Pensando pensando qué
escribir sobre la Constitución, que cumple mañana 35 años, me he sorprendido
tarareando las Cartas Amarillas que cantaba Nino Bravo. Y busqué entre tus cartas amarillas, y mis brazos vacíos se cerraban
aferrándose a la nada intentando detener mi juventud…Qué cosas tiene la
mente. Asusta porque va de por libre y te marca el camino y así, por su cuenta,
pone un titular al artículo. Cartas Amarillas cuando quisieras poner Carta
Magna, Ley de Leyes, Norma Fundamental, Pilar de la Democracia. En fin, no les
quepa duda de que todas estas definiciones, y más, van a leer y escuchar en los
mil y un actos que se celebrarán a lo largo y ancho de la geografía patria.
Se
hablará de vigencia, incluso de necesidad de reforma. De autonomías y de la
Corona, de lealtades y deslealtades. Se cantará el himno nacional, se soltarán
palomas blancas…Y hasta el año que viene, en que recibiremos otra carta
amarilla.
Por
razones de oficio, durante un cuarto de siglo de vida laboral, y antes en la de
estudiante, he mantenido un estrecho contacto con la Constitución. La he
manoseado, desmenuzado, la he leído de principio a fin, los derechos, los
deberes, las garantías, título a título, desde el prefacio al refrendo. Conozco,
casi de memoria, cada término. Libertad, seguridad, protección a la infancia, a
la juventud, a los mayores, garantías jurídicas, igualdad, no discriminación,
derecho a la cultura, libre expresión…
Y
hoy por hoy, sólo pienso en una carta amarilla, gastada por el tiempo y el desuso. Una de esas cartas de un antiguo amor que prometía fidelidad eterna,
pasión sin límites, entrega incondicional…y que se despidió a la francesa
rompiéndote el corazón y el futuro. Guardas
la carta para mortificarte, para imaginarte lo que podría haber sido y no fue.
Para recordar tiempos felices, de esperanza, de seguridad. Esos tiempos en que
pensabas que, bajo ese paraguas estabas a cubierto, por muy fuerte que fuera el
chaparrón.
Vuelves a hojear la Constitución para comprobar cómo se ha oscurecido,
como amarillean sus páginas y cómo cuesta ya leer las palabras hermosas que te
cautivaron en su juventud. Han escrito sobre ellas, las han reinventado,
dejando un borrón donde antes había luz, donde competían sanamente los términos
más hermosos del diccionario. Libertad, igualdad, paz, justicia social…
Desde
aquella maldita modificación, con agosticidad y alevosía para incluir el techo
de déficit de nuestros dolores, la Ley
de Leyes es una simple carta amarilla en la que ya no puede leerse derecho al
trabajo, a un salario suficiente, a vivienda, igual acceso a la educación, la
sanidad o la justicia. A una vida digna. A una dosis mínima de alegría que palie
tantas tristezas.
Y
mi mente, que vuelve por sus fueros, recuerda otra Constitución, el efímero
texto redactado por las Cortes de Cádiz en 1812. Si yo tuviera que redactar un
texto constitucional sólo escribiría un artículo, a modo de consejo a
gobernantes:“El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin
de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la
componen”. Artículo 13.
Esa
carta nunca se pondría amarilla.
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