Hace mucho tiempo que desistí del empeño
de ver salir un pajarito de esos huevos que encontrabas y que colocabas en una
caja, envueltos en cualquier trapo. Mucho tiempo desde que buscaba en las casas
en ruina a las crías caídas del nido, unas sin plumas y con los ojos cerrados,
y otras que ya daban sus primeros picotazos, y a las que alimentaba con bolitas
de pan mojado en agua, mientras me indignaba al cruzarme con niños cargados de
piedras y tirachinas, los pocos juguetes que había entonces.
Y
entonces, como ahora, me parecía horrible matar a un gorrión. Ver en la pared
de un bar el “Hay pajaritos fritos”, que por supuesto nunca probé y, más
adelante, conocer la cruzada emprendida por los chinos, bajo la mano de hierro
de Mao, contra los gorriones. Los científicos habían calculado que cada gorrión
comía cuatro kilos y medio de granos por año, y que por cada gorrión que
mataran, iba a haber comida para 60.000 personas más. Se estima que, como consecuencia de la
campaña, murieron cientos de millones de aves. Y ahí fue cuando comenzó el verdadero problema,
porque los líderes chinos se dieron cuenta de que los
gorriones no solo comían granos: también comían insectos. Sin los
gorriones, los cultivos comenzaron a ser diezmados de manera brutal.
No
sé qué pasa ahora. No hay un Mao al que echar la culpa, pero parece que nos
estamos quedando sin gorriones, que en Europa hay un 63 por ciento menos de los
que había hace unos años y que en España, en sólo una década, hemos perdido entre
diez y doce millones de estas aves que nos acompañan en el campo, en la ciudad,
y en cualquier sitio donde estamos, porque los gorriones están donde estamos
nosotros.
Hablan
del cambio climático, de pesticidas y plaguicidas, incluso de especies invasoras
que los estén desalojando de su mundo habitual. Puede ser. Porque los gorriones
no emigran. Nacen y se quedan para siempre en ese lugar; hasta que los echamos
y damos un pasito más para hacer un mundo peor, más inhóspito, en el que ya
nadie trepará a un árbol para devolver al nido una cría caída.
Algo
estamos haciendo mal, muy mal, para que se vayan las abejas y las golondrinas,
para que no veamos gorriones en las calles y los parques comiendo miguitas o
cualquier otra cosa.
En
Macondo hubo también una “peste de los pájaros”. Caían del cielo muertos de
calor, y las mujeres los barrían a la hora de la siesta. Sólo El
anciano padre Antonio Isabel vislumbró en los pájaros muertos una señal de
aviso, el presagio de las futuras tragedias. Del diluvio.
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