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jueves, 24 de marzo de 2016

Desde Macondo. MATAR A UN GORRIÓN

Hace mucho tiempo que desistí del empeño de ver salir un pajarito de esos huevos que encontrabas y que colocabas en una caja, envueltos en cualquier trapo. Mucho tiempo desde que buscaba en las casas en ruina a las crías caídas del nido, unas sin plumas y con los ojos cerrados, y otras que ya daban sus primeros picotazos, y a las que alimentaba con bolitas de pan mojado en agua, mientras me indignaba al cruzarme con niños cargados de piedras y tirachinas, los pocos juguetes que había entonces.
      Y entonces, como ahora, me parecía horrible matar a un gorrión. Ver en la pared de un bar el “Hay pajaritos fritos”, que por supuesto nunca probé y, más adelante, conocer la cruzada emprendida por los chinos, bajo la mano de hierro de Mao, contra los gorriones. Los científicos habían calculado que cada gorrión comía cuatro kilos y medio de granos por año, y que por cada gorrión que mataran, iba a haber comida para 60.000 personas más. Se estima que, como consecuencia de la campaña, murieron cientos de millones de aves. Y ahí fue cuando comenzó el verdadero problema, porque los  líderes chinos se dieron cuenta de que los gorriones no solo comían granos: también comían insectos. Sin los gorriones, los cultivos comenzaron a ser diezmados de manera brutal.
       No sé qué pasa ahora. No hay un Mao al que echar la culpa, pero parece que nos estamos quedando sin gorriones, que en Europa hay un 63 por ciento menos de los que había hace unos años y que en España, en sólo una década, hemos perdido entre diez y doce millones de estas aves que nos acompañan en el campo, en la ciudad, y en cualquier sitio donde estamos, porque los gorriones están donde estamos nosotros.
       Hablan del cambio climático, de pesticidas y plaguicidas, incluso de especies invasoras que los estén desalojando de su mundo habitual. Puede ser. Porque los gorriones no emigran. Nacen y se quedan para siempre en ese lugar; hasta que los echamos y damos un pasito más para hacer un mundo peor, más inhóspito, en el que ya nadie trepará a un árbol para devolver al nido una cría caída.
       Algo estamos haciendo mal, muy mal, para que se vayan las abejas y las golondrinas, para que no veamos gorriones en las calles y los parques comiendo miguitas o cualquier otra cosa.
       En Macondo hubo también una “peste de los pájaros”. Caían del cielo muertos de calor, y las mujeres los barrían a la hora de la siesta.  Sólo El anciano padre Antonio Isabel vislumbró en los pájaros muertos una señal de aviso, el presagio de las futuras tragedias. Del diluvio.

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