Hoy
es el día, y la suerte está echada. Hemos llegado hasta aquí tras una semana
tormentosa, en lo meteorológico también, que empezó con la primera sentencia de
la Gurtel y nos ha traído hasta el debate de una complicada moción de censura.
Por el camino, y por esos caprichos de la mente, han pasado por mi cabeza, como
si de una serie de diapositivas se tratara, los siete pecados capitales.
Tal
y como los aprendí en el colegio allá por la prehistoria; en el mismo orden en
el que figuraban en ese pequeño Catecismo que teníamos que sabernos al dedillo,
y hasta con su correspondiente virtud contrapuesta. Con música por supuesto, como
las tablas de multiplicar Contra soberbia, humildad, contra avaricia, generosidad….
Los
pecados capitales. Mucho más que los
siete magníficos, que el término «capital» (de caput, capitis,
"cabeza", en latín) no se refiere sólo a la magnitud del pecado sino
a que da origen a muchos otros según santo Tomás de Aquino. Y todos, todos, los
he encontrado en una semanita para olvidar.
La
sentencia de la Gurtel ha sacado lo peor de lo peor de nuestros gobernantes,
todos tan píos, tan amantes de procesiones, vírgenes y santos, que, a tenor de
lo visto, oído y sentenciado, deberían estar en ese infierno con que nos
aterrorizaban curas y monjas mientras canturreábamos como loritos la lista de
pecados capitales.
La
soberbia está clara. No hay más que
darse una vuelta por los titulares de los periódicos. Nada de pedir perdón, eso
no va conmigo, eso es cosa del pasado. La avaricia,
tres cuartos de lo mismo. Sin pensar en el sufrimiento que han causado los
recortes, y que siguen causando. Para la ira,
no se me ocurre nada mejor que repasar la comparecencia de Cospedal, rabiosilla
y permitiéndose dar lecciones. La gula
no va sólo de excesos en comida y bebida, que también, sino en de excesos en
general, y de esos, no hace falta esforzarse para encontrarlos.
¿La pereza? Pues también. Que trabajando
honradamente no habría cuentas en Suiza ni sobres de tipo alguno. La envidia
supongo que será una competición entre ellos mismos, a ver quien llega más
lejos, con más cargos, con más poder sobre propios y extraños. Y ya puestos,
hasta les cuelgo la lujuria, por
aquello de la erótica del poder, que hace que se aferren como ladillas a los
sillones, a costa de lo que sea.
Mucho
antes del Catecismo, en el siglo IV, un gobernador romano escribió la “Psychomachia” un
poema épico en el que, en forma de batalla, se enfrentaban los pecados y las
virtudes. Ganaban los buenos, como debe
ser. Pero han pasado muchos siglos, los tiempos
han cambiado y, si la moción de censura, o un milagro, no lo remedian, seguiremos hablando de pecados
capitales.
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