Esta vez han sido 20. Nada más. Nada que
ver con esas cifras de cientos, o miles, con las que periódicamente nos
sobresaltamos por un ratito. Claro, que la noticia ha impactado, ha corrido
como la pólvora, porque el “descubrimiento” de dos decenas de cadáveres
flotando en el mar, se ha hecho desde un buque de pasajeros en las proximidades
de Melilla. El “Sorolla”. Triste coincidencia de la muerte con las escenas
placenteras del Mediterráneo hermoso y plácido que tanto y tan bien retrató el
artista valenciano.
Sorolla
no es hoy sinónimo de playas doradas, ni de escenas marineras, de niños jugando
en la arena, rubios y blancos, ni de impecables damas vestidas de blanco. Ya no
es blanco. Es negro, como la muerte. Como el color de la piel de los muertos
que se echaron al mar pensando, tal vez, que seguía amable y luminoso. Como en
los cuadros.
Que
seguía siendo el mar de todos. El Mare Nostrum. Que el cuento no había
cambiado. A lo largo de la historia del Mediterráneo, que es la historia de la
Humanidad, personas de todas las épocas, de todas las razas, colores y
creencias han surcado sus aguas buscando horizontes, rutas comerciales y nuevos
territorios. El mar ha servido para ensanchar el mundo, para compartir culturas
y proyectos de vida. Puente entre Europa, Asia y África. Canal de comunicación
con el inmenso océano Atlántico, con el mar Rojo, con el Negro. Una enorme masa
de agua que permitió el desarrollo de Mesopotamia, de Egipto, de Persia, de
Fenicia, de Cartago, del colosal imperio de Alejandro, de Grecia, de Roma, del
Islam, de la dominación otomana. Hasta la democracia nació en sus orillas…
Y
ahora estremece saber que se ha convertido en una barrera casi infranqueable,
en un inmenso cementerio, que en sus fondos, se pudren miles de cuerpos de los
que buscaron en el mar el camino hacia la vida. Las aguas del Mare Nóstrum se
han tragado decenas de miles de muertos en los últimos años. Todos ellos
buscaban, como se ha hecho a lo largo de los siglos, una nueva ruta. La de la
vida.
No
sé en qué momento hemos decidido que el Mediterráneo nos pertenece sólo a
nosotros, que es nuestro mar y nadie más-salvo que sea en cruceros y previo
pago, como en el “Sorolla”, tiene derecho a transitar por las vías que abrieron
todas las civilizaciones del mundo y que desde el llamado primer mundo nos
hemos encargado de blindar.
Miramos
de reojo las imágenes de televisión, nos compadecemos unos momentos con las
caritas de frío de los niños rescatados, o nos escandalizamos con las largas
hileras de ataúdes en la orilla. Si tenemos tiempo, hasta decimos eso de ¡pobres gentes!, y dedicamos un rato a comentar los sueños
rotos de decenas de familias. Y pasamos página.
Creo
que no podré bañarme nunca en las cálidas aguas de cualquier playa mediterránea
sin que me ahogue el sentimiento de culpa, sin que la imagen de sus orillas
cubierta de cuerpos pulcramente tapados con sábanas, me haga salir como un rayo
de esas aguas que no me pertenecen. De ese mar que es menos nuestro que nunca,
porque en el fondo están todos aquellos con los que no quisimos compartirlo.
Nunca podré hacer un crucero de placer sin mirar inquieta al horizonte,
buscando pateras o cuerpos inertes.
Nunca
podré admirar con los mismos ojos un cuadro de Sorolla.
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