Estoy impaciente por escuchar la
nueva orquesta. Aunque no suene exactamente a música celestial, ya se ha dado
el primer paso para localizar y eliminar los instrumentos chirriantes, los que
no llevaban el compás, los que iban a su bola saltándose todas las reglas de la
armonía.
Desde el mismo instante en que el
ministro Grande Marlaska anunció la retirada de las concertinas comencé a soñar
con una melodía distinta, sin gritos ni lamentos, aunque lejos aún de ser la
pieza perfecta. Que es cuestión de ensayos y de valentía.
No sé quien tuvo la diabólica idea
de llamar concertinas a las cuchillas que siegan como hoces las ansias de
futuro de los inmigrantes subsaharianos. Tal vez alguien que quiso dejar claro
que en este concierto de instrumentos desafinados en que se ha convertido
nuestro día a día, la única música que nos es dado escuchar es la indiferencia,
como alternativa al quejido y al llanto..
Sea como sea, hay cierta maldad
subyacente en el nombre. El concertino es, sin duda, el violín que mejor suena en
una orquesta, el primero, el encargado de ejecutar los solos más brillantes. En
femenino, se llama concertina a una especie de acordeón de forma hexagonal u
octogonal. Algo así como el bandoneón que acompañaba a Gardel. En uno y otro
caso, sea del género que sea, nada que ver con dolor, sangre y destrucción.
Salvo que hayan cogido el término por los pelos y lo asocien a réquiem, que
muertos también hemos tenido.
Llevamos años soportando a los
directores de esta orquesta inhumana y cruel, que nos han cambiado la letra y
la música. Y hasta los instrumentos. No hay en su partitura notas para la
solidaridad, el respeto, la compasión, la melodía esperanzadora que te
transporta a un mundo mejor o que, al menos te aleja temporalmente de las
miserias de éste. La batuta ha mutado en
sable. Y todos los instrumentos están desafinados. Tocan en su propia clave, a
su compás. Sin armonía que valga.
Pero ahora hemos cambiado de
dirección de orquesta. Tras mucho tiempo de asistir pasivamente a un concierto
en el que todo suena mal, de taparnos los oídos por no vernos obligados a
aplaudir; de tragar las insidias y las más que falsas explicaciones de que las
letales cuchillas sólo causan lesiones leves, volvemos esperanzados al
concierto.
Alguien ha decidido acallar las
concertinas, impedir que sigan sonando, poner en evidencia a quienes las han
justificado, y que igual hasta han
disfrutado con los gritos de dolor, como otros disfrutamos de una sinfonía de
Beethoven o una ópera de Verdi.
No es, evidentemente, el paso
definitivo, que queda mucho por hacer en el oscuro asunto de la inmigración.
Pero por el momento, ha conseguido que empecemos a asociar concertinas con
música de verdad, y no con dedos amputados o jirones de piel colgando de espaldas
sangrantes.
Y que podamos disfrutar de un concierto, de un solo de violín, o del fascinante
sonido del bandoneón interpretando un tango sin escuchar de fondo los gritos
desgarradores de quienes sienten en sus carnes el sonido de esos instrumentos diabólicos.
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