No sé yo si en esta España de los
recortes, de investigación y desarrollo maltratados y de cultura como la
hermana pobre de la fastuosa recuperación económica, en este país en el que los
camareros crecen al ritmo al que se marchan los jóvenes mejor preparados,
cabría incluir la “biblioterapia” en los cuidados a financiar por la también
depauperada Seguridad Social.
Pero no vendría mal. Es más, vendría muy
bien que se invirtiera más en Bibliotecas que en Defensa, en libros que en
tanques, en formación sólida que en empleos miserables en temporada turística. Los
libros curan muchos males y previenen muchos más. Pero claro, no dan dinero
inmediato, y en estos tiempos, en los que se piensa más con la cartera que con
la cabeza, no son buen negocio.
Hasta peligroso puede ser, que no
conozco un gobernante que no desconfíe de la gente que piensa, que analiza, que
sabe y puede comparar, porque, entre otras cosas, ha aprendido en los libros. Y
esto no es nuevo. El término biblioterapia aparece por primera vez en un
artículo publicado en una revista en 1916, en el que se habla de un tal doctor
Bangster, que receta libros a quien los pudiera necesitar. No hace mucho, leí
la reseña de un “Manual de Remedios Literarios”, escrito por dos autoras británicas, que al parecer
contiene, ordenadas por índice alfabético, proposiciones de lecturas comentadas
para más de 400 dolencias, tanto físicas como psicológicas.
No sé si estará traducido al español,
pero me encantaría leerlo, porque los
que hemos descubierto el placer de la lectura sabemos que el libro adecuado en
el momento preciso puede cambiarnos la vida. O hacerla más llevadera, cuando
menos. Pero el manual promete más, promete remediar, pasando páginas, desde la ansiedad, o baja autoestima, a catarros
frecuentes, calvicie, falta de apetito sexual, anginas, insomnio, vergüenza,
pesadillas, miedo a volar, estrés, dolor de espalda… En la lista de “fármacos”
están desde autores clásicos hasta los
más modernos, desde novelones de siempre, como Madame Bovary, a obras de Vargas
Llosa, pasando por poesía.
Este manual
no deja de ser una anécdota, porque los libros llevan siglos curando. Todos los
libros, hasta el peor, que cualquiera sirve para evadirnos de la prisión de
nuestros días y darnos la libertad de vivir mil y una noches distintas, en
situaciones y paisajes diferentes, en mundos que tardaríamos siglos en conocer
desde nuestro sofá o nuestra oficina.
Cervantes decía que «en algún lugar de
un libro hay una frase esperándonos para darle un sentido a la existencia». A
su modo, se adelantó a la Biblioterapia, aunque a su personaje universal lo
hubieran vuelto loco, o le hubieran dado la mayor de las corduras, los libros
de caballería.
En plena Semana del Libro, cuando
recordamos a Cervantes y Shakespeare, que tantas veces nos han curado, no se me
ocurre mejor terapia que agarrarse a la lectura para sobrevivir, para vivir
vidas distintas, para imaginar, para relativizar, para comprender, para
evadirse o para centrarse, para saber o para olvidar. Para despertarse o para
soñar.
La ficción nos aparta
misericordiosamente del insufrible día a día; los héroes y heroínas, con sus
grandezas y sus miserias, borran de un plumazo a los corruptos, los intolerantes, los fanáticos, los inhumanos e
insolidarios que nos sobrevuelan; otras guerras, ya superadas, apagan los
sonidos de las bombas actuales; grandes males, incluso de amor, minimizan
nuestras tragedias cotidianas.
Todo ventajas. Leer es lo mejor que
podemos hacer mientras esperamos que esto se arregle, que nuestros políticos se
den la vuelta como un calcetín, que a Europa le crezca un corazón donde ahora
sólo hay una cartera, que el Mediterráneo sea el mar de todos y que dejen a
Dios, con cualquiera de sus nombres, en paz.
Aunque para los de siempre, leer sea una
terapia peligrosa.
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