No sé si el llorado José Luís Sampedro
hubiera escrito, hoy por hoy, su genial “El Río que nos lleva”. Entre otras
cosas, porque no hubiera contado, como inspiración, con las imágenes de las
aguas bravas del Padre Tajo,
en las que los gancheros se dejaban la vida
en su labor de transportar la madera río abajo, desde Guadalajara, hacia los barrancos,
hitas y parameras de La Alcarria,
desembocando finalmente en la vega de Aranjuez.
En todo caso, hubiera llorado de pena,
de rabia y de impotencia al ver el río que nos dejan, el que contemplo cada
día, frente a mi casa, arrastrándose dolorido y maloliente, con más arenas que
agua. Y sin solución a la vista, que desde arriba han decretado la muerte del
río, y nadie hace nada para cambiar el curso de las cosas. Y a quien lo hace,
simplemente se le ignora, que hay intereses más importantes.
Leí hace tiempo que un tribunal de India
declaró los ríos sagrados Ganges y Yamuna “entidades
vivientes”, con el ánimo de que esta declaración ayudará a protegerlos
ríos, ya que a partir de ahora tienen todos los derechos constitucionales y
reglamentarios de los seres humanos, incluido el derecho a la vida. Muy bonito.
Y ojalá sirva de algo, que lo dudo, porque he visto la peor cara de ambos ríos
hindúes, la de la suciedad, la basura, los malos olores…
Pero la India queda muy lejos, y aquí
tenemos nuestra propia “entidad
moribunda”, que está pidiendo a gritos una declaración de amor, tres
palabras que la salven de la agonía y la desaparición irreversible. Hablo del
Tajo, y las palabras son, obviamente, Fin del Trasvase.
En tres décadas viviendo frente al río
he ido viendo su decadencia, más lenta al principio, a pasos agigantados ahora,
y desapareciendo a golpe de anuncios en el BOE. De 20 en 20 hectómetros
cúbicos. Cuarenta a veces. Y hasta sesenta. La última, hace una semana, y con
los pantanos mirando desesperadamente al cielo.
Son las únicas declaraciones que nos
llegan sobre el pobre Tajo, entendiendo por tal el conjunto de fauna y flora de
su cauce y sus riberas. Es el río que nos dejan. El que se va por el canal
directamente a Levante, y no tiene derecho a la vida. No la tienen los peces,
ni los juncos, ni los patos, ni las aves que anidan en sus islas o las que lo
sobrevuelan para buscarse el sustento. Ellos, como nosotros, están condenados a
convivir con el cieno, el lodo, las espumas malolientes y las malas hierbas.
No sé si aún estamos a tiempo de
conseguir que el Tajo sea considerado una entidad viviente, un ser lleno de
fuerza y juventud, viendo al anciano decrépito y ausente en que lo han
convertido. Viendo al río que nos han dejado, y al que maltratan cada día un
poco más. Nada que ver con lo que cantaba Garcilaso, “Corrientes aguas, puras,
cristalinas, árboles que os estáis mirando en ellas…”, cuando el Tajo era vida
y poesía. Hoy es mezcla de lodo con burla y tristeza.
No esperamos que declaren al Tajo
entidad viviente, que ya sabemos que los que mandan han decidido saciar la sed
de otros a costa de lo que sea, pero es
nuestra responsabilidad, de todos, no quedarnos callados, no conformarnos con
el río que nos dejan. Es tiempo de que dejemos de mostrar la lastimosa lengua
seca y enseñemos los dientes. Es nuestra obligación, a falta de alguien con el
criterio y el sentido de justicia del primer Buendía, que en la fundación de
Macondo dispuso de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía
llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo.
No existiría Macondo sin el río. Y
nosotros tampoco. Cuando los Buendía pensaban que no llegarían a ninguna parte,
apareció una corriente de aguas diáfanas, que se precipitaban sobre un lecho de
piedras blancas y enormes como huevos prehistóricos. Y empezó la vida.
Desde aquí, tenemos que empezar a no
resignarnos con el río que nos dejan.
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