los datos son sangrantes, de los que duelen en el cuerpo y en el alma. Más de 4.000 municipios españoles sufren problemas de despoblación y 1.840 localidades ya están consideradas en riesgo de extinción.  Habrá que darle las gracias a quienes decidieron cerrar consultorios y escuelas, hacer cada vez más mínima, hasta extinguirla, la oferta sanitaria, educativa, etc., muy centrada en los grandes espacios, pero tan cruel con las pequeñas poblaciones. Por no hablar de cortar de raíz líneas de transporte público, “olvidarse” de las infraestructuras y hasta de las conexiones telefónicas en la era de Internet.
      Quiero volver al pueblo por Navidad, al pueblo,  no a un mero contenedor de personas mayores, a la espera de que fallezca el último habitante, o sus hijos decidan llevarlo a la ciudad. Ya hay situaciones irreversibles. Pero aún estamos a tiempo de reclamar actuaciones que hagan la vida más fácil a quienes por elección o por obligación viven en el mundo rural y, sobre todo, que hagan atractivos nuestros pueblos.
      Hablar de “repoblación” es tal vez una quimera. Pero tan hermosa como soñar con Macondo. O con la magia de la Navidad.

domingo, 22 de diciembre de 2019

PALABRAS PIEDRA


En la era de lo virtual, sigo defendiendo, por la cuenta que me tiene y porque soy así de antigua, que una palabra vale más que mil imágenes. Lo que veo, lo que escucho, lo que me cuentan, se convierte rápidamente en palabras. A veces en una frase, en un titular o en un solo concepto. En una palabra.
      Es una necesidad esencial, traducir todo a palabras, por impactante que sea la imagen que me transmitan. Quizá sea porque escribo por necesidad orgánica, igual que bebo, como o respiro.            Decía Galeano que “Uno escribe para combatir la propia soledad y la soledad de los otros”. No seré yo, que admiro cada palabra suya, quien le contradiga  Pero creo, más bien, que una siempre escribe para saber, para  aprender y para entender. A ti misma y a los demás. Al mundo.
         Las palabras ponen las cosas en su sitio, o las descolocan. Son como el bálsamo de Fierabrás, que curan cualquier herida, hieren como espadas, produciendo lesiones incurables. Son una caricia o un golpe cruel. Consuelan y clarifican, o enervan y tergiversan. Mucho más que cualquier imagen.
      Y además, hay palabras piedra. Son todas esas que día a día saltan de las páginas de los periódicos, de los aparatos de radio y televisión, hasta de los comentarios en la calle, y nos golpean sin piedad. Hay demasiadas palabras-piedra. Guerra, muerte, desigualdad, pobreza, frío, hambre, miseria, desempleo, subsidios, sintechos, desnutrición, ahogados, víctimas, refugiados, futuro imperfecto, desesperanza y desesperación, atentado, racismo, venganza, purga, corrupción, angustia, miedo…
     Están colonizando nuestras vidas, dejándonos magullados y tristes. Están apartando a codazos, sin contemplaciones, todas las palabras bellas, las que debían constituir, una junto a otra, la oración de nuestras vidas. Las que debían alegrarnos el día, amanecer, sol, concordia, amor, salud, solidaridad, bienestar, respeto, compromiso, alegría, justicia, tranquilidad, aunque sea relativa, empatía, libertad, confianza, paz
       Todas esas palabras que un día llenaron nuestros periódicos, el salón de nuestra casa, la tertulia con amigos, nuestras conversaciones, nuestras vidas, y ahora están olvidadas en el fondo de cualquier armario. Y ya, ni hacen por salir.
    Las palabras-piedra son ya consustanciales a nuestro vivir cotidiano. Abres los diarios, miras las ediciones digitales, la tele o escuchas la radio separándote convenientemente. Para que no te alcancen. Y pasas rápidamente las páginas buscando un término amable, que a menudo se resiste a aparecer.
       Un deseo por Navidad. Deberíamos recordar más a menudo que las palabras no tienen dueño, que están ahí al alcance de nuestra mano, para que todos podamos utilizarlas a nuestro antojo, para que podamos apartar las duras, las falsas, las desteñidas por el abuso, las que atraviesan como agujas. Y las palabras piedra, que nos dejan sin aliento.

domingo, 15 de diciembre de 2019

POBRES VIOLADORES


Es que no se me van de la cabeza. Pobres chicos. Tan jóvenes, tan alegres, tan sanos, tan despreocupados, con una prometedora carrera por delante… Y todo se ha ido al cuerno por una mocosa maleducada y caprichosa a la que le ha dado por ser violada. Vaya por Dios.
Si hubiera estado en su casa cosiendo, pongo por caso, si sus padres la hubieran educado mejor, o incluso la hubieran atado a la pata de la cama, no estaríamos hablando hoy de vidas truncadas y de buenos chicos con muchos años de cárcel como futuro. Pero ¡Ay!, quien les iba a decir a ellos que se iba a cruzar tal lagarta en su camino. Seguro que hasta llevaba minifalda, que ese tipo de chicas no da puntada sin hilo, y lo lleva todo bien atado para joder la vida a lo mejor de cada casa.
Todavía no he salido de mi asombro tras conocer las reacciones posteriores a la sentencia de los tres jugadores de La Arandina, condenados por la violación a una menor. Puede que parezcan muchos años. A mí me parecen pocos. En cualquier caso, quedan probados los hechos, empezando porque eran tres adultos contra una niña de 15 años. Y eso no lo discuten ni quienes los defienden a capa y espada, utilizando para ello el manido recurso de culpabilizar a la víctima.
Si hasta se han manifestado… No es que lo entienda, pero igual en su pueblo se sentían obligados a apoyarles. Lo que ya no cabe en mi cabeza, por mucho hueco que intente hacer para comprenderlo, es que haya tertulianos, cadenas de televisión o columnistas, que mantengan una opinión similar, sin conocerlos ni de lejos. Ni a ellos, ni a la chica, por supuesto.
Vale que hay que reflejar la verdad, lo que sucede, pero cada una de las opiniones vertidas en un reportaje de una cadena generalista, era como una puñalada. “Raúl, es un chico muy majo, tiene novia, es lo mejor que hay de chicos jóvenes”; “me parece buen chico, se ha criado aquí”; “es una familia muy buena”. Y la conclusión, “esos chicos han perdido su vida”; y “pobres chavales, me da pena de los chavales”. 
Ninguna pena de la víctima que, a decir de un sesudo tertuliano, en una cadena del mismo grupo, sabía dónde se metía. Ni de su madre, que no la ha educado correctamente.
Lo dicho, que como somos objetos violables, tenemos que ir con cien ojos, que luego llegan los pobres violadores, y no tiene  otro remedio que hacer lo que hacen. Y les jodemos la vida.

Desde Macondo. NÚMEROS CANTAN


Soy de Letras. Sin paliativos. Sin eso de, “bueno, me defiendo con los números”. Toda mi vida he andado a vueltas con las multiplicaciones, las divisiones, y no digamos nada de las raíces cuadradas y otras malvadas operaciones matemáticas que nunca supe hacer medianamente bien y que aprendí de memoria para ir salvando exámenes obligatorios. Y fui feliz cuando, mediada la educación secundaria, escuché el ansiado:¿Ciencias o Letras?
Desde ese momento, y hasta hora, mis encuentros con los números han sido llevaderos y ocasionales. Ahora son insoportables y constantes. La vida no es un frenesí, ni una farsa, ni una ficción. Todo en la vida es número y los números se han merendado el alfabeto.
Somos números en la lista del paro o en la de cotizantes; números recortables en la Sanidad o la Educación, y “sumandos” en las de impuestos. Somos número al contabilizar esos votos que nos encadenan por cuatro años (bueno, o por menos), en el Producto Interior Bruto, en el índice de pobreza, en los euros por habitante de la deuda pública, en las previsiones de desempleo, en el aumento de la inflación subyacente o la interanual, en el cálculo de las pensiones, en el precio de la salud, en el gasto de la enfermedad, en la desindixación, sea lo que sea la palabreja…
Aún no nos llaman por el número, como a los prisioneros en la cárcel o a los humanoides de las películas galácticas, pero todo se andará. Cualquier día descubriremos en nuestro buzón una carta dirigida al contribuyente 456.721, o al ciudadano X-9.555.213. Así, sin letras, porque se van desdibujando lentamente a favor de las cifras.
Este sistema perverso está abandonando la calidez de las palabras en provecho de la frialdad de los números, cambiando las frases por cantidades. La prótesis de rodilla precisa para que un joven camine, se llama ahora 152. Euros, claro. Y el letrero de “comedor” ha sido sustituido por el de 400. Euros, también. Y la ayuda a la dependencia, se ha convertido en un montón de cifras. Y el abuelo no es abuelo, es la cuantía de su pensión. Y la solidaridad es un número en negativo, con el menos delante, y los niños con hambre no tienen nombre, son una cifra monstruosa.
Hay que volver a las palabras. Podemos aprovechar la Navidad, aunque ésta también tiene un montón de números. Es necesario y es urgente. Como en Macondo, cuando la peste del olvido, debemos apresurarnos a etiquetar todas las cosas para que no se pierdan sus nombres, engullidos por una montaña de números.
No hay guarismo cuya belleza pueda igualarse a los términos justicia, o igualdad, o amor, o conciencia, o solidaridad. Y no podemos permitir que los números acaben invadiendo nuestro mundo.

jueves, 12 de diciembre de 2019

Desde Macondo. MICROWORKES

La crisis, que convirtió a muchos en consumidores de lo justo y menos, ha venido más que bien para las empresas, que se han apresurado a reducir costes laborales, a mayor gloria de sus beneficios.  Y así, en el terreno del mercado laboral han aparecido cientos de miles de los llamados microworkers, trabajadores por horas o por ratos, pendientes durante toda la jornada de si entra o no una solicitud  en la plataforma en la que están registrados para realizar una pizca de lo que hasta ahora llamábamos trabajo, cobrando, por supuesto, un minisueldo, por tanto, una centésima parte de lo que debería ser un salario. Y para colmo, sustituyendo al asalariado por el autónomo. O el “emprendedor”, que también está muy de moda.
      El diccionario nos dice que una de las acepciones de colaborar es “ayudar con otros al logro de algún fin”. Y Economía, también de acuerdo con la Real Academia, es la “Ciencia que estudia los métodos más eficaces para satisfacer las necesidades humanas materiales, mediante el empleo de bienes escasos”. Juntando y pegando, la llamada “economía colaborativa”, tan de moda (tristemente), debería ser ayudarnos entre todos a distribuir lo que hay, el consumo y el trabajo, para que nadie pase necesidad. Más o menos.
      Así debería ser, si nos atenemos a la literalidad de los conceptos, pero es que la tan traída y llevada crisis ha removido todos los cimientos. Hasta los del lenguaje. Ya no se trata de compartir, vender o cambiar lo que te sobra o no usas, sea tiempo, una bicicleta o un apartamento, que los nuevos tiempos, además de consumidores de bajo coste, también nos han dejado “plataformas” de espabilados y trabajadores low cost.
      En lo que ahora llaman economía colaborativa, entran, por ejemplo, Uber o Cabify, o Airbn, para alquileres, y hasta plataformas de reparto de comida a domicilio, como Deliveroo, cuyos trabajadores (autónomos-emprendedores), están ahora en pie de guerra, hartos de pedalear por toda la ciudad por una miseria, además de pagar sus cuotas, poner la bicicleta y hacerse cargo de las lesiones y las reparaciones.
      Eso no es colaborar. O sí, pero retorciendo el significado. Es ayudar a que engorden las cuentas de cuatro listos a costa de pasar penurias, de no llegar ni a mediados de mes y de borrar del diccionario el término futuro, porque, simplemente, no existe.
      Muchos de nosotros, en algún momento de nuestra vida, hemos hecho “trabajillos” para ayudar a la economía familiar, para pagar las matrículas o los libros del curso o para pagar un extra. Desde vendimiar algunas semanas a dar clases particulares al hijo de la vecina, cuidar niños o lo que cada cual haya podido. Con la vista puesta en el mañana.
      Ahora es siempre hoy, que esta nueva economía parece haber venido para quedarse. Por encima de la justicia, de la solidaridad y del futuro.

domingo, 8 de diciembre de 2019

VERGÜENZA

No soy fan de la Merkel.  Para nada. Me crispa su política económica de mano dura, caiga quien caiga, y otras muchas cosas. Pero este fin de semana ha ganado muchos enteros en mi consideración. Vamos que hasta puedo decir que me empieza a caer bien.  El cambio de opinión ha venido tras ver las imágenes, y escucharla, claro, de su visita a Auschwitz, el antiguo campo de concentración nazi, donde fueron asesinadas un millón de personas, en su mayoría judíos.
      Bien es verdad que la señora Merkel lleva 14 años como canciller, y hasta ahora no se le había ocurrido la visita, pero nunca es tarde si la dicha es buena. El caso es que me ha emocionado ver las imágenes. Verla,  vestida de negro, las manos cruzadas y la mirada baja, con una expresión mezcla de dolor y vergüenza que no se puede fingir, a menos que se sea un estupendo actor y lo haya ensayado miles de veces.
     Sea como sea, igual porque quiero verlo así, me parece sincera, me parece que está de verdad avergonzada y dolorida por lo que sus  “paisanos” fueron capaces de hacer.  En plena polémica sobre el uso que se debe dar a los lugares “históricos”, la canciller lo tiene claro: “Este lugar, sus torres de vigilantes, sus cámaras de gas, sus barracones, todo es testimonio de lo que no puede volver a suceder y es importante preservarlo para que las nuevas generaciones puedan visitarlo y conocer la barbarie que aquí tuvo lugar”.
      Pues sí. Y deberían ser de visita obligada para los que no recuerdan nada y para los que lo niegan todo. Como si nunca hubiera ocurrido. Como si un millón de muertos pudieran desaparecer en la nada. O en las cunetas, o en las fosas comunes olvidadas en cualquier remoto paraje, o menos remoto.
      Es un tópico decir que olvidar la historia nos condena a repetirla. Y en eso, en mantenerla viva, sin odios, sin revanchismos, tienen mucho que decir los Gobiernos . Debemos recordar siempre que  la libertad, la democracia y el Estado de derecho pueden ser fácilmente dañados si no perseveramos en su cuidado. También lo dijo la mandataria alemana en su visita: “Corresponde a los gobiernos y a los políticos proteger y fortalecer nuestros valores”.
      Y desenmascarar a los que niegan la Historia, antes de que convenzan a más gente de que nunca pasó.

jueves, 5 de diciembre de 2019

Desde Macondo. COMPARANDO CONSTITUCIONES

No sé si hay mucha gente que se haya leído la Constitución de principio a fin. Si acaso, para preparar una oposición y poco más. Claro, que siempre está el recurso de acudir a san Google, que lo tiene todo, y así, de paso, nos enteramos de qué dicen otros textos de países de nuestro entorno o de mucho más allá.
      Hace tiempo, y mientras buscaba ideas para preparar un trabajo, me topé con una herramienta lanzada por un famoso buscador en Internet. “Constitute” se llama, y es ni más ni menos que un comparador de las casi doscientas Constituciones en vigor a lo ancho y largo de la geografía mundial. Muy curioso. Agrupadas en treinta temas, se nos muestran las diferencias y similitudes en derechos y deberes. Del Gobierno y de los ciudadanos, por supuesto.
      Algunas datan de hace pocos años, otras, de principio de siglo, muchas de mediados del pasado siglo, después de la guerra mundial y de los movimientos independentistas. Todas hablan de libertad, de derecho a la educación, al trabajo, a la vivienda, a la sanidad, a la Justicia, a la libre expresión, a la paz, al bienestar de todos, con especial incidencia en los más desfavorecidos, léase ancianos y niños…
      Alguna va más allá y habla de derecho a la felicidad. E incluso, como en el caso de Bután, establecen el FIB, índice de felicidad bruto como un medidor de la situación de sus ciudadanos. También aquí, en la Constitución salida de las Cortes de Cádiz, la famosa “Pepa” de 1812, un artículo decía El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen”.  Ya veis, cualquiera tiempo pasado sí fue mejor.
      Sobre el papel, nuestra Carta Magna resiste cualquier comparación. Y hasta queda en buen lugar. Desafortunadamente, cualquier parecido con la realidad actual es mera coincidencia. Sabemos a lo que tenemos derecho y dónde lo pone. Nada más.
      Por eso no me interesa demasiado el debate sobre la reforma de la Constitución del 78, que conmemoramos estos días. Que si para solucionar el problema catalán, que si para “arreglar” el tema de la Corona, para delimitar las funciones del heredero…Por no hablar de que la Ley de leyes perdió para mí todo su carácter de sacrosanta, su aureola de marco perfecto para la convivencia, cuando fue modificada, con agosticidad y alevosía tras una llamada de Merkel para establecer el maldito techo de déficit que Dios confunda.
      Sería preciso un comparador sobre el grado de cumplimiento,  no sobre el texto, sobre el papel que lo aguanta todo. Y mucho que temo que en ese análisis, el de la realidad, habría pocas diferencias entre los países.
      Cuando el coronel Buendía se retiró a Macondo, tras participar en 32 guerras y constatar que no se luchaba por las ideas, sino por el poder, dijo eso de que la única diferencia entre liberales y conservadores era que los primeros iban a misa de cinco y los otros, a la de ocho. La única comparación posible.

domingo, 1 de diciembre de 2019

MERCEDES

Mercedes es de carne y hueso, aunque la que ha saltado a la fama en estos últimos días es tan solo una escultura. La reproducción de una larga vida, 89 años, que rezuma soledad por todos los poros. Está sentada en un banco de un parque de Bilbao, y está sola. Como otros cinco millones de personas mayores en todo el país.
      De cuando en cuando, coincidiendo con alguna noticia “menor”, de esas de una columnita que nos cuenta que han encontrado el cuerpo de tal o cual persona, fallecida hace diez o quince años en su vivienda, alguien inicia una campaña de concienciación, se habla un poco del tema, se hace una escultura, como ahora… Y a otra cosa.
      No somos conscientes de que estamos ante una epidemia silenciosa que nos afecta en la tercera edad, una de las etapas más vulnerables en la vida de las personas. La Mercedes real, la que ha servido de modelo, está sola. Cuesta escucharla decir que "A veces no hablo nada de la mañana a la noche, y por la noche no me sale ni la voz". Y que espera con ansiedad la visita, una vez por semana, de una voluntaria de Cáritas.
      Es evidente que los poderes públicos no son capaces de detectar todos los casos de soledad no elegida, y mucho menos, de montar un servicio de acompañamiento. Pero ya podrían ir buscando medios, porque cada vez nacen menos niños, la población está más envejecida y la red pública de residencias tampoco puede absorber todas las necesidades. Por no hablar del derecho que tiene cada cual de vivir y morir en su casa.
      Los millones de “mercedes” son además un problema que va más allá, que la soledad acrecienta todos los males, y ya hay sesudos estudios al respecto. De hecho, los británicos, tan cabalitos ellos, han decidido que la soledad es ya una cuestión de Estado. Y se han puesto manos a la obra. Una Secretaría de Estado se dedica exclusivamente a luchar contra este drama, a investigar, a hacer frente y a intentar acabar con algo que, al parecer, afecta en su país a nueve millones de personas.
      Aplaudo la iniciativa, pero malpensada de nacimiento como soy, nadie me quita de la cabeza que algo habrán tenido que ver los datos que aseguran que esta epidemia de nuestros tiempos es también un problema económico, ya que, según un estudio de la London School of Economics, diez años de soledad de una persona suponen para el Estado unas 6.000 libras (6.800 euros) en sanidad y otros servicios públicos.
      Vamos, que las cuestiones humanitarias, también habrán influido, pero lo primero es lo primero, y la decisión de ponerse manos a la obra ha venido después de los números. Qué pena. Resulta que pasar semanas e incluso meses sin hablar con nadie, las 24 horas del día completamente aislados de la sociedad, sin compañía alguna, especialmente en el caso de las personas mayores, puede ser más grave para la salud que la obesidad, la diabetes  o tan perjudicial como fumar quince cigarrillos a diario. Y eso cuesta dinero, que por culpa de los “solitarios”, no le salen las cuentas al Estado.
      Supongo que cualquiera de los “estresados” políticos que nos dirigen, en Inglaterra y en cualquier otra parte del mundo, agradecen esa soledad agradable y reconfortante que te permite alejarte del mundanal ruido y disponer de tu tiempo. Como para pararse a pensar en la soledad no deseada, la de los solos y las solas de verdad, y sin haberlo elegido.
      Es como el hambre, que no es lo mismo ayunar para encontrarse mejor, estéticamente o por motivos de salud, que no tener un trozo de pan que echarte a la boca.
      Y que no te salga la voz, a fuerza de no usarla, como a Mercedes.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Desde Macondo. APP PARA TODO


Si hacemos caso a la publicidad, podríamos sobrevivir en cualquier parte, hasta en el mismísimo Macondo solo con un móvil o un ordenador. Y una lista de “App”, claro. Vale que las aplicaciones nos abren a un mundo de posibilidades que nunca antes podríamos haber imaginado, como un mapa a tiempo real con guía incluido, una videollamada a cualquier parte del mundo o una transferencia bancaria inmediata.
     Aunque las hay para todo. Sí, algunas son útiles, pero me asombra el tiempo que tiene la gente para crear tanta gilipollez. Y el talento, o lo que sea, que se desperdicia mientras se piensa en estas cosas. Ya sabemos ligar, pedir comida a domicilio, orientarnos, buscar una calle o un lugar, los mejores cines, la peluquería más cercana o la cerrajería 24 horas, que a todos se nos olvidan las llaves.
     Pero es que hay muchas más. Me he entretenido (que yo también pierdo el tiempo), en buscar aplicaciones curiosas, y casi he acabado cazando moscas, estupefacta ante la cantidad, que no calidad, de lo que han visto mis ojos. Una app para hacer nudos de corbata, y otra para escuchar cientos de cantos de pájaros distintos. Una más para estar triste, que promete poner todas tus fotos y tus mensajes en gris, que ya está bien de ir disimulando por la vida.
      Por la noche, se puede monitorizar el sueño durante la fase REM a través de sonidos y así manipular lo que soñamos (creo que probaré esta). También hay una app para los que se les pegan las sábanas cada mañana. Hace un seguimiento minucioso de nuestras etapas del sueño y nos despierta en el momento en el que estamos durmiendo menos profundamente, de forma que nos es mucho más fácil levantarnos.  Y si somos más del más allá que de acá, también podremos comprobar si nos rodean fantasmas, e incluso traducir sus mensajes.
      No os cuento nada de su contribución a la vida sana, que hay cientos de formas de monitorizar ejercicios, controlar peso e incluso combinarlo todo con alimentación “detox”. O las de “encuentra mi coche” y la más sofisticada que nos dice cuándo dará el sol o la sombra a lo largo del día, para que aparquemos con fundamento.
      Por haber, hay hasta la que nos promete llevar un psicólogo en el bolsillo, Sirve para monitorizar nuestro estado de ánimo y recibir recursos psicológicos personalizados, recomendándonos desde ejercicios de respiración a meditaciones guiadas.
      No tengo claro que sea éste el mundo que quiero, que sustituye personas por app, pero es lo que hay. Dentro de nada, no nos hará falta nadie.

MUJERES DE NADIE


Estamos en plena semana contra la violencia de género. Todos, y todas, de color violeta. Declaraciones institucionales, recuerdos y homenajes a las víctimas, informes y estudios, cifras, buenos propósitos, llamadas a la educación, a la denuncia, a la tolerancia cero contra el maltrato…. Y volvemos a lo mismo, bueno es que haya una fecha señalada en el calendario, pero en este tema, más que en ningún otro, la cosa no es de un día. Es de todos los días, todas las horas.
      Es curioso. Creo que no podría recordar más de dos o tres nombres de las mujeres asesinadas en lo que va de año, o en la última semana. Y son muchas.  Tal vez sea porque los periódicos las despachan en una columnita con el título de “Nuevo caso de violencia de género”, y en eso nos quedamos, salvo que haya algún detalle truculento, que estén los hijos delante, que le haya dado 45 puñaladas, o algo así, que nos haga detenernos unos segundos más. Una más, qué horror, cuántas van este año, ¿son más que el año pasado por estas fechas? ¿Ha sido con un hacha o con un cuchillo? ¿Estaban los hijos delante?
      No sabemos casi nada de ellas, empezando por el nombre, claro. Ignoramos sus sueños, sus ilusiones, su proyecto de vida, sus problemas, sus soledades y sus compañías. Tampoco hacemos mucho por averiguarlo, aunque nos apresuremos a colocarnos el lazo morado tal día como hoy. Porque toca. Toca decir que es una auténtica lacra social; que es inconcebible que chicas de 15 años vean normal que su novio les controle el móvil. Y que lo justifiquen diciendo que las quieren mucho. Y eso las convierte en, violables, maltratables, asesinables. Propiedad del macho alfa.
      Igual es que con esto del neolenguaje se ha redefinido el término “amor”, y yo, antigua como soy, no me he enterado de las nuevas acepciones. Amor ya no es libertad, libre te quiero, ni respeto, ni confianza. Es posesión, demostración de fuerza, cortar las alas y limitar el aire que respiras. Cuanto más fuerte es el golpe, más te quiere, cuanto más corto te ata, más enamorado está de ti.
      Hace un millón de años, los trogloditas (según los tebeos de Hug), se fijaban en la mujer adecuada, la golpeaban en la cabeza con una porra, y agarrándola de los pelos la llevaban a rastras hasta su cueva. Y allí vivían felices y comían perdices o mamuts o lo que comieran, hasta que la muerte los separara. Sin que ella rechistara en ningún momento, que la porra formaba parte del mobiliario de la casa.
      Pero eso era hace un millón de años, cuando los dinosaurios poblaban la tierra. Los dinosaurios han desaparecido; los trogloditas no. El meteorito que acabó con los grandes lagartos no eliminó los genes salvajes, machistas, primitivos o no sé cómo llamarlos, de los seres humanos. Y andando, los siglos, los milenios, seguimos hablando de mujeres muertas a cargo de sus parejas o ex-parejas, que tanto da una cosa que otra.
      No valen leyes, ni órdenes de alejamiento, ni pulseras de vigilancia, ni casas de acogida. No vale nada. Sólo la cifra de víctimas, dos, cinco, cincuenta, con denuncias, sin ellas, con condenas, con teléfono del maltratador, en pueblos, en ciudades, españolas, ecuatorianas o marroquíes, bolivianas o rumanas. Muertas.
      Tal vez tenga que caer otro meteorito sobre la tierra. O mejor, tal vez tenga que producirse otro Big Bang. O tengamos que preguntarnos, de una vez por todas, qué sociedad estamos construyendo. Cada vez que hay una víctima, es decir, cada semana, volvemos a hablar gran pacto de Estado sobre la violencia de género. Que tampoco sé muy bien qué significa. Una sociedad que permite esto es una sociedad enferma. Y todo cuenta. Cuenta la educación, cuenta la desigualdad y la falta de medios para acudir a la Justicia o para encontrar ayuda, cuentan las leyes injustas, la discriminación. 
      Y cuenta la sensibilidad para estar del lado de las víctimas. No podemos resignarnos. No podemos convertirlo en una conversación más.  Algo hay que hacer. Hay que fabricar hombres que quieran mujeres libres. Y mujeres que amen su libertad por encima de todo. De los hombres, también.

jueves, 21 de noviembre de 2019

Desde Macondo. A QUIEN CORRESPONDA (Adelantando la Navidad)

La Navidad llega cada vez más pronto, con todos sus símbolos y su parafernalia. En pocos días veremos a los pajes de los Reyes Magos a las puertas de los grandes almacenes o junto a los belenes municipales; y a infinidad de réplicas de Papa Noel, Santa Claus, San Nicolás, que todas las ayudas son pocas, afanándose en recoger las cartas que los pequeños les entregan con ojos brillantes. Y preguntando el consabido ¿te has portado bien? No te preocupes, que no hemos cargado carbón para los niños buenos.
      Yo también escribía cartas. Y no recuerdo ni una sola vez en que lo que encontraba a los pies de la cama se pareciera, siquiera mínimamente, a las peticiones que había escrito en la misiva, con mi mejor letra y rotulador rojo, para que se viera bien.
      Cada año pensaba igual. La carta no ha llegado a tiempo; los arenales están muy lejos, y no digamos nada de Laponia. Pero he crecido. Y el mundo ha cambiado. Se acabaron las cartas. Y, por supuesto, se acabaron los reyes, gordinflones diciendo “ho,ho,ho” y demás zarandajas.
      He decidido mandar un e-mail (que es más rápido y puedes comprobar que ha llegado), y hacerlo a quienes, de verdad, pueden traernos regalos o, cuando menos, cualquier cosa que haga nuestra vida más fácil.  O menos dura.
       Eso, hoy por hoy, sólo está en las manos de nuestros políticos, los que rigen nuestros destinos aquí en la tierra, a falta de que se demuestre que hay una vida mejor en el cielo o en otro planeta. Ya no es tiempo de cartitas pidiendo minucias, como los Juegos Reunidos Geyper, el Mecano o la muñeca de moda que hace de todo.
      En un e-mail caben muchas más cosas, que puedes adjuntarle todos los documentos que te dé la gana. Y con acuse de recibo, para que luego no digan que no sabían lo que de verdad queremos, lo que necesitamos, ahora que están en plena negociación.  Que tampoco es tanto. Un trabajo decente y suficientemente remunerado, poder pagar la luz o la hipoteca, lo mínimo para que los niños coman y vayan al cole con dignidad, que se garanticen las pensiones, que se desbloqueen de una vez las leyes que duermen en el limbo…
      Vamos, casi como cuando te encontrabas con un pijama y unos calcetines, que bienvenidos sean, pero que te dejaban con esa cara de tonta…
      Es tiempo de adelantarse a las navidades y mandar ese e-mail de esperanza. El que no pueden dejar de contestar, porque es de Justicia. El que no puede ir a la carpeta de spam, porque llevamos demasiado tiempo con nuestros anhelos almacenados como correo basura.
      Decidido, hoy mismo me hago con las direcciones. Destinatario: el presidente en funciones, con copias a todos y cada uno de los grupos políticos, que nadie sabe cómo acabará esto. Asunto: Esperanza. Y en el texto, pues eso, que no traigan carbón ni recortes, que no haya nadie sin pan ni techo. Ni sin medicinas o dinero para pagar estudios, ni con salarios de hambre. Ni sin ningún salario. Y poco más, porque si el correo pesa mucho, lo devuelven o se pierde en el ciberespacio.
      Voy a hacerlo ya, que aquí, en el remoto Macondo no siempre hay buena cobertura.

domingo, 17 de noviembre de 2019

¿BURLANDO AL PISA?

Me tiene bastante intranquila que la OCDE haya decidido no dar a conocer, de momento, los resultados del informe PISA en España por haber detectado “anomalías”.  Uf, lo que cabe en este término.  Podéis mirarlo en el diccionario, y hacer cábalas, como yo.
      Y me inquieta mucho más que la noticia haya pasado sin pena ni gloria. Vale que ha sido una semana de sobredosis de información política, y que bastante tenemos con lo que tenemos,  pero esto nos afecta también profundamente. Ya sabéis que el PISA valora la educación en alumnos de 15 años de todos los países del mundo.  Concretamente en Ciencias, Matemáticas y Lectura. No es que en los dos primeros apartados vayamos en cabeza, pero en el tercero, es en el que se han visto cosas raras.
      En “fluidez lectora”, que incluye, por supuesto, comprensión. Al parecer, un “número relevante” de alumnos españoles contestaron a esta sección de fluidez lectora de manera “apresurada”, empleando menos de 25 segundos en total para responder más de 20 preguntas.  En comparación, los estudiantes que dedicaron el esfuerzo adecuado a estas preguntas emplearon más de dos minutos.
      El comunicado oficial afirma que “este comportamiento anómalo”, es decir respuestas que no reflejan el nivel real de la competencia de los estudiantes, es más notorio en la sección de fluidez lectora y tiene mayor impacto sobre los resultados de Lectura, aunque un análisis más profundo “podrá confirmar si ha afectado a otras partes de la prueba”.
      Algo raro hay, que no cuela que en la primavera de 2018 nos convirtiéramos en los más rápidos del  planeta. Y no me sirve lo que la dicho la ministra en funciones, de que ero era cosa del PP. Porque es cosa de todos, y debiera preocuparles muy seriamente.
      No es descubrir América el reconocer que nuestros jóvenes no leen lo suficiente. Ni tan siquiera lo mínimo.  Que muchos se quedaron varados en Caperucita Roja o Los Tres Cerditos, y solo han tocado papel, y a duras penas, con los libros de texto.
      Pero algo habrá que hacer, empezando por seguir muy de cerca el informe PISA y sus consecuencias.  Soy de la generación que tuvo que leer por obligación, y que tuvo la suerte de que se convirtiera en devoción.  De las que en el colegio, en el instituto, y también en casa, consideraban la lectura, la comprensión de lo leído,  como imprescindible para comprender el resto del mundo.  Y que lo sigue intentando.
      Más allá de comparaciones, de mirar con envidia a los países asiáticos que copan los primeros puestos en cualquier informe, en el PISA también, creo que noticias como ésta deberían ser tema prioritario de conversación, porque no hablamos de una prueba del año pasado. Ni siquiera de presente.  Hablamos de futuro.
      Burlar a la OCDE, si es que es eso lo que ha pasado, no nos hará más listos, ni más competitivos; no mejorará nuestra situación en un mundo que cada vez exige más y reclama a los mejores en todo. Y para eso, para estar arriba, hay que leer. Sin excusas.

jueves, 14 de noviembre de 2019

Desde Macondo. PROYECTO RUISEÑOR


Así, sin más datos, hasta suena bien. Un proyecto, con un nombre tan sonoro, tiene necesariamente que ser bueno. Hasta en inglés da buenas vibraciones. Ya. Pues de bueno, sólo la alusión al tierno pajarillo cantor, que por cierto, está amenazado como tantas otras especies del planeta.
      Pero eso es otra cuestión. La que nos ocupa, se acaba de conocer, y aunque ha supuesto un considerable escándalo, no me explico que no haya sido mucho mayor. El gigante tecnológico Google recolectó sin permiso datos médicos de decenas de millones de personas, dentro de una iniciativa denominada así, Proyecto Ruseñor.
      El acuerdo fue suscrito en secreto el año pasado, aunque el intercambio de datos entre Google y compañías médicas que agrupan centenares de empresas. Vale que ha sido en Estados Unidos. O eso es lo que nos cuentan, que no está la cosa para fiarse. El caso es que Google, supuestamente, se ha hecho con datos personales muy muy sensibles, entre los que figuran diagnósticos médicos, resultados de pruebas en laboratorios y registros de hospitalización, vamos, un historial médico completo, incluidos los nombres de los pacientes y las fechas de nacimiento.
      No es que una sea nadie de importancia, ni que tenga enfermedades inconfesables, más allá de las propias de mi edad y de mi escaso respeto por la vida sana, pero inquieta pensar que alguien conoce mis problemas con el tiroides y puede utilizarlo (no se me ocurre para qué, pero a ellos seguro que sí); o que sabe antes que yo que me he pasado con el azucar desde los últimos análidis o que me he olvidado más de lo deseable de tomar las pastillas a las que estoy abonada de por vida.
      Podría entender que se interesaran por la salud o la falta de ella de banqueros, empresarios de postín, políticos o famosos. Aunque seguro que sus datos ya los tienen. Y ahora nos cuentan que los quieren para una buena causa, para diseñar un nuevo software, que respaldado por inteligencia artificial y sistemas de aprendizaje automático, puedan hasta sugerir cambios en el tratamiento de los pacientes. La compañía dice que su objetivo es “en última instancia, mejorar los resultados, reducir los costos y salvar vidas”. Que ya sabemos todos que Google es lo más parecido a una ONG que conocemos.
        No, si todavía tendremos que darles las gracias, y mostrarnos encantados de que sepan hasta el uñero que tenemos en el pie derecho. Que es por nuestro bien. No para que ellos ganen más dinero dirigiendo nuestros gustos y necesidades a las empresas que mejor les sirvan. Eso es de mal pensados.                                                                             No suena bien. Mejor Proyecto Ruiseñor.

lunes, 11 de noviembre de 2019

REDESCUBRIENDO BARRIO SÉSAMO


En estos primeros días de noviembre se cumplen 50 años de Barrio Sésamo. Cuarenta en España, que siempre vamos a remolque. No hubiera venido mal, entre tantas reposiciones más o menos casposas, el consabido verano azul y los documentales mil veces repetidos, que Televisión Española, la de todos, hubiera reprogramado unos cuantos episodios del mítico programa, y especialmente de las lecciones de Coco y otros monstruitos, que enseñaban a los más pequeños los conceptos básicos para moverse en el mundo. Ya sabéis, arriba y abajo; dentro y fuera; cerca y lejos; grande y pequeño…
      Todo lo que parece elemental y que, sin embargo, vamos aprendiendo a fuerza de tropezones, de caer y levantarnos, y vuelta a empezar. Con las enseñanzas de los muñecos olvidadas, hemos tenido que volver a reconocer que si estás abajo, le importas un pimiento a los de arriba; que grande y pequeño no es cuestión de tamaños, sino de dinero; que lo de rico y pobre, es un espacio cada vez más dilatado. Y que dentro de determinados mundos no cabemos la inmensa mayoría. Quedamos fuera.
      Fuera de la Ley han quedado muchos por no poder pagar la casa en la que viven y contar con poco más de 300 euros de pensión. Ya no están dentro. Fuera, pero de la cárcel, están muchos, con muchas causas pendientes, y con yates, casoplones y pasaporte dispuesto para viajecitos varios.
      Nos encanta que vengan turistas, cuantos más y de más lejos, mejor. Aunque se emborrachen y causen todo tipo de conflictos. Traen dinero. Mucho más cerca están los refugiados subsaharianos, los de Siria o los de Libia. Pero ese “cerca” no nos vale. Los queremos lejos. Si puede ser en el fondo del mar, un problema menos.
   Queremos votantes visibles, pero parados, dependientes, enfermos o pobres, invisibles los cuatro años siguientes, el periodo que va hasta las siguientes elecciones. Queremos un Barrio Sésamo a nuestra manera, donde las cosas no sean blancas o negras, sino del color que mejor nos pinte en cada momento.
      Es la ceremonia de la confusión, en la que las definiciones no son las que vienen en el diccionario ni las que simplificaban los habitantes del famoso Barrio para que todos las entendieran. Claro, que tampoco habitamos en un idílico espacio en el que primen la armonía, la solidaridad y el bien común, y en el que las risas se eleven por encima de los gritos y lamentos.
      Han pasado muchos años, y ya es hora de reponer Barrio Sésamo. Y de recomponer el mundo.


jueves, 7 de noviembre de 2019

Desde Macondo. ECOANSIEDAD


Siempre me ha fascinado el síndrome de Stendhal. Ya sabéis, ese que produce palpitaciones, un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor e incluso alucinaciones por la mera exposición del individuo a la belleza. A algo bello en particular o a la acumulación de belleza en un mismo espacio.  De hecho, se diagnosticó el Florencia, donde hay tanto arte por metro cuadrado que  no debe ser difícil “contagiarse” de la enfermedad. 
      No es que esté pidiendo que me dé un infarto delante de un cuadro, por perfecto que sea. Es que revela una parte muy importante de la condición humana, la posibilidad de emocionarse hasta el infinito y más allá, y que esa emoción salga por todos los poros del cuerpo. Lo del posterior tratamiento, ya es cosa de psiquiatras y demás entendidos.
      Viene a cuento esta introducción porque me he topado con un artículo de la Asociación Estadounidense de Psicología, siempre tan adelantados los americanos, que define una nueva enfermedad psicosomática, un mal de nuestro tiempo: la “Ecoansiedad”.  Así han llamado al “estrés causado por observar los impactos aparentemente irrevocables del cambio climático, y a la preocupación por el futuro de uno mismo, de los niños y las generaciones futuras".
Afirman que  cada vez más personas entran en pánico, agobiadas por la magnitud del desafío y al mismo tiempo, por sentirse impotentes ante lo que llega. Porque,  más allá de su incidencia clínica como enfermedad psicosomática, no hablamos de una realidad inventada por una mente enferma. Hablamos de una realidad, sin más.
      No se trata de un temor  irracional sobre la destrucción ambiental. Es para estresarse leer un día sí y otro también, que están desapareciendo aves, peces y plantas a velocidad de vértigo, que bajan los hielos y suben los mares, que mueren los bosques y nacen desiertos y que el plástico está ahogando la vida en el planeta.
Ya hemos definido el término. Y seguro que habrá lexatines, prozac y similares para que los afectados por el síndrome puedan hacer una vida relativamente normal. Pero se me ocurre que tal vez deberíamos dejar que haya una epidemia de ecoansiedad. A gran escala. Y que el tratamiento no pase por pastillas, sino por activismo. Que cada cual se cure reciclando, reduciendo el impacto de su paso por la vida, contaminando menos, limpiando más. Cuidando los ríos y los mares. Dejando el coche en casa…
      Puede parecer menos efectivo que abrir el frasco y tomar una píldora de cualquier ansiolítico, que por cierto, también vuelve a las maltratadas aguas del planeta. Pero al menos nos hará sentir mejor. No tiene remedio lo que ya está destruido, pero tenemos herramientas para impedir males mayores.
      Ojalá nos invada la ecoansiedad. Una pandemia de grandes dimensiones que incida especialmente en los países ricos y poderosos. Y que permita salvar el planeta.

lunes, 4 de noviembre de 2019

SINHOGARISMO

“Mi casa es mi castillo”.  Entendiendo por casa no un dúplex en Serrano  ni un chalé en La Moraleja.  Un pisito modesto, un apartamento mínimo en el que amontonar tu vida.  Fue un jurista inglés del siglo XVI quien acuñó la frase, refiriéndose a la inviolabilidad del domicilio, en aquellos momentos, a  la potestad de no dejar entrar a los hombres del rey en tu vivienda, sin una causa legalmente justificada. Desde entonces dicha doctrina ha evolucionado de diversas maneras,  algunas muy dolorosas, pero creo que no hay nadie que no piense así de su casa. Su castillo.
      Por eso me ha llamado poderosamente la atención conocer que ya hemos admitido, lo ha dicho la FUNDEU, la Fundación del Español Urgente a la que tanto acudo, el término “sinhogarismo” como neologismo válido. Fenómeno social que afecta a las personas sin hogar. Y hasta le han puesto “día de…”.  El 7 de diciembre, que por cierto es mi cumpleaños,  se celebra en medio centenar de ciudades del mundo, también en alguna española, el día, y la noche, de las personas que viven en la calle.  
      La intención es buena, por supuesto. Se trata de visibilizar a los que no tienen un castillo, por mínimo que sea, al que retirarse al final del día; una puerta que cerrar a tus espaldas, un armario, unos cajones en los que guardar lo poco o mucho que tengas, un espejo ante el que llorar o hacer muecas antes de enfrentarte al día, o de darlo por terminado.
      No hay acuerdo en las cifras, que no es tarea fácil ir calle por calle mirando bajo los cartones, o en los bancos del parque o en los más recogiditos cajeros automáticos. En España, se habla de entre 30.000 y 40.000 personas, según escuchemos al INE o a Cáritas. 
      No es tan fácil como hacer cálculos de niveles de pobreza, porque hablamos de personas que no están empadronadas, por no tener domicilio en el que hacerlo; que por tanto tienen difícil acceso a los servicios sociales y a otros derechos ciudadanos, el voto, por ejemplo; que se mueven de una a otra ciudad, buscando los dos o tres días que les permiten dormir en albergues de caridad. Y en buena parte dependen del alcohol para mantenerse vivos.
Mientras, escuchamos lo carísimos que son los alquileres, lo difícil que es, con trabajo y sueldo, encontrar un techo, a veces poco digno, y a varias horas de transporte público de nuestro lugar deseado. Pero nuestro castillo, al fin y al cabo.
      He leído que la supermodernísima Finlandia, creo que Noruega también, han reducido drásticamente el número de personas sin hogar. La fórmula no es difícil. Han dado vivienda a los necesitados para que, ya con un techo sobre su cabeza, busquen un trabajo o comiencen a estudiar o a aprender un oficio, con el compromiso de dar al Estado, en adelante, el 30 por ciento de su sueldo cuando lo tengan.
      Claro que para eso hacen falta viviendas sociales y compromisos firmes de los gobiernos. Y conciencia social.
      Mientras escribo, las paredes de mi casa se han separado. El techo se ha elevado y el pasillo es mucho más largo. Las ventanas son ventanales, y la moribunda maceta se me antoja un enorme jardín. Mis sesenta metros son un auténtico castillo. De eso se trata.

jueves, 31 de octubre de 2019

Desde Macondo. TOCA HABLAR DE MI LIBRO


Ahora que Franco ya no es el huésped de honor del Valle de los Caídos; que ha descendido el nivel de ruido, porque en Cataluña suenan más fuerte; que comienzan a oírse, tímidamente, los eslóganes de campaña a través de megáfonos y coches-anuncio. Ahora, que aún no es el Día de Difuntos, pero ya es casi puente, ahora toca hablar de mi libro.
He esperado pacientemente, mientras escuchaba, leía y veía de todo, y en todos los sentidos. Me he tenido que refugiar tras la puerta para que no me salpicase el odio de algunas declaraciones, y me he tapado los oídos para que no volverán a contaminarse con cánticos infames, que ya creía tener borrados de la banda sonora de mi vida.
He discutido, faltaría más, con los que han querido ver cosas raras en el "desenterramiento", con los que lo han dejado todo en un oportunismo puntual y con los que opinaban que no era el momento de pedir cuentas sobre muchas más cosas a la prepotente y altiva familia del dictador.
Y ya toca hablar de mi libro. Seguro que muchos de vosotros tenéis un libro similar. O, al menos, habréis oído de alguien que lo tiene, familiar, amigo, vecino... Durante los días previos y posteriores a la exhumación-inhumación del dictador, he pensado mucho en mi padre. Mejor dicho, he pensado en qué pensaría mi padre de todo esto.
En unas semanas se cumplirá un año desde que nos dejara. Y estoy segura de que no se hubiera despegado de la tele; que hubiera encontrado un hijo o un nieto a quien hablarle de ese misterioso lugar del norte de España, casi el fin del mundo, en que supuestamente murió su padre, represaliado tras acabar la guerra. Habría vuelto a contar que se enteraron por casualidad, su madre, la viuda, y él, un niño de poco más de diez años, a través de la formación política en la que militaba, y por testimonios de terceros. Algunos tan crueles como que en muchos casos ni se molestaban en enterrar a los presos, y aprovechando que estaban en una isla, pues iban directamente al mar.
Veo a mi padre soltando las gomas de su carpeta azul y releyendo las cartas a Ignacito, al niño que fue, profusamente adornadas con dibujos y procedentes todas de Salamanca, primera estación, primera cárcel antes del destino final, y tan final, la antigua leprosería de la isla de San Simón, en Pontevedra, de la que muy pocos salieron vivos, porque no pudieron superar el hambre y las enfermedades derivadas del frio y la humedad.
Mi padre la señala en un mapa. Diminuta. Nunca manifestó ninguna intención de ir a conocerla. Tampoco su madre, la viuda, mi abuela. Ni tan siquiera cuando yo le llevé un recorte de periódico en el que se daba la noticia de que se había convertido en una especie de museo de la Memoria Histórica para recordar por siempre el horror de un lugar que muchos han calificado de campo de exterminio.
No puso mucho interés. Leyó el periódico e incorporó el recorte a su carpeta azul. Lo entiendo. Había pasado demasiado tiempo. Demasiado, aunque no el suficiente para que cada imagen del Valle no le soltara la lengua con algún calificativo grueso.
Le hubiera gustado el trajin de esta semana. Las idas y venidas de los nietísimos, los Tejero, los programas especiales, los testimonios de quienes siguen buscando a los suyos, de quienes ya han tirado la toalla o han conservado, durante ochenta años, una carta que pone en el mapa la Isla de San Simón.
Es mi libro. El de mi padre y muy parecido, seguro, al que se conserva en miles de hogares de nuestro país. En miles de memorias. Solo por eso debían cerrarse muchas bocas. Porque aunque tarde, y no bien del todo, han podido poner el punto final al capítulo más amargo.
Toca hablar de tantos libros, que no hay que perder ni un segundo escuchando a quienes quieren dejarlos sin terminar. Aunque falte el epílogo, enredado entre el suelo, el cielo y el mar de la isla de San Simón.