Por alguna extraña razón me he
topado varias veces en los últimos tiempos con el término “hibris”, que tenía
olvidado desde que en mi juventud estudié las tragedias griegas. Con una grafía
distinta, pero con el mismo significado. Aplicado a héroes mitológicos, a reyes
y reinas, a dioses o a titanes. Y extrapolable a muchos personajes de la
actualidad, como iréis viendo si tenéis la paciencia de leer hasta el final.
La “hibris”, en un tiempo en que no
existía el concepto de pecado que nos ha perseguido en los dos últimos siglos,
podía traducirse como desmesura, endiosamiento. Era el desprecio temerario
hacia el espacio personal ajeno, especialmente cuando alguien se hallaba en una
posición privilegiada. Vamos, lo que ahora llamaríamos borrachera de poder.
Ejemplos hay a montones en los
textos clásicos, desde Edipo a Antígona, pasando por Heracles o Prometeo. Todos
ellos quisieron ser más, ir más allá del lugar que les había asignado el
destino y recibieron por ello justo castigo.
Pero no sólo en Macondo el tiempo es
circular. Todo regresa, y la ciencia moderna, tomando como base la herencia
griega, ha descrito el llamado “síndrome de hibris”, una alteración de la
personalidad que afecta, lo habéis adivinado, a los que tienen poder,
especialmente político o económico. O ambos.
Los síntomas nos suenan. Son
individuos que no escuchan, que se sienten infalibles e. insustituibles.
Desprecian las opiniones de los demás e identifican su “yo” con la nación,
región o lugar que dirijan. Hablan de sí mismos en tercera persona, y hasta
utilizan el plural mayestático. Se comportan como auténticos tiranos y no
admiten que puedan estar equivocados, aún cuando las evidencias de que sus
actos perjudican gravemente a terceros estén fuera de toda discusión.
Seguro que a estas alturas ya tendréis muchos nombres en mente. De todas las épocas de la Historia, del pasado más reciente y hasta de la actualidad. Yo también.
Pero regreso a Macondo. Cuando el coronel Aureliano Buendía volvió a
su pueblo, con mando en plaza,
decidió trazar un círculo de tiza
a su alrededor para que nadie se le acercara demasiado, a
menos de tres metros. En el centro de este círculo que sus edecanes trazaban
dondequiera que él llegara, y en el cual sólo él podía entrar, decidía con órdenes
breves e inapelables el destino del mundo.
Y por su hibris, los dioses lo condenaron a Cien Años
de Soledad.
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