Nuestro Mar. Y ahora también el suyo. El
Mediterráneo ha vuelto a ser lo que siempre fue. Puente entre Europa, Asia y África.
Canal de comunicación con el inmenso océano Atlántico, con el mar Rojo, con el
Negro. Una enorme masa de agua que permitió el desarrollo de Mesopotamia, de
Egipto, de Persia, de Fenicia, de Cartago, del colosal imperio de Alejandro, de
Grecia, de Roma, del Islam, de la dominación otomana.
A lo largo de la
historia del Mediterráneo, que es la historia de la Humanidad, personas de
todas las épocas, de todas las razas, colores y creencias han surcado sus aguas
buscando horizontes, rutas comerciales y nuevos territorios. El mar ha servido
para ensanchar el mundo, para compartir ideas. Hasta la democracia nació en sus
orillas.
Por eso estremece saber
que se ha convertido en un inmenso cementerio. Los cientos de muertos de la
tragedia de Lampedusa han desenterrado bruscamente la verdad. Más de veinte mil
muertos se han tragado las aguas del Mare Nostrum en los últimos años. Todos
africanos que buscaban una nueva ruta, la de la supervivencia. La de la vida.
No sé en qué momento
hemos decidido que el Mediterráneo nos pertenece sólo a nosotros, que es
nuestro mar y nadie más-salvo que sea en cruceros y previo pago, tienen derecho
a transitar por las vías que abrieron todas las civilizaciones del mundo y que
desde el llamado primer mundo nos hemos encargado de blindar.
Hemos visto las
imágenes en televisión. Nos hemos compadecido contemplando esos pequeños ataúdes
blancos, y hasta hemos dedicado un rato a comentar los sueños rotos de decenas
de familias. Y hemos pasado página. Probablemente, el próximo verano nos
bañaremos en las cálidas aguas de cualquier playa mediterránea, y comentaremos
la suerte de tener el mar tan cerca.
Y para nosotros.
Nuestro mar. En el fondo están todos aquellos con los que no quisimos compartirlo.
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