Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 31 de octubre de 2013

Desde Macondo. METADATOS

Qué tiempos aquellos en que los espías llevaban gabardina y sombrero de ala ancha. O eran mujeres fatales, tipo Mata-Hari con las armas en el liguero. O simplemente, eran ciencia-ficción, como el Gran Hermano de Orwell. Todos sabíamos dónde estábamos. Lo veíamos en las películas americanas. Micrófonos en los conductos de aire acondicionado, grabadoras en la rosca del teléfono, videocámaras camufladas debajo de un cuadro convenientemente agujereado…
       Eso era lo que entendíamos por espiar, antes de tener que hacer un cursillo acelerado sobre los metadatos. Datos sobre los datos. Sesenta millones de llamadas telefónicas espiadas en sólo un mes. Y eso no es grave, dicen. Lo grave es que hayan escuchado a la Merkel o a Rajoy. Es deslealtad entre amigos y aliados. Lo que pase con la democracia, con los derechos y libertades de los ciudadanos, sólo son un par de artículos escritos en varias docenas de declaraciones y constituciones. Papel mojado.
       No tengo nada que esconder, creo. Pero no me hace ninguna gracia que de una llamada a un hotel, seguida de varias a distintos amigos, y hechas por la noche, deduzcan que voy a montar una orgía. Que eso, dicho en román paladino, es en lo que se basan los dichosos metadatos. Sin escucharme, sin colocar micrófonos ni cámaras, pueden saber el horario laboral, si eres casera o prefieres la calle, si tienes pareja o la buscas. O si te estás arreglando la boca, por repetidos contactos con una clínica dental.
       Los espías ya no llevan gabardina gris. No esperan tras la esquina para seguir silenciosamente tus pasos. Son jóvenes, expertos en informática y pueden estar a diez mil kilómetros de distancia. A la misma distancia a la que envían la democracia y tus derechos.
       Todo eso, mientras intentan hacerte creer que luchan contra el terrorismo o cualquier otra zarandaja que se les ocurra. Y, por supuesto se “destapan” en el momento conveniente. Ya sabéis, mientras jugamos a los espías y pensamos si, cual modernos Mortadelos irán disfrazados de caracol, de torero o de merluza del Cantábrico, no hablamos del paro, del drama de los desahucios, del emprobrecimiento de la población, de la deuda, del sacrosanto objetivo de déficit. Nos espían y prefieren que sigamos leyendo tebeos, riéndonos con las ocurrencias absurdas de los agentes de la TIA e indignándonos lo justo para no molestar demasiado.
       Somos lo que dicen  nuestros datos, tratados como marcan los mercados. Saben qué nos interesa, qué compramos, qué queremos, en qué ocupamos el tiempo libre…La información es poder y el poder, hoy por hoy, se refiere únicamente al dinero. La rentabilidad está por encima de la privacidad. Y de la humanidad.
       En el remoto Macondo no hay cobertura. Todos saben la vida de cada uno de sus vecinos. Pero en el día a día, a pequeñas dosis. Sin metadatos.
 

domingo, 27 de octubre de 2013

YAYOFLAUTAS

"Cuando yo llegue a vieja-si es que llego- y me mire al espejo y me cuente las arrugas como una delicada orografía de distendida piel. Cuando pueda contar las marcas que han dejado las lágrimas y las preocupaciones, y ya mi cuerpo responda despacio a mis deseos,cuando vea mi vida envuelta en venas azules,en profundas ojeras,y suelte blanca mi cabellera para dormirme temprano-como corresponde-, cuando vengan mis nietos a sentarse sobre mis rodillas enmohecidas por el paso de muchos inviernos,sé que todavía mi corazón estará -rebelde- tictaqueando y las dudas y los anchos horizontes también saludarán mis mañanas".
(Gioconda Belli)
 
Cuando pase la crisis, si es que pasa, y aún vivimos para contarla, seguro que olvidaremos muchas cosas, que pasaremos de puntillas por otras y que esconderemos en el último rincón de la memoria los sinsabores, las decepciones, el miedo, la tristeza las mil historias de adioses que nos han tocado de cerca, las que conocimos de oídas, las que nos golpearon de lleno.
       Borraremos del álbum de fotos las imágenes más negras, las que distorsionaron la realidad en la que vivíamos, las que hacen daño con sólo mirarlas. Pocas cosas podremos rescatar de estos años del diluvio para hacerles un lugar en nuestra vida futura, en la vida después de la crisis.
       Tengo claro, sin embargo, que nunca voy a olvidar a los mal o bien llamados "yayoflautas". Creo que, tras los primeros y estremecedores instantes del Movimiento 15.M, de quienes se dicen hijos, porque nacieron después, no hay nada que me haya sorprendido más en este tiempo fatal.
       Han roto con todos los tópicos y nos han dado-nos dan cada día- una lección. Revolución y movimiento no se asocia ya a juventud. Inconformismo, tampoco. Ni horizontes.
       Los abuelos han salido a la calle para defender pensiones, sanidad, educación...Han echado simbólicamente a los mercaderes del templo, ocupando catedrales, y hasta la embajada de Alemania. Se han subido al autobús de la vida con pitos y fanfarrias para proclamar a los cuatro vientos que quieren seguir en el camino y, sobre todo, que quieren que los suyos sigan caminando por la senda que ellos marcaron hace muchos años.
       Estremece ver a una anciana con camiseta verde, o blanca, hablando del colegio de sus nietos, o reclamando sus ahorros a la puerta de cualquier sucursal bancaria. Abuelos con bastón o con andador, apoyándose en sus razones cuando las piernas no les sostienen, nos dan día a día clases de dignidad. Y nos sonrojan.
       Conocieron el infierno y no se resignan a volver a caer en las llamas. Defienden su presente y nuestro futuro. Y rompen con todo.
       Los veo cada día en las noticias y me producen una mezcla de ternura y orgullo, de envidia y de tristeza, Por no poder ser como ellos y por haberlos obligado, a sus años, a echarse a la calle por nosotros.

jueves, 24 de octubre de 2013

Desde Macondo. EL BANQUETE (No estamos invitados)

No es el de Platón, que ése hablaba del amor, y yo quiero hablar de cosas más prosaicas. De dinero, vaya. Hablo de esa comilona con lujo y oropeles que al parecer se está celebrando en un palacio secreto de este país nuestro, y de la que nos llegan noticias de cuando en cuando, mientras nosotros seguimos salivando pensando en los manjares que figuran en la carta.
       Porque no estamos invitados. Ni mucho menos. En el colmo de la crueldad, nos cuentan los detalles. Vajilla de la más fina porcelana, cubertería de plata, una legión de camareros uniformados, los mejores caldos y licores, los dulces más exquisitos. Ostras y caviar, por supuesto. Y orquesta en directo.
       La ocasión se lo merece. Celebran el crecimiento, el fin de la crisis, la salida del túnel, la subida de la Bolsa, la multiplicación de los beneficios de la Banca, el aumento del número de millonarios…
       Sabemos que hay una fiesta. Escuchamos las risas, el tintín de las copas de cristal de Bohemia en los brindis, las felicitaciones y los parabienes. Esto marcha. España va bien. Comamos y bebamos, que no nos va a amargar el festín un informe de Cáritas que dice que millones de personas tienen problemas para comer un plato de lentejas. Menuda vulgaridad.
       Hemos hecho muchos sacrificios para llegar hasta aquí. Hemos tenido que cargarnos los derechos laborales y buena parte de los sociales; hemos tenido que recortar en salud, en educación, en atención a los más desfavorecidos. Y en salarios, por supuesto. Hasta hemos enviado a buena parte de nuestros jóvenes a fregar platos a Londres o a Berlín.
       Pero sigue la fiesta. Barra libre para los afortunados invitados al banquete. Aunque los Presupuestos que nos acaban de presentar sigan hablando de austeridad hasta más allá del 2015, aunque los de fuera del palacio seamos un treinta o un cuarenta por ciento más pobres, aunque los autónomos asfixiados cierren a diario sus negocios y los que se han creído lo de la Ley de emprendedores vean como se esfuman sus ahorros en un negocio imposible de mantener sin consumo.
       Se está celebrando un banquete y los que hemos puesto la mesa (y fregaremos los platos), no estamos invitados.
       Yo, siempre en Macondo, recuerdo a Petra Cotes, que tenía la virtud de exasperar a la naturaleza, y a su paso, criaban los conejos a millares, y las vacas por docenas, y hasta los billetes se multiplicaban de tal forma que dieron para empapelar con ellos la casa por dentro y por fuera, mientras el resto de los vecinos miraban estupefactos sin participación alguna en los beneficios del milagro. A ellos, como a nosotros, “los ángeles de la guarda se le dormían de cansancio mientras ponían y quitaban monedas tratando de que siquiera les alcanzaran para vivir”.
       No estamos invitados, y eso no es lo peor de todo. Lo peor es saber que esta fiesta la estamos pagando entre todos y que la seguiremos pagando, si algún día queremos comer las migajas que sobren del banquete.

jueves, 17 de octubre de 2013

Desde Macondo. ¿Y A MÍ QUÉ?

Nunca pensé que diría esto. Y mucho menos que lo escribiría, aunque confieso que lo he pensado muchas veces. Pero ahora lo pienso, lo digo y lo escribo con demasiada asiduidad ¿Y a mí qué? Veo en las portadas de los diarios y en las cabeceras de los informativos, con profusión de detalles, los problemas de los partidos políticos, de las instituciones, de los sindicatos, del poder judicial, de…
       Problemas con las primarias, enfrentamientos entre barones por el control del partido de turno, quinielas acerca de cabezas de lista o de defenestrados. Reuniones a puerta cerrada de las que se filtra casi todo, presidenciables, candidatos a lo que sea, dinosaurios que se resisten a desaparecer y alevines que muestran la patita.
       Qué fatiga. Resulta que todo lo que habíamos creado como solución se convierte en problema. Los partidos no se acercan a los ciudadanos, los sindicatos, no los defienden, los bancos no prestan y se quedan con nuestro dinero; los jueces tienen apellido, según se inclinen a uno u otro lado. Hasta la Iglesia, a la que muchos acuden como consuelo en estos tiempos del cólera se ve sacudida por mil y un escándalos.
       El contrato social es papel mojado. Desde tiempos de Rousseau todos teníamos claro que el hombre construye sociedades para beneficiarse mutuamente, para asistirse. Abandona su yo individual y se somete a las leyes y a las normas a cambio de algo. Paga impuestos para tener pensiones, y seguridad social para ser atendido en la enfermedad. Y crea estructuras para asegurarse que la sociedad funciona. Con más o menos acierto. Pero lo han cancelado unilateralmente.
       Ahora parece que todo lo hemos hecho mal. Que el contrato se ha roto por la parte más débil, la de todos aquellos que hemos cumplido lo que firmamos y que encima tenemos que aguantar el bombardeo incesante sobre los problemas particulares de quienes debieran solucionar los generales. A fuerza de subrogarse, de subcontratar con los Mercados, la deuda, el déficit y demás, han desvirtuado la idea original.
       No es cuestión de dimitir el mundo, de rescindir el contrato y echarse al monte, pero se impone peligrosamente el ¿y a mí qué?, el todos son iguales y esa molesta sensación de que los problemas reales, los de la parte contratante, no importan a los contratados.
       No pueden pretender que nos quite el sueño la financiación autonómica, la sucesión en el liderazgo de tal o cual partido, las trifulcas en el Parlamento o la renovación del poder judicial, cuando hay sobre la mesa un informe de Cáritas con escalofriantes cifras sobre la pobreza. O cuando el futuro de millones de personas pende de una subida del 0,25. O cuando llega el frío y es un auténtico problema calentarse.
       Mucho se ha hablado y escrito acerca de la desafección de la gente hacia la política. Más cuando se miran las cifras crecientes de abstención en las distintas consultas electorales. De los polvos del “y tú más” nacen los lodos del “¿y a mí qué?.
       Y el contrato social, paso a paso, deja de tener sentido.

jueves, 10 de octubre de 2013

Desde Macondo. POBRÓLOGOS

El término no está en el diccionario. Todo se andará. No es un oficio que se aprenda en la universidad, ni tan siquiera en la FP que ahora nos venden como la panacea, aunque no haya plazas para todos. Y sin embargo, estamos rodeados de pobrólogos por tierra mar y aire. Y por plasma, ni os cuento.
       Hay pobrólogos en la radio, en la prensa, en la tele, por supuesto. En la sala de espera del médico, en la cola del paro, en el supermercado, en los bares, en la puerta de los colegios y hasta en los centros de mayores. Porque hay categorías, como en todo. Hay pobrólogos titulados e incluso doctorados. Economistas los llaman. Analistas, a veces. Otros, que han oído campanas, y que conocemos como tertulianos varios. Los más, quienes no tienen formación académica y lo que saben (mucho), es sólo futo de la práctica y la experiencia.
       Unos son internacionales, y pueden hablar de pobrología internacional. Otros, los da la tierra y nos cuentan sus teorías sobre el país. La mayoría, son locales. De la tienda de al lado, del rellano de la escalera, de la barra del bar…
       Todos son pobrólogos. Y te cuentan en un momento, cada cual desde su tribuna, cuánto ha subido la vida, lo que han bajado los sueldos, lo que vale un kilo de patatas o cómo se ha reducido el producto interior bruto. Y lo que suma la deuda, y lo que supone el IVA o lo que cuestan los libros, ahora que ya no hay becas.
       Hasta hacen previsiones. Los doctorados en Pobrología, a largo plazo. Estudiando complicadas curvas de crecimiento, mostrándonos estadísticas y sesudos estudios. Los no titulados, pensando si la pensión llegará hasta fin de mes o si pueden permitirse pagar la matrícula del niño este año. O si comprar ternera o pasar con pollo. Si comprar las pastillas o llenar la olla.
       Hay pobrólogos de a pie, y hay pobrólogos expertos en pobres. Como dice Eduardo Galeano, los  pobrólogos, hablan por ellos. “Nos cuentan en qué no trabajan, qué no comen, cuánto no pesan, cuánto no miden, qué no tienen, qué no piensan, qué no votan, en qué no creen.”
       Unos y otros conviven en este país nuestro. Los que sufren el empobrecimiento y los que les cuentan los porqués. Los que dicen que es lo que toca, y los que aseguran estar haciendo las cosas como Dios manda.
       Como si algún Dios mandara inundar la tierra de pobrólogos. Y de pobres.

domingo, 6 de octubre de 2013

MARE NOSTRUM

Nuestro Mar. Y ahora también el suyo. El Mediterráneo ha vuelto a ser lo que siempre fue. Puente entre Europa, Asia y África. Canal de comunicación con el inmenso océano Atlántico, con el mar Rojo, con el Negro. Una enorme masa de agua que permitió el desarrollo de Mesopotamia, de Egipto, de Persia, de Fenicia, de Cartago, del colosal imperio de Alejandro, de Grecia, de Roma, del Islam, de la dominación otomana.
       A lo largo de la historia del Mediterráneo, que es la historia de la Humanidad, personas de todas las épocas, de todas las razas, colores y creencias han surcado sus aguas buscando horizontes, rutas comerciales y nuevos territorios. El mar ha servido para ensanchar el mundo, para compartir ideas. Hasta la democracia nació en sus orillas.
       Por eso estremece saber que se ha convertido en un inmenso cementerio. Los cientos de muertos de la tragedia de Lampedusa han desenterrado bruscamente la verdad. Más de veinte mil muertos se han tragado las aguas del Mare Nostrum en los últimos años. Todos africanos que buscaban una nueva ruta, la de la supervivencia. La de la vida.
       No sé en qué momento hemos decidido que el Mediterráneo nos pertenece sólo a nosotros, que es nuestro mar y nadie más-salvo que sea en cruceros y previo pago, tienen derecho a transitar por las vías que abrieron todas las civilizaciones del mundo y que desde el llamado primer mundo nos hemos encargado de blindar.
       Hemos visto las imágenes en televisión. Nos hemos compadecido contemplando esos pequeños ataúdes blancos, y hasta hemos dedicado un rato a comentar los sueños rotos de decenas de familias. Y hemos pasado página. Probablemente, el próximo verano nos bañaremos en las cálidas aguas de cualquier playa mediterránea, y comentaremos la suerte de tener el mar tan cerca.
      Y para nosotros. Nuestro mar. En el fondo están todos aquellos con los que no quisimos compartirlo.
 

jueves, 3 de octubre de 2013

Desde Macondo. EL SÍNDROME DE HIBRIS

Por alguna extraña razón me he topado varias veces en los últimos tiempos con el término “hibris”, que tenía olvidado desde que en mi juventud estudié las tragedias griegas. Con una grafía distinta, pero con el mismo significado. Aplicado a héroes mitológicos, a reyes y reinas, a dioses o a titanes. Y extrapolable a muchos personajes de la actualidad, como iréis viendo si tenéis la paciencia de leer hasta el final.
       La “hibris”, en un tiempo en que no existía el concepto de pecado que nos ha perseguido en los dos últimos siglos, podía traducirse como desmesura, endiosamiento. Era el desprecio temerario hacia el espacio personal ajeno, especialmente cuando alguien se hallaba en una posición privilegiada. Vamos, lo que ahora llamaríamos borrachera de poder.
      Ejemplos hay a montones en los textos clásicos, desde Edipo a Antígona, pasando por Heracles o Prometeo. Todos ellos quisieron ser más, ir más allá del lugar que les había asignado el destino y recibieron por ello justo castigo.
       Pero no sólo en Macondo el tiempo es circular. Todo regresa, y la ciencia moderna, tomando como base la herencia griega, ha descrito el llamado “síndrome de hibris”, una alteración de la personalidad que afecta, lo habéis adivinado, a los que tienen poder, especialmente político o económico. O ambos.
       Los síntomas nos suenan. Son individuos que no escuchan, que se sienten infalibles e. insustituibles. Desprecian las opiniones de los demás e identifican su “yo” con la nación, región o lugar que dirijan. Hablan de sí mismos en tercera persona, y hasta utilizan el plural mayestático. Se comportan como auténticos tiranos y no admiten que puedan estar equivocados, aún cuando las evidencias de que sus actos perjudican gravemente a terceros estén fuera de toda discusión.
      Seguro que a estas alturas ya tendréis muchos nombres en mente. De todas las épocas de la Historia, del pasado más reciente y hasta de la actualidad. Yo también.
          Pero regreso a Macondo.  Cuando el coronel Aureliano Buendía volvió a su pueblo, con mando en plaza,  decidió  trazar un círculo de tiza a su alrededor para que nadie se le acercara demasiado,  a menos de tres metros. En el centro de este círculo que sus edecanes trazaban dondequiera que él llegara, y en el cual sólo él podía entrar, decidía con órdenes breves e inapelables el destino del mundo.
Y por su hibris, los dioses lo condenaron a Cien Años de Soledad.