Mientras en el resto del mundo avanzado
se habla de aviones supersónicos, de estaciones espaciales y hasta de la
conquista de Marte, aquí suspiramos por un trenecito normal, uno de esos que no
va muy deprisa, nada de tren bala, ni tan siquiera alta velocidad, pero que te
lleva a destino en un tiempo prudente, pasa a horarios regulares y no traquetea
demasiado, que los huesos ya no son lo que eran, y se resienten.
Seríamos
moderadamente felices con unos vagones limpios, con cuarto de baño y esas
cosas, y, si pudiera ser, que parara en estaciones convenientemente iluminadas,
con algún banquito para sentarse a esperar, con climatización que nos librara
de los rigores del invierno y del verano y, por pedir, en el colmo de la osadía,
que tuviera una cantina para tomar un café o un bocadillo. Ya veis, pobres
hasta para pedir, y ni eso nos conceden, que el Ministerio de Fomento ha
decidido que no nos merecemos más que unos trenes antediluvianos, que llegan
cuando quieren y se paran cuando les parece.
Cuando
Aureliano Triste decidió vincular Macondo con el resto del mundo sólo pronunció
una frase: “Hay que traer el ferrocarril”. Y unos meses después, un tren amarillo atravesaba la población entre
silbatazos y resoplidos. En sucesivos viajes, el tren trajo la electricidad, y
el cine, y el gramófono. Cada miércoles a las 11 bajaban de sus vagones
personajes extraños con inventos que dejaban a todos boquiabiertos. Que los
conectaban con el presente y el futuro.
Macondo
dejó de ser aldea y empezó a ser ciudad. Hubo un antes y un después del
ferrocarril, como en todas partes. Ahora, que estamos a punto de perder el último
tren, pasan por las vías de la memoria todos los vagones del recuerdo, de lo
que el ferrocarril tiene de progreso y de romántico, de lo que significa ser
una ciudad sin estación, sin conexión con el resto del mundo. Peor aún, con una
de esas polvorientas estaciones que se ven en las películas del Oeste,
habitadas sólo por las zarzas y en las que se refugian los viajeros de las
diligencias y los del Séptimo de Caballería cuando llegan los indios.
Ya
no es noticia que un tren se ha averiado a mitad de camino, que los viajeros,
con sus maletas a cuestas, tienen que cruzar las vías esperando un autobús o un
taxi que los lleve a destino, que los retrasos, en un trayecto de hora y media,
superen las dos horas o que, sin previo aviso, no pase el convoy que estás
esperando. Te enteras porque le ha pasado a un vecino, o porque lo comenta
alguien en el súper o en la barra del
bar. Pero ni sale en los periódicos. Por repetitivo y monótono.
Esta
Semana Santa ha sido la penúltima vez que docenas de viajeros han llegado de
madrugada a su casa, y en taxi. En plenas vacaciones, que el tren no entiende
de fechas señaladas. Se para, y punto.
Hay
que aferrarse con uñas y dientes al último tren que nos queda. Ya nos han
quitado demasiadas cosas, ya nos han aislado por encima de lo soportable y no
pueden condenarnos a andar en diligencia. No hablo de Alta Velocidad (¿Dónde
andará?), ni de conexiones con esa Europa desgarrada e inconexa. Hablo de ese
tren humilde que nos hace de cordón umbilical con otros puntos del país y nos
permite aferrarnos a la idea de que no somos una isla, aislada y a la deriva
condenada a cien o a mil años de soledad.
El
primer tren, con Rey incluido, llegó a Talavera en 1876, repleto de promesas de
futuro. Y ahí se quedó. No hemos avanzado mucho más.
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