No
es el de Platón, que ése hablaba del amor, y yo quiero hablar de cosas más
prosaicas. De dinero, vaya. Hablo de esa comilona con lujo y oropeles que al
parecer se está celebrando en un palacio secreto de este país nuestro, y de la
que nos llegan noticias de cuando en cuando, mientras nosotros seguimos
salivando pensando en los manjares que figuran en la carta.
Porque
no estamos invitados. Ni mucho menos. En el colmo de la crueldad, nos cuentan
los detalles. Vajilla de la más fina porcelana, cubertería de plata, una legión
de camareros uniformados, los mejores caldos y licores, los dulces más
exquisitos. Ostras y caviar, por supuesto. Y orquesta en directo.
La
ocasión se lo merece. Celebran el crecimiento, el fin de la crisis, la salida
del túnel, la subida de la Bolsa, la multiplicación de los beneficios de la
Banca, el aumento del número de millonarios…
Sabemos
que hay una fiesta. Escuchamos las risas, el tintín de las copas de cristal de
Bohemia en los brindis, las felicitaciones y los parabienes. Esto marcha.
España va bien. Comamos y bebamos, que no nos va a amargar el festín un informe
de Cáritas que dice que millones de personas tienen problemas para comer un
plato de lentejas. Menuda vulgaridad.
Hemos
hecho muchos sacrificios para llegar hasta aquí. Hemos tenido que cargarnos los
derechos laborales y buena parte de los sociales; hemos tenido que recortar en
salud, en educación, en atención a los más desfavorecidos. Y en salarios, por
supuesto. Hasta hemos enviado a buena parte de nuestros jóvenes a fregar platos
a Londres o a Berlín.
Pero
sigue la fiesta. Barra libre para los afortunados invitados al banquete. Aunque
los Presupuestos que nos acaban de presentar sigan hablando de austeridad hasta
más allá del 2015, aunque los de fuera del palacio seamos un treinta o un
cuarenta por ciento más pobres, aunque los autónomos asfixiados cierren a
diario sus negocios y los que se han creído lo de la Ley de emprendedores vean
como se esfuman sus ahorros en un negocio imposible de mantener sin consumo.
Se
está celebrando un banquete y los que hemos puesto la mesa (y fregaremos los
platos), no estamos invitados.
Yo,
siempre en Macondo, recuerdo a Petra Cotes, que tenía la virtud de exasperar a
la naturaleza, y a su paso, criaban los conejos a millares, y las vacas por
docenas, y hasta los billetes se multiplicaban de tal forma que dieron para
empapelar con ellos la casa por dentro y por fuera, mientras el resto de los
vecinos miraban estupefactos sin participación alguna en los beneficios del
milagro. A ellos, como a nosotros, “los
ángeles de la guarda se le dormían de cansancio mientras ponían y quitaban
monedas tratando de que siquiera les alcanzaran para vivir”.
No
estamos invitados, y eso no es lo peor de todo. Lo peor es saber que esta
fiesta la estamos pagando entre todos y que la seguiremos pagando, si algún día
queremos comer las migajas que sobren del banquete.
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