Esta semana se cumplen diez años de la
quiebra de Lehman Brothers, para nosotros, del inicio de la Gran Recesión. De
la crisis, vaya, que ya es parte fundamental de nuestro vocabulario. Sólo diez
años, o diez años nada menos, que nos cuesta trabajo recordar cómo eran antes
las cosas. En general, y en nuestro mundo en particular.
Porque aunque hayan “decretado” el fin
de la crisis, aunque se haya recuperado el PIB y todas esas zarandajas de
macroeconomía que se empeñan en explicarnos, ya nada es lo mismo. Una década ha
servido para dar la vuelta como un calcetín a casi todo. A la igualdad, a la
justicia, al bienestar, a la solidaridad y a gran parte de los valores
democráticos que, con todas sus imperfecciones, nos habían servido hasta ahora.
De aquellos polvos de los recortes, los despidos, los desahucios, la pobreza y
el fin de la clase media, vienen los lodos de la desconfianza, de los partidos
ultranacionalista, del regreso de conceptos-fascismo, nazismo- que creíamos muertos y enterrados, del
incremento del racismo y la xenofobia, del odio al diferente, de las
reticencias a compartir ni un céntimo del escaso bienestar que nos dejan.
Han pasado diez años, y por aquello de
los ciclos económicos que hemos estudiado siempre, lo de los dientes de sierra
y que la economía se regenera, purga sus pecados, cumple la penitencia y sigue
adelante, ya tendríamos que haber vuelto a tiempos mejores. Pero nada de eso.
Bueno, sí. Los Bancos rescatados con nuestro sudor y nuestra sangre ya tienen
beneficios. Los megaricos han aumentado y las grandes empresas multiplican sus
ingresos. No me consta que ningún banquero se haya suicidado en esta época,
abrumado por la situación, y tal y como ocurrió en otras grandes crisis. Sin
embargo, sí hay una triste lista de ciudadanitos de a pie que en su momento
tiraron la toalla agobiados por la pérdida de sus ahorros, de sus pequeños
negocios, de su vivienda. Y una lista
aún mayor de trabajadores pobres, de personas que malviven con salarios de
hambre, de huchas de pensiones rotas y de futuros inciertos y, en todo caso,
imperfectos.
Ahora han decretado el fin de la crisis.
Puede que alguien todavía se crea esa máxima propagandística de que una mentira
mil veces repetida se convierte en verdad. A mí, cada repetición me indigna no
mil, sino un millón de veces. Que no. Que no, que la crisis no se ha acabado
para la inmensa mayoría, que el hecho de que en una familia de 10 pueda comer
uno, no significa que haya salido el hambre de la casa. Por muchas veces que lo
digan.
Decretan el fin de la crisis, corre ríos de tinta escritos con nuestros
dolores, porque ya casi no recordamos cuando nos compadecíamos de los
mileuristas, o cuando la Sanidad nos ofrecía confianza, cuando las pensiones de
los abuelos no servían para que comieran hijos y nietos, cuando las “duras”
jornadas de trabajo eran completas y se pagaban como tal, cuando los contratos
de un mes, de ocho horas o de un ratito eran una excepción y no la norma…
Se acabó la crisis. Porque sí. Porque
han pasado diez años. Y si tiene que pasar frío en invierno y calor en verano
por que el recibo de la luz es imposible, pues se aguanta.
En Macondo nacieron niños con una cola de cerdo, el agua hervía sin
fuego y algunos objetos domésticos se movían solos; hubo una peste de insomnio
y otra de olvido y los huesos humanos cloqueaban como una gallina; un niño
lloró en el vientre de su madre; el cura levitaba al tomar una taza de
chocolate y Remedios La Bella ascendió a los cielos mientras doblaba las
sábanas. Y un huracán arrancó el pueblo de cuajo, llevándoselo del suelo y de
la realidad.
Todo mucho más real y más creíble que el
fin de la crisis, diez años después.
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