Pensamientos, ideas, palabras que engulle la arena en el mismo instante en que se han escrito

jueves, 30 de mayo de 2019

Desde Macondo. EL CORAZÓN EN SU SITIO

En su lado. Que es a la izquierda. O eso dicen, aunque creo haber leído algún caso de corazón situado a la derecha. No en sentido metafórico. En el anatómico, en el real. Sea como sea, en Macondo cada cual tiene el corazón donde quiere, que el lugar es lo de menos. Lo importante es tener la mente, los sentimientos, la humanidad, en línea con el corazón. De su lado.
Y justo es lo que llevamos mucho tiempo echando de menos. Bueno eso, y la falta de entrañas, que es el siguiente escalón.. Ya sé que el corazón es un músculo tonto que ni siquiera duele, ni tiene la forma almibarada y el rojo encendido que vemos en los mensajes de amor. Ni alberga las pasiones, ni la ternura, ni el rencor.
Pero vamos a ser clásicos, y tras mucho tiempo de corazón encogido, o “sobrecogido”, por hacer la broma fácil, admitamos que en él residen los buenos sentimientos, y pongámonos todos del mismo lado. Sea cual sea.
El lado del corazón es el que hoy por hoy debiera albergarnos a todos. El mismo espacio para ocuparlo en un gran pacto contra el paro, los desahucios, la corrupción, otro por la solidaridad y uno más, el más importante, por el futuro.
Sin excepciones, sin “y tú más” o “eso ya lo había dicho yo”. Sin “anda que tu…” Sin partidos y con todos ellos, sin sindicatos y con todos los trabajadores, sin empresarios, sin bancos, sin agentes sociales. Sólo con personas, alineadas en una u otra parte, pero con el corazón en el mismo lado.
Las urnas han hablado, y toca trabajar. No amontonarse a la izquierda o la derecha dejando en medio un inmenso hueco, un precipicio por el que se nos escapa el presente y el futuro sin posibilidad de rescate.
Solo vale estar del mismo lado. celebrando el triunfo o lamiéndose las heridas, con el corazón herido o henchido, pero con la cabeza fría y para pensar una y mil veces en lo mejor. Y mirando a todas partes, que sólo así se ve claro quien pasa hambre y quien cobra miles de euros al mes; quien tiene frío y quien se tapa con pieles, quien llora y quien ríe, quien está en el suelo y quien en el cielo.
Toca estrenar corazón. Que no nos vale recomponer el "partío". Toca apartar a los que tienen una piedra o una billetera en lugar del músculo, a los que se han pasado años hablándonos de sacrificios sin que les pasara por la cabeza renunciar al mínimo privilegio.
Tocar recuperar latido, ahora que nos hemos recuperado del infarto definitivo.

domingo, 26 de mayo de 2019

LA “ARETÉ” UNIVERSAL

Me he pasado de frenada que, en realidad, yo sólo quería hablar de Francia, emocionada como estoy al descubrir que existen ministros de Educación que no son claros zoquetes sin mucho más que serrín en las molleras y billeteras los corazones.
          Justo en estas semanas de brexit, de rumores espeluznantes acerca del resultado de las europeas, de desconfianzas, de miedos, sale un tal Jean-Michel Blanquer, ministro de la Educación Nacional del país vecino, que, con la clara conciencia de que un mundo más tecnológico cada día tiene necesariamente que ser un mundo más humano, ha decidido rescatar el latín y el griego del baúl de los recuerdos, y darles su espacio en la enseñanza.
          Es el mismo Blanquer que impulsó la prohibición de los móviles, y que cree que las lenguas antiguas son algo más que dos simples asignaturas. Son como las paredes maestras del sistema. “Debemos ser vigilantes para que este mundo nuevo, caracterizado por internet y las nuevas tecnologías no nos dé soluciones engañosas. El aprendizaje del latín y el griego contribuyen al desarrollo de la lógica, facilitan el aprendizaje de otras lenguas y permiten establecer un vínculo entre diferentes conocimientos”.
          De completo acuerdo. Ya lo inventaron los griegos dos mil años antes de que los liberales modernos, los profesionales del capitalismo salvaje, decidieran que no vale de mucho aprender a pensar. Areté, lo llamaban.  En griego clásico,  ἀρετή,  que era  el nombre del primer libro de texto que tuve de esta lengua clásica, antes de que alguien decidiera enviarla, envuelta en un paquetito con el Latín, al baúl de los recuerdos, por considerar que había otras materias más interesantes que estudiar.
          Fue esa la primera palabra de la lengua de Platón y de Aristóteles que descubrí. Y me sonó muy bien. Areté. La excelencia o algo así, que la traducción es complicada. La areté era el fin último de la enseñanza, y agrupaba conceptos como valentía, justicia, moderación, virtud, dignidad… Todo lo necesario para hacer lo que hoy llamaríamos un hombre de bien, un ciudadano ejemplar.
          Hacía años que no recordaba este concepto, y que Grecia había quedado reducida al kalimera, kalispera, efjaristó y las novelas de Petros Márkaris (que recomiendo vivamente). El tiempo había mandado a un rincón del disco duro de mi cabeza las enseñanzas clásicas, los buenos y menos buenos ratos de traducir la Anábasis de Jenofonte, obligada en mi época, y hasta las enseñanzas de los Siete Sabios o las deliciosas historias de la Mitología helena, que me apasionaban hasta el punto de conocer de memoria la larga lista de dioses, semidioses, titanes, náyades y demás.
          Y mire usted por dónde, un francés me la ha traído de vuelta.  Ha vuelto Grecia con todo su peso, con toda su Historia, con su areté de siglos. Ojalá sea para quedarse.


lunes, 20 de mayo de 2019

Desde Macondo. COHOUSING PARA VIEJENNIALS

O cooperativas de viviendas para seniors… muy seniors, Y una imagen tan clara que no parece que hayan pasado cuatro o cinco décadas por ella. Mi madre en el patio, hojeando una de esas revistas del Magisterio Español que siempre pululaban por la casa, y que enviaban por partida doble. “Mira Ignacio, tenemos que informarnos de esto”. Y esto era la iniciativa de una maestra malagueña, allá por los años setenta, soltera, aunque eso no fuera relevante, que proponía empezar a gestionar sus soledades desde ya, para jubilarse con tranquilidad.
          Algo muy simple. Elegir y comprar un terreno en un lugar de clima amable, y hacer una especie de comunidad de vecinos donde cada cual tuviera su apartamento, pero con comida, atención y servicios sanitarios garantizados. Algo así como vivir en tu casa hasta el final, con personas conocidas y sin depender de las circunstancias de hijos o familiares.
          No recuerdo la respuesta de mi padre, que sería algo así como “déjate de tonterías”, pero sí el entusiasmo de mi madre, que recortó la hoja (luego andaba por allí rodando) para enterarse de cuánto había que pagar, durante cuantos años y esas cosas.  Ni sé siquiera si llegó a llamar o qué hubiera pasado con la inversión, de haberla hecho, porque falleció antes de cumplir los 65. Tampoco sé si el artículo que he encontrado en un periódico esta misma semana, y que narra la experiencia de una profesora malagueña en un “cohousing para viejennials”, corresponde a la historia que estoy contando, o es otro caso.
          Pero en definitiva, es lo mismo. Los fríos datos nos dicen que para 2050, uno de cada tres españoles tendrá más de 65 años. Y se imponen fórmulas imaginativas, desde la creación de un Ministerio de Soledad, como en el Reino Unido, a los “préstamos de abuelos” en familias que ya no los tienen, de forma que convivan y tramitan su sabiduría a los más pequeños, o compartir piso con estudiantes y jóvenes trabajadores. Vivienda por compañía. Techo y suelo por conversación y por mantenerse en su vivienda, la de toda la vida, sin acabar sus días en una residencia rodeado de desconocidos.
          La iniciativa que enganchó a mi madre deja claro que se puede gestionar la vejez de otra manera, con modelos de convivencia alternativos, y los “cohousing” como el que nos ocupa, benefician a los propios mayores, crean empleo y hacen que los mayores puedan gestionar su futuro.
          Sean dueños de su mañana, llegue cuando llegue. Y lo esperen traquilamente en su Macondo elegido. Pero sin que pasen cien años de soledad.

BERREA EN PRIMAVERA

Telediario.  (Da igual en qué cadena). Bloque de información electoral (casi el 90 por ciento, con unos minutos para el tiempo y los deportes). Una ciudad española, da igual del norte que del sur, del este que del oeste, y un montón de señores/as trajeados o del más riguroso sport, según la “ruralidad” del escenario.  Una plaza, un centro social, un parque o un teatro. Y muchos gritos. Cierro los ojos… Y me teletransporto.
          Tengo la extraña sensación de llevar viendo, ininterrumpidamente desde ni se sabe cuándo, uno de esos episodios de El Hombre y la Tierra con los que Rodríguez de la Fuente nos mostraba las curiosidades de la fauna ibérica. Concretamente el de la berrea de los ciervos, y en blanco y negro, por supuesto.
          Para que se enteren los urbanitas, la berrea, que tiene lugar en los primeros días del otoño, es el momento en que los venados buscan asegurar la continuidad de su estirpe, marcando su territorio y enfrentándose a otros machos que quieren hacer lo propio. Por eso entre los sobrecogedores berridos, se cuela el impactante sonido de los cuernos chocando entre sí, de los topetazos que se propinan buscando una victoria que se traducirá en más hembras y más espacio vital.
          Y diréis que a qué cuento viene la berrea en este espacio. Hace mucho tiempo, cuando miraba las cosas con los ojos limpios y dispuestos para llenarse de mil y una imágenes nuevas, tuve ocasión de disfrutar del espectáculo de la berrea del ciervo. Muy cerca, tanto que daba miedo. Y mi ignorancia del mecanismo hormonal de los cérvidos se puso de manifiesto cuando el guarda de la finca me dijo eso de "no se preocupe, no la ven. Ellos están a lo suyo". Lo suyo era perpetuar su especie, luchar por su territorio y asegurarse el futuro.
          Los discursos electorales, cual si fueran el machacón sonido de los cuernos, tiene mucho que ver con la realidad que estamos viviendo. Unos y otros dándose topetazos entre sí sin notar siquiera que alrededor estamos nosotros los que los alimentamos, los que cuidamos la finca en la que pacen y esperamos que, a cambio, se preocupen un poco por nuestras cosas.
           Unos a lo suyo, berreando en distintos tonos, según convenga, y los demás, simples espectadores de una guerra que no es la nuestra, que no nos asegura el futuro, ni tan siquiera el presente, porque somos meros trofeos del ganador. Sin más.
          Por supuesto, que unos más que otros, que por mucho que cierre los ojos no consigo borrar la imagen de la demostración de poderío de Salvini y miles de vociferantes seguidores ultraderechistas, de todos los puntos de Europa, en el Duomo de Milán, sacando pecho. Exhibiendo cornamenta. Y calificando las próximas elecciones como "un referéndum entre la vida y la muerte". 
          Es primavera. No es tiempo de berrea y sí de pensar que esto no es un documental de Naturaleza, y que nos jugamos mucho con la elección. Que hay que diferenciar los sonidos, apartar los “topetazos” y quedarnos con los mensajes que hablan de igualdad, de justicia, de solidaridad. De futuro. 

jueves, 16 de mayo de 2019

Desde Macondo. MI FAMILIA Y OTROS ANIMALES

Antes de que os dé tiempo de hacer la broma de rigor, o que mis muy queridos hermanos, hermanas, sobrinos y demás protesten por la comparación, vaya por delante que “Mi familia y otros animales”  es una novela autobiográfica del naturalista y escritor británico Gerald Durrell, publicada allá por los 50, y que la sana intención de este artículo es ampliar nuestro árbol genealógico, incluyendo en él a todos los que comparten con nosotros el planeta Tierra.
          El libro, que os recomiendo, son las andanzas de los Durrell  en la isla griega de Corfú, a la que llegan hartos de la gris y poco amable Inglaterra. El pequeño Gerald, gran aficionado a la naturaleza, nos relata sus expediciones estudiando la fauna autóctona y recogiendo nuevas especies, que ahora también son parte de su familia.
          Y viene esto a cuento de la pavorosa noticia que esta semana se ha hecho un hueco entre elecciones y demás. Para el 2020 la diversidad de especies se puede haber reducido en un 33%. En sólo un año. Ahora, en estos mismos momentos, nos estamos cargando cientos de especies animales y vegetales, a las que, literalmente, hemos echado de nuestra casa, hemos borrado del árbol genealógico de nuestra familia.
          Se calcula que existen unos 30 millones de distintas especies en el mundo. En la tierra, en los mares, en el cielo, y que, lejos de acogerlas en nuestro espacio común,  las estamos maltratando hasta la desaparición. Ya sabemos que el impacto de los humanos en la naturaleza es devastador, pero las cifras, puestas así, negro sobre blanco, marean. 
          Construir una “casa” a nuestro gusto y manera, sin la mínima sensibilidad, hace que animales y plantas estén amenazados por la alteración de los espacios naturales, llámese construcción de carreteras o infraestructura, o llámese también caza y pesca abusiva, tráfico ilegal de especies, pesticidas…
          No hemos prestado atención al goteo de señales que nos avisaban de que, poco a poco, nuestra gran familia iba mermando. Un día leemos que están desapareciendo los gorriones; que hay menos golondrinas o que peligran las flores porque las abejas parecen haberse esfumado con el polen entre sus patitas. Otro, nos estremece la imagen de un oso blanco famélico y moribundo, sin fuerzas ni hielo suficientes para cazar. 
          Nos indignamos porque algún mandatario insensible (léase Bolsonaro), amenaza sin pudor el Amazonas, o porque la palma del dichoso aceite está matando a los simpáticos orangutanes a un ritmo endemoniado.
          Vemos como, uno a uno, en grupo a veces, los miembros de la familia van saliendo por las puertas de la casa para no volver. Para quedarse, si acaso, en la memoria de algunos durante unos cuantos años; o en los museos de ciencia. 
          Todo, porque no hemos podido convivir como una familia medianamente bien avenida.

lunes, 13 de mayo de 2019

EL NUEVO RAPTO DE EUROPA

De todos es sabido que los dioses, los de antes y los de ahora, son caprichosos. No entendemos nada los simples mortales de los designios divinos, y así ha sido desde que el mundo es mundo, y aún antes. Ejemplos hay muchos, miles, en todas las religiones, en todas las mitologías y en todos los tiempos.
Viene al pelo recordar el rapto de Europa, un clásico de la mitología griega. El caprichoso y enamoradizo Zeus, transformado en un toro blanco, sedujo a la bella joven llevándola lejos de su gente y de su tierra. Así, sin más, que para eso era Dios. Y es que el universo mitológico griego estaba repleto de mandatarios que, lejos de ser justos, adolecían de las mismas debilidades que el hombre, aunque estaban dotados de poderes extraordinarios. Caprichosos y egoístas, no dudaban en emplear la fuerza y el engaño, cómodamente instalados en el Olimpo y sin preocuparse lo más mínimo por lo que pasaba abajo, entre los hombres.
Y así, siglo tras siglo, con las lógicas variables, fruto de modernidades varias. No hace falta tener una imaginación desbordada para hacer un paralelismo lógico entre raptos y Europa, ahora que nos encontramos a un paso de las elecciones y que las señales son, cuando menos, intranquilizadoras. Aunque las estemos pasando por alto, ocupados como nos encontramos con lo que pasa por aquí, con las municipales y autonómicas y pendientes de los pactos del Gobierno nacional.
Y mientras, Zeus, con una docena de nombres diferentes, se embellece para volver a sacudir a Europa, ya no tan joven pero igualmente vulnerable. Se llaman Alternativa para Alemania, Fidesz en Hungría, Ley y Justicia en Polonia, Frente Nacional en Francia,  Partido por la Libertad en Holanda, FPÖ en Austria, Liga Norte en Italia, el UKIP en Reino Unido, Partido Popular Danés,  Amanecer Dorado en Grecia, Alternativa para Suecia, Los Auténticos Finlandeses… Y VOX, por supuesto, en nuestras mismas entrañas.
No se me va de la cabeza una hipotética reunión del Consejo Europeo con estos “jefes” en el Olimpo de Bruselas, tomando néctar y ambrosía y discutiendo ajenos a la realidad, ajenos a los comunes mortales a los que han enviado al inframundo de la penuria y la miseria, muy lejos del cielo. Zeus, Hera, Poseidón, Deméter, Hermes, Hefeso o Diónisos han cambiado de nombre y andan muy lejos de cumplir la principal regla de todo dios, la de hacer más confortable la vida en la tierra. Y  lo estamos pasando por alto. Como si no nos afectara lo que pasa por ahí arriba, que bastante tenemos con lo nuestro. Sin  añadir eso de “como para tener más”. 
La mitología nos cuenta que Europa, sumisa y débil, fue abandonada por Zeus en Creta después de darle tres hijos y lo mejor de su vida…

jueves, 9 de mayo de 2019

Desde Macondo. SEBA ABU ARAR

Hubo un momento en Macondo en el que el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y había que señalarlas con el dedo para nombrarlas. Luego llegaron los Buendía, los Aurelianos y los Arcadios, cada cual con sus peculiaridades. Y la larga lista de mujeres, todas especiales. Y con los nombres, todo quedó en su sitio.
          Mucho tiempo después, Saramago escribió una deliciosa novela, “Todos los nombres”, en la que curiosamente, sólo aparece uno, Don José, el protagonista. A lo largo del libro aparecen más personajes, pero todos ellos anónimos. El jefe, sus compañeros de trabajo, la vecina, los padres de la desconocida, el director del colegio, la asistenta de la tienda, el pastor, etc. No son importantes. No tienen nombre.
          Seba Abu Arar. Estoy cumpliendo una máxima del Periodismo que, como tantas otras cosas, se nos ha olvidado. Poner nombre, cara y circunstancias a cualquier historia es obligatorio. Así lo estudié y así manda la razón, por aquello de que lo próximo, lo cercano, lo que conocemos, es lo más importante.
          Porque tal vez el nombre nos interese, y nos haga leer el artículo hasta el final y, con un poco de suerte, conmovernos y hasta sacudirnos un poco la conciencia. Seba Abu Arar es el nombre de una niña de un año y dos meses que ha muerto esta última semana en uno de los infames bombardeos de Israel contra Palestina. Estaba con su madre, sin nombre, embarazada de siete meses, de una criatura que nunca se llamará de ninguna forma.
          Cierto que hemos estado muy ocupados con nuestras elecciones y nuestras cosas como para detenernos en saber lo que pasa al otro lado del Globo. Y que lo despachamos con un “ya están estos otra vez a la greña”. Claro que es lógico que nos sobrecojan más las tragedias que pasan a nuestro lado, en nuestro lugar de residencia, que éstas que, a fuerza de habituales,  han perdido todos los visos de realidad. Y hasta el poder de conmovernos.
          Hablamos en genérico. Víctimas de la violencia de género, sin saber si era María, o Carmen o Julia; de la inmigración, que de cuando en cuando nos regala un nombre, como el pequeño turco Aylan, o Mohamed, cuya foto en una playa dio la vuelta al mundo. O de la guerra del Yemen o la hambruna en Sudan. Que tampoco se llaman de ninguna manera.
          Miramos de pasada en el telediario las imágenes de pateras a la deriva, de manos y pies lacerados por las afiladas concertinas, de camiones frigoríficos con macabra carga humana, de ruinas humeantes donde había una vivienda, o un colegio o un hospital; de niños de ojos inmensos con tripas hinchadas, mocos y moscas entre su mirada perdida.
          No poner nombre es un mecanismo de autodefensa, porque nos permite deshumanizar las noticias. Mirar para otro lado, porque no se ha muerto nadie de los nuestros. Nadie con nombre conocido. Sólo Seba Abu Arar. Que ya se nos ha olvidado.

lunes, 6 de mayo de 2019

DE PECES Y ELEFANTES (Cuestión de memoria)

Siempre he presumido de buena memoria, aunque cada vez sean menos las cosas que recuerdo, sospecho que por voluntad propia, porque como Cervantes con su lugar de la Mancha, no quiero acordarme.


          Todos hemos dicho alguna vez, y hemos soportado que nos lo digan, eso  de “tienes una memoria de pez”, para resaltar que alguien es incapaz de recordar que comió a mediodía, donde dejó las llaves o el teléfono, o el nombre de la persona con la que ha hablado hace unos minutos.  Y en cada ocasión me he preguntado por qué los comparamos con los peces, qué sepa Dios lo que  recuerdan estos bichos en libertad o en el acuario, que son decorativos y nutritivos, pero poco o nada interesantes.


          Memoria de pez. Pues mira por dónde me he topado con un estudio de no sé qué universidad de Canadá (que allí no tendrán problemas más serios), que desmonta la teoría, que nos asegura que esos animalitos que dan vueltas en la pecera sin rumbo fijo, o que caen en masa en las redes de pescadores, son capaces de recordar lugares y situaciones durante al menos doce días y no solo unos segundos, como se creía hasta ahora. Gran descubrimiento.


          Pero no es de peces de lo que quería hablar, sino de memoria. De la nuestra, la de los humanos, que va camino de elevar la de los peces a la categoría de la de los elefantes (que dicen que tienen mucha, tampoco sé como lo han averiguado). Y así va el mundo. Tal vez sea verdad el manido tópico de que hoy en día, todo sucede con tal rapidez, que no nos da tiempo a procesarlo convenientemente y a almacenarlo para usarlo en el momento preciso. Más que nada, para no tropezar en la misma piedra, que es a lo que estamos abonados.


          Seguro que ningún pez tropezaría. Y mucho menos, un elefante. Nos cuentan, por activa y por pasiva, que hay que recordar la Historia, ante todo para no repetir errores. Pues más que olvidada la tenemos. A nuestro alcance están, gracias a las bibliotecas, las hemerotecas y el superpoderoso Google (hasta con la Wikipedia), la posibilidad de conocer al dedillo cómo han pasado las cosas, de dónde venimos, lo que hemos ganado y lo que podemos perder.


          Y nosotros, erre que erre. O tal vez debería, por cuestión de género, decir “nosotras”. En femenino plural, porque somos los peces que más tenemos que perder con eso de la memoria corta.


          Ha habido elecciones hace unos días. Ya se ha hablado mucho del resultado (nunca lo suficiente, aunque nos fatigue), y alguna seguimos con los pelos de punta porque nos aterra la suma final. Y la aparición estelar de quienes pretenden mandarnos a ese pasado que, al parecer, muchos y muchas han olvidado.


          Por eso se impone un esfuerzo, para convertirnos en elefantes y ejercitar la memoria en los pocos días que quedan para la nueva cita con las urnas. Triple, por cierto, e importante en los tres casos.


Hay que hablar con los mayores, acudir a los libros, buscar y rebuscar en los recuerdos, propios o ajenos, esos momentos, no tan lejanos, en los que no se podía votar, ni decidir cuándo ser madre, ni trabajar en según qué cosas (que no decidíamos nosotras, por supuesto), ni tan siquiera viajar solas o abrir una cuenta bancaria.


          Hay que conseguir que los peces sigan en su urna de cristal, o mejor, en el fondo del mar, y sea la memoria poderosa de los elefantes la que nos impida equivocarnos. Que no queremos que nos reconquisten, ni seguir dando vueltas en el acuario o cayendo en cualquier red que nos tiendan.

miércoles, 1 de mayo de 2019

Desde Macondo. EL COLOR DEL DINERO

Por muchos años que cumpla, y ya va siendo una cantidad digamos respetable, no dejaré de asombrarme de la capacidad que tienen  los “amos del mundo”, léase mercados o los diferentes índices selectivos de cualquier lugar del planeta, de acomodarse a las más diversas circunstancias, de forma que siempre salgan ganando. Mejor dicho, de ganar más que antes.
          Y aún así, me ha sorprendido sobremanera que, unas pocas horas después de las elecciones haya subido el IBEX 35, el que agrupa a las empresas más poderosas de nuestro país. Habiendo ganado, como así ha sido, un partido de izquierdas que, a priori, parece muy alejado de su ideología y, sobre todo de sus intereses.
          Va a ser verdad que el dinero no tiene color. Ni olor. Y eso, desde antiguo. Se cuenta que durante el mandato del emperador Vespasiano (69-79 después de Cristo.) se estableció en Roma un gravamen sobre los orines (para que veáis que en materia de impuestos ya está todo inventado) que, vertidos en la “cloaca máxima”, eran utilizados por artesanos -curtidores, lavanderos,- en sus manufacturas. La orina en la Antigua Roma era muy apreciada por su alto contenido en amoniaco, que mezclado con agua constituía un perfecto blanqueante. La “olorosa” peculiaridad de ese nuevo tributo, mereció la reprobación del hijo del emperador, Tito, que criticaba que el Estado se lucrara con algo tan, digamos poco glamuroso.
          Fue entonces cuando Vespasiano, ofreciéndole unas monedas para comprobar su olor, ciertamente inexistente, pronunció esa expresión-“pecunia non olet”, el dinero no huele, que ha pasado así a la historia. El dinero es dinero, y vale lo que vale, venga de donde venga. Con independencia de que su origen sea lícito o no. Y que se consiga con un gobierno de derechas, de izquierdas o de más allá de ambos conceptos, a un lado o a otro.
          O tal vez sea la tranquilidad de sentirse poderoso, con la sartén por el mango. Si estos no se portan bien, si rebasan los límites que ellos consideran razonable, pues ya se hará lo que se tenga que hacer para que cambien. Desde una crisis provocada a una guerra, que de ambas cosas tenemos ejemplos.
          Tenemos la resignación que da la certeza de que, hagamos lo que hagamos, nos irá un poquito mejor o peor, sin estridencias. Vamos, que no tendremos que hacer ingeniería fiscal para ocultar los millones que nos sobran.
          El IBEX está contento, y es lo que vale. Igual nos salpica un poco de su alegría y se reduce un poquito, uso centímetros, la brecha de la desigualdad. Seguro que a todos, a la gente de bien me refiero,  nos daría igual el color del dinero si sirviera para que no hubiera hambre, ni pobreza, ni precariado, ni dependientes o ancianos sin atenciones básicas, ni niños en riesgo de pobreza o exclusión.
          Pero me estoy dejando llevar. A los españolitos de a pie, a los que no cotizamos en Bolsa,  nos importa el color del dinero. Y mucho. Que no es igual rojo que naranja o verde. O azul.