Sabemos que su equipo lleva por nombre “Los
jabalíes salvajes”. Y que el más pequeño tiene 11 años. Poco más. No tenemos ni
idea de su procedencia, de cómo son sus padres, del entorno social en que se
mueven, de qué quieren ser de mayores, si son hijos únicos o tienen muchos
hermanos. No sabemos casi nada, pero hemos pasado dos semanas pendientes de
ellos. Y los consideramos como de la
familia.
Los niños tailandeses han formado parte
de nuestras vidas, y lo seguirán haciendo un tiempo, que ahora vendrán los
reportajes sobre la recuperación, los homenajes, la vuelta al cole y a las
actividades deportivas, y todo lo que conlleva haber pasado, y haber salido, de
una experiencia tan traumática como la que han vivido.
Conoceremos sus nombres, a buen seguro. Y
su versión de las dramáticas jornadas, y más cosas. Y las seguiremos
encantados, como si todos hubiéramos sido parte de su salvación. Es lo que
tienen los niños, que nos tocan la fibra, nos reblandecen el corazón, demasiado
endurecido tan a menudo y, aunque sea momentáneamente, nos hacen ver la vida de
otra forma.
Los niños sin nombre de Tailandia me han
traído a la memoria a otros pequeños que, en algún momento, también han
sacudido las conciencias dormidas, y han caído rápidamente en el olvido. ¿Quién
se acuerda ya de Aylan? ¿O de Mohamed? Uno era un niño ahogado en la
playa y el otro, un pequeño sirio al que
se esforzaban inútilmente en reanimar
dos pescadores turcos.
Las imágenes dieron la vuelta al mundo y
arrancaron más de una lágrima. A mí
también. Y desde entonces, he escrito
docenas de veces noticias que hablan de pateras hundidas con no sé cuántos
muertos, entre ellos, 7 niños, 5 niños, 3 bebés…Sin edad y sin sexo.
Todos sin nombre y sin foto, y por eso
no lloramos, No son de nuestra familia. No son nuestros muertos. Poner nombre,
cara y circunstancias a cualquier historia es una máxima del Periodismo.
Siempre me lo han contado así. Lo próximo, lo cercano, lo que conocemos, es lo
más importante. Y a lo que queda lejos, hay que acercarlo dotándolo de rasgos
humanos, de cualquier detalle que nos sacuda la conciencia y nos haga leer el
artículo hasta el final.
Se nos ha encogido el corazón al pensar
en el sufrimiento de los niños tailandeses en sus días y sus noches empapados,
asustados, a oscuras… Igual que nos debiera angustiar pensar en el terror de
quienes, con muy pocos años, ya han vivido el horror de la guerra, las
dificultades de la huida entre bombas y disparos, el hambre, el frío, la
pérdida de sus padres y hermanos, y caen en otro infierno, el del mercadeo, el
desprecio, la indiferencia … Quizás haya
que borrar del mapa esta Humanidad y empezar de nuevo, como en
Macondo, cuando el mundo era tan reciente que las cosas carecían de nombre, y
había que señalarlas con el dedo para nombrarlas.
No tienen nombre, pero lo que nosotros
hacemos con ellos, tampoco lo tiene.
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