Aún no había descubierto Macondo, aunque
ya lo buscaba. Supongo que lo intuía. O tal vez ya vivía allí sin saberlo,
porque casi todo era explicable ya fuera por la magia, por el destino o por la
fantasía. Y los pequeños tropiezos tenían siempre final feliz. Era la
Prehistoria, mi infancia, y el mundo entero, un mundo feliz, estaba por
delante.
Mi
pasaporte, aún en la más tierna minoría de edad, ya estaba lleno de sellos, y
las páginas en blanco eran promesas de mil destinos, de viajes a mil lugares.
En plena semana del Libro, oficial, que para mi todos son días de lectura, es
momento de repasar mí vuelta al mundo en un montón de años. O todas las vueltas
que pienso seguir dando.
Pero
por entonces, cuando descubrí los libros, Europa era la Francia de Los Tres
Mosqueteros, y el Norte de los vikingos; la Rusia nevada de Miguel Strogoff y
el Londres de Dickens, la Suiza de Heidi y la Italia de los relatos de Edmundo
D’Amicis, de Marco buscando a su madre. No habíamos descubierto Alemania.
Tampoco habíamos visto un negro en nuestra vida. África era selva y leones,
América del Norte, indios y bisontes. Colón en el Sur, con muchos relatos de la
Conquista, de los mayas y los incas. Y Asia… la China misteriosa y el Japón de
los samuráis. Ni rastro de Australia y mil sueños de aventuras por los mares
del Sur. Ya había visitado la Isla del y las junglas de Salgari y los desiertos
de Lawrence de Arabia, y las profundidades de la tierra que Julio Verne situó
en un volcán de la remota Islandia.
Quedaban
aún muchas hojas blancas en el pasaporte. Faltaban muchas lecturas que anotar,
con su sello correspondiente. Y viajé a la Macedonia de Alejandro a lomos de
Bucéfalo, pasando por el Olimpo, en la
etapa en que me dio por la mitología. Y por la Inglaterra victoriana del brazo de
Miss Marple en cualquiera de las novelas de Agatha Christie; y a la Rusia
atormentada de Tolstoi y Dostoievski. Y más cerca, pero en un camino igual de
fascinante, que me llevó a fascinante Salamanca de los pícaros españoles, a la
gruta de Segismundo, a la Fuenteovejuna de Lope o al polvo enamorado de Quevedo
flotando entre la Corte y el exilio.
Viaje
fantástico al realismo mágico sudamericano, a los Andes de Lituma y a mi
Macondo añorado, al que siempre vuelvo; al espejo de Borges, y a jugar a la
Rayuela con Cortázar; a las guerras de
Hemingway y a Cuba, a bordo del Pilar, para ayudar al Viejo a pescar el pez.
Vuelo
exprés al almendro de nata con Miguel Hernández, y al olmo viejo con Machado, a
Isla Negra con Neruda, a la alegría con Benedetti...A la Barcelona de Mendoza y
Vázquez Montalbán, al Japón de Murakami, a Nueva York con Auster y a la
impecable Escandinavia con los nuevos maestros de la novela negra.
Decía Cortázar, que “los libros van siendo el único lugar de la casa donde
todavía se puede estar tranquilo”. Entendiendo por casa, claro está, la vida y sus azares. Y qué razón tenía. Sigo de
viaje. Sin patria y sin visados, porque los libros no entienden de fronteras, y
te llevan más lejos que cualquier medio de transporte por supersónico que sea.
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