Al buen hambre no hay pan duro. Lo dice
el refrán español y, con sus variantes, tiene traducciones en todas partes del
mundo. Lo dejó dicho Cicerón: Optimum condimentum est fames ( El mejor
ingrediente [de la comida] es el hambre). Y a esto, al hambre, se han agarrado
las autoridades brasileñas, concretamente las de Río de Janeiro, que ha
presentado a bombo y platillo la solución para dar de comer a tanto pobre como
puebla sus calles.
La farinata, que así se llama el
remedio milagroso, es un suplemento compuesto por alimentos próximos a caducar,
que se pretende repartir para erradicar la hambruna en la mayor ciudad de
Brasil. Los alimentos no vendidos por los supermercados son transformados en un
compuesto a través de un proceso de deshidratación en un laboratorio, y ya
está. Listo para echar a los hambrientos. "Este es un producto
bendecido", proclamó el alcalde. A saber lo que habrán gastado en dar con
la “fórmula” mágica.
Dicen que tiene el mismo valor
nutricional que un alimento fresco, que puede conservarse durante años y, en el
súmmum de sus virtudes, ayudaría a las empresas de alimentación a "reducir
costos". De hecho, se han anunciado exenciones fiscales a los
supermercados que colaboren con la iniciativa. Vamos, todo virtudes, se mire
por donde se mire.
Hasta aquí, los hechos puros y duros.
Obviando, claro está, a los destinatarios, que quedan reducidos a poco más que
bocas abiertas para engullir lo que les echen, que para eso son pobres. “Comida
para perros" o "ración humana", son alguno de los adjetivos que
ha cosechado este invento del siglo, que ha conseguido indignar a casi toda la
gente de bien y hasta ha levantado el interés de la Fiscalía. La Iglesia
católica, por el contrario, apoya la medida a capa y espada. Curioso.
Ah, y va a ser distribuido en las
escuelas. No tengo muy claro si llegué a tomar alguna vez la leche en polvo que
se repartía en mi colegio, gentileza del franquismo y la Sección Femenina. Sí
recuerdo claramente unos botellines de leche aguada y sabor extrañamente
químico (cuando no conocíamos más que las lecheras de aluminio, procedentes
directamente de la vaquería y puesta a hervir tres veces), que recogíamos en el
recreo, y que tomaba con la nariz tapada. Supongo que a alguien le sabría a
gloria. Pero este no es el caso, que de eso hace mucho tiempo, y estamos en el
siglo XXI.
Claro que hay hambre en el mundo, y que
ni la FAO, ni la ONU ni nadie son capaces de erradicarla; que el cambio
climático y su incidencia en las cosechas está agravando aún más el problema.
Que aquí, en el primer mundo, tomamos barritas y batidos incomibles para
sobrellevar la epidemia de obesidad, que ya es otro de los males de nuestros
días.
Pero de ahí a inventar un “pienso”, a
condenar a los pobres a no conocer el sabor de una naranja fresca, o un tomate,
o la textura de un filete o un trozo de pescadilla…
Por supuesto que el hambre es peor, pero
leer la noticia del “descubrimiento” de la farinata me produjo una inmensa tristeza, me trajo de inmediato a la cabeza
la imagen de los niños comiendo una insípida papilla, día tras día, y
haciéndose hombre así, como se engorda a un cerdo o a una oca para que
proporciones exquisitos jamones o patés.
Cuando Rebeca llegó a la casa de los Buendía,
tras un penoso viaje, no
lograron que comiera en varios días. Nadie entendía cómo no se había muerto de
hambre, hasta que los indígenas, que se daban cuenta de todo, descubrieron que
se alimentaba de la tierra húmeda del patio y las tortas de cal que arrancaba
de las paredes con las uñas.
Pero eso fue en otro siglo, y en
Macondo, que, como todos sabemos, todos sabemos, es un lugar
imaginario.