Nunca
pensé que diría esto. Y mucho menos que lo escribiría, aunque confieso que lo
he pensado muchas veces. Pero ahora lo pienso, lo digo y lo escribo con
demasiada asiduidad ¿Y a mí qué? Veo en las portadas de los diarios y en las
cabeceras de los informativos, con profusión de detalles, los problemas de los
partidos políticos, de las instituciones, de los sindicatos, del poder
judicial, de…
Problemas
con las primarias, enfrentamientos entre barones por el control del partido de
turno, quinielas acerca de cabezas de lista o de defenestrados. Reuniones a
puerta cerrada de las que se filtra casi todo, presidenciables, candidatos a lo
que sea, dinosaurios que se resisten a desaparecer y alevines que muestran la
patita.
Qué
fatiga. Resulta que todo lo que habíamos creado como solución se convierte en
problema. Los partidos no se acercan a los ciudadanos, los sindicatos, no los
defienden, los bancos no prestan y se quedan con nuestro dinero; los jueces
tienen apellido, según se inclinen a uno u otro lado. Hasta la Iglesia, a la
que muchos acuden como consuelo en estos tiempos del cólera se ve sacudida por
mil y un escándalos.
El
contrato social es papel mojado. Desde tiempos de Rousseau todos teníamos claro
que el hombre construye sociedades para beneficiarse mutuamente, para
asistirse. Abandona su yo individual y se somete a las leyes y a las normas a
cambio de algo. Paga impuestos para tener pensiones, y seguridad social para
ser atendido en la enfermedad. Y crea estructuras para asegurarse que la
sociedad funciona. Con más o menos acierto. Pero lo han cancelado
unilateralmente.
Ahora
parece que todo lo hemos hecho mal. Que el contrato se ha roto por la parte más
débil, la de todos aquellos que hemos cumplido lo que firmamos y que encima
tenemos que aguantar el bombardeo incesante sobre los problemas particulares de
quienes debieran solucionar los generales. A fuerza de subrogarse, de
subcontratar con los Mercados, la deuda, el déficit y demás, han desvirtuado la
idea original.
No
es cuestión de dimitir el mundo, de rescindir el contrato y echarse al monte,
pero se impone peligrosamente el ¿y a mí qué?, el todos son iguales y esa
molesta sensación de que los problemas reales, los de la parte contratante, no
importan a los contratados.
No
pueden pretender que nos quite el sueño la financiación autonómica, la sucesión
en el liderazgo de tal o cual partido, las trifulcas en el Parlamento o la
renovación del poder judicial, cuando hay sobre la mesa un informe de Cáritas
con escalofriantes cifras sobre la pobreza. O cuando el futuro de millones de
personas pende de una subida del 0,25. O cuando llega el frío y es un auténtico
problema calentarse.
Mucho
se ha hablado y escrito acerca de la desafección de la gente hacia la política.
Más cuando se miran las cifras crecientes de abstención en las distintas
consultas electorales. De los polvos del “y tú más” nacen los lodos del “¿y a
mí qué?.
Y el contrato social, paso a paso, deja de tener sentido.
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