No
es que me quiten el sueño las relaciones entre nuestros cuatro reyes
(¡Cuatro!), y mucho menos, las de suegra y muera, o abuelas y nietas, que
bastante tiene cada una en su casa y con sus cosas. Pero no voy a ser la única
que no opine de la “cuestión de Estado” en que hemos convertido un episodio
ciertamente desagradable y poco edificante, que la Casa Real ha resuelto con la
providencial enésima operación de cadera del emérito, que ha permitido foto
familiar de reconciliación con sonrisas de esas que amenazan con rajar la
comisura de los labios.
Vaya
por delante que cuando menos es extraño que nos escandalicemos por el
desencuentro entre las reinas, y veamos normal tener el doble de testas
coronadas que en cualquiera de los pocos países que conservan tan atávica
institución. Cuatro, pues cuatro. Como si nos hubieran dicho que media docena.
Ampliamos el pedestal, y andando. Total, no ocupamos el mismo espacio. Ellos en
su cielo y nosotros, en nuestro cielo.
De
toda la vida sabemos que los reyes, en general, son distintos a nosotros. Que
aunque no venga en el Génesis, Dios creó al hombre, a la mujer y luego, a la
Monarquía. Y la situó por encima del bien y del mal y, por supuesto, del resto
de los mortales. Así es, y así nos lo han contado, desde pequeñitos.
Saturada
de planos y contraplanos de la puerta de la catedral de Palma, de ver la cara
de perplejidad de la reina emérita, y la de mal genio de la “titular”, de ambos
reyes estupefactos y de la princesita retirando la mano de su abuela (yo me
hubiera llevado un doble rapapolvo, de ella y de mi madre si lo hubiera hecho),
me viene a la cabeza uno de esos cuentos de Andersen, de los troquelados de
toda la vida, que leí cuando apenas aprendía a juntar las letras: La Princesa y
el Guisante. Seguro que a todos os suena.
Una Reina, empeñada en buscar la
mejor esposa para su hijo, somete a todas las candidatas a una dura prueba, la
de detectar un guisante colocado bajo veinte colchones. Sólo así se sabría si
su sangre real era de primera calidad. Docenas de candidatas fueron desechadas,
hasta que llegó la auténtica princesa, que se levantó llena de moratones por la
molestia de la dichosa bolita verde. Y se casó con el Príncipe, y comieron
perdices y todas esas cosas.
En
la época del cuento, yo dormía aún en colchón de lana. De esos llenos de bultos
que no había forma de colocar debidamente. Y que te absorbían literalmente
cuando te tumbabas en la cama. Se movían contigo, dándote la sensación de estar
en un barco a la deriva, porque se balanceaban a cada cambio de postura. Y
pensaba en el guisante, en cómo podría notar alguien una cosa tan pequeña, sin
confundirla con los nudos de la lana.
Efectivamente,
tendría que ser muy especial. Pues eso, de la realeza. Especiales desde la
cuna, y mucho antes. Capaces de vivir en su burbuja de palacios, yates,
cacerías, viajes exóticos y demás, con la única obligación de salir a saludar
de cuando en cuando. Y cobrando generosamente por ello, claro. Sin despeinarse.
Así
es como tiene que ser. Lo hemos aprendido desde pequeños ¿Quién no ha leído un
cuento de príncipes y princesas? Guapísimos, apuestos, bellas hasta quitar el
aliento, viviendo felices desde la primera línea hasta el y colorín colorado…
Ahora
he crecido, que los colchones de lana son un mal recuerdo y que sé casi todos
los cuentos, pero ellos siguen igual. Los reyes y las reinas, los príncipes y
las princesas, no han traspasado las tapas troqueladas del cuento, siguen aquí,
a años luz de nuestras vidas. Y nos seguimos afanando en quitar de sus camas el
guisante que molesta sus reales cuerpos, mientras los nuestros soportan todos
los rigores imaginables.
Qué recuerdos querida M. Ángeles, yo dormía con mi abuela en un colchón de lana, por no hablar del somier, me perdía en la cama, y tan feliz, era muy niña y es lo que había.
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