Hay siete
cielos en el islam. Y son siete los brazos de la menorah, el candelabro judío.
Siete fueron según la Biblia las vueltas de los israelitas alrededor de Jericó
en el séptimo día fuera de sus murallas. Siete las palabras de Jesús antes de
morir en la cruz. Y los días de la creación, los pecados capitales o los
mandamientos del Talmud.
El siete es un número especial para todas las
culturas, para todas las religiones, para todas las disciplinas. El setenta,
también. Esta semana se han cumplido dos 70 aniversarios, el de la creación del
Estado de Israel para los judíos y el de la Nakba, la Catástrofe, para los palestinos. Y lo ha hecho con sangre,
con un número muy distinto del siete, y del setenta veces siete. Con 58 muertos
y 2700 heridos, todos palestinos.
Era
un buen momento para practicar el perdón que predican ambas religiones, el que
escribía Mateo en el Evangelio, y se ha
convertido en todo lo contrario, en un festín de odio, de desproporción, de
sangre. Y era el momento, en el séptimo día tras la ruptura del acuerdo con
Irán, elegido por Trump para inaugurar su embajada en Jerusalén. Para echar más
leña a un fuego que arde desde hace setenta años, y que necesita bien poco para
reavivarse.
No
es que Israel necesite que le toquen los pitos para arrancarse, pero se lo han
puesto en bandeja. Día perfecto para que coincidieran la fiesta y el drama.
Mientras unos cuantos mandatarios lucían sus mejores galas (con Ivanka Trump de
anfitriona), los soldados israelíes disparaban contra todo lo que se movía,
mujeres y niños incluidos.
Muchos
de ellos, con las llaves de sus casas en el bolsillo, las que tuvieron que
abandonar hace setenta años, y que aún confían en recuperar, como los sefardíes
expulsados de España en el siglo XV, que se han pasado durante generaciones las
llaves de sus viviendas en Toledo, en Cáceres o en Burgos.
Todos
sabíamos lo que iba a pasar en este setenta aniversario “amenizado” por la
ocurrencia de Trump. Lo sabía él, en su cruel inconsciencia, lo sabía la ONU y todos los
gobiernos del mundo. Y ha pasado.
Cierto
que Jerusalén, la ciudad santa para cristianos,
judíos y musulmanes lleva siete décadas en el ojo del huracán. Para los
cristianos, por la pasión y muerte de Jesús,
para los judíos, por el Templo de Salomón, del que sólo queda en pie el Muro de
las Lamentaciones, para los musulmanes, por la Cúpula de la Roca, desde la que
Mahoma fue elevado al cielo.
Y
por todo esto, o sólo por esto, estamos contando muertos setenta años después.
Y muy lejos de poder perdonarnos ni siete ni setenta veces siete.
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