Oficialmente empieza hoy, a las 12,07, y durará 93 días y 15 horas, hasta
el 23 de septiembre, cuando los calendarios den paso al otoño. Y digo los
calendarios, porque ni en lo meteorológico, ni en lo que siempre hemos
considerado normal en cada época del año, las cosas son como eran.
No sé en qué momento cambiaron las estaciones. En todo. No sólo en el clima, que también, por aquello de que nos estamos cargando el planeta. Pero hablo de otra cosa, del transcurrir normal de los días, las semanas, los meses… El otoño, comienzo de casi todo; el invierno, inevitable para esperar tiempos mejores; la primavera, promesa de nueva vida. Y del verano, fin de ciclo a la espera de volver a empezar.
Un largo y cálido verano. Con su sopor, sus calores, los días larguísimos esperando el fresco de la noche. La vida entre paréntesis, con todo lo importante esperando hasta septiembre. Lecturas intrascendentes, diversiones más orgánicas que otra cosa, playa, siesta y terrazas. Y periódicos delgaditos, llenados a duras penas con fiestas de pueblo, reportajes intemporales, consejos de salud o de cocina, apuntes de viajes, imágenes de mar y pueblos, de aeropuertos repletos, de sombrillas y maletas o de largas colas de operaciones salida-retorno.
Y poco más. Algún suceso y las inevitables “serpientes de verano”, que daban mucho juego a la hora de enfrentarse a la página en blanco. Así en todas partes. También en Macondo, cuando coincidiendo con el calor llegaban los gitanos, siempre con algo nuevo con lo que entretener los largos y sofocantes días. Una vez fue el hielo, nunca visto por aquellos calurosos lares; otra, el imán, al que se pegaban cucharas y sartenes como por arte de magia, y la lupa, que podía crear el fuego sólo con dirigirla al sol; y el catalejo, que mostraba las montañas más allá de la ciénaga. Y hasta una presunta alfombra voladora.
No sé en qué momento cambiaron las estaciones. En todo. No sólo en el clima, que también, por aquello de que nos estamos cargando el planeta. Pero hablo de otra cosa, del transcurrir normal de los días, las semanas, los meses… El otoño, comienzo de casi todo; el invierno, inevitable para esperar tiempos mejores; la primavera, promesa de nueva vida. Y del verano, fin de ciclo a la espera de volver a empezar.
Un largo y cálido verano. Con su sopor, sus calores, los días larguísimos esperando el fresco de la noche. La vida entre paréntesis, con todo lo importante esperando hasta septiembre. Lecturas intrascendentes, diversiones más orgánicas que otra cosa, playa, siesta y terrazas. Y periódicos delgaditos, llenados a duras penas con fiestas de pueblo, reportajes intemporales, consejos de salud o de cocina, apuntes de viajes, imágenes de mar y pueblos, de aeropuertos repletos, de sombrillas y maletas o de largas colas de operaciones salida-retorno.
Y poco más. Algún suceso y las inevitables “serpientes de verano”, que daban mucho juego a la hora de enfrentarse a la página en blanco. Así en todas partes. También en Macondo, cuando coincidiendo con el calor llegaban los gitanos, siempre con algo nuevo con lo que entretener los largos y sofocantes días. Una vez fue el hielo, nunca visto por aquellos calurosos lares; otra, el imán, al que se pegaban cucharas y sartenes como por arte de magia, y la lupa, que podía crear el fuego sólo con dirigirla al sol; y el catalejo, que mostraba las montañas más allá de la ciénaga. Y hasta una presunta alfombra voladora.
Y así, mucho más allá de cien años de soledad.
Siempre. Las serpientes de verano daban mucho juego para entretener las
tertulias en las terrazas, los corrillos en las plazas y los atardeceres al
fresco del patio. Asomando julio, y antes a veces, cualquier periódico o noticiero de radio y televisión tenían su
propia historia para pasar los meses de sequía informativa. Desde avistamientos
de OVNIS hasta descubrimientos más o menos famosos, antiguas historias con
pistas nuevas, crímenes espeluznantes que volvían a la luz o simplemente,
amores y desamores de personajes y personajillos.
Eran bichitos inofensivos, entretenidos, curiosos,
que volvían a su guarida apenas asomaba septiembre. Pero hace tiempo que
mutaron en sapos y culebras. En los peores bichos que la naturaleza, la
Historia o la Mitología, nos han dejado de herencia. La Hidra, la Gorgona, la
Medusa, la serpiente emplumada y hasta la de Adán y Eva que nos expulsó para
siempre del Paraíso condenándonos a ganar el pan con el sudor de la frente.
Y se acabó la dulce monotonía del verano.
Ahora hablamos, también en julio y en agosto, con
40 grados a la sombra, de economía, de corrupciones y juzgados, de paro, de
precariado, de “nimileuristas”, de trabajo basura, de pateras, que se
multiplican con los calores…
Hablaremos del Gobierno, que acaba de llegar y se
supone que no tendrá vacaciones. Y que tendrá que hacer todo muy deprisa, que
le queda poco tiempo y que, por lógica, tiene que hacerse omnipresente,
colándose entre la sandía y el gazpacho, bajo la sombrilla, en los paseos mañaneros de los pueblos, y en
las charlas nocturnas buscando el fresco.
No tendremos un verano tranquilo y, después de muchos
otros de intranquilidad, me alegro. Porque el ambiente es menos rancio, el aire
menos denso y, hagan los grados que hagan, se respirará mejor.
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