Cuando Aureliano Triste
decidió vincular Macondo con el resto del mundo sólo pronunció una frase: Hay
que traer el ferrocarril. Y unos meses después, un tren amarillo atravesaba la población entre
silbatazos y resoplidos. En sucesivos viajes, el tren trajo la electricidad, y
el cine, y el gramófono. Cada miércoles a las 11 bajaban de sus vagones
personajes extraños con inventos que dejaban a todos boquiabiertos. Que los
conectaban con el presente y el futuro.
Y Macondo empezó a ser
ciudad. Comenzó a ampliarse el negocio del hielo, las gentes iban y venían y
hasta llegó la fiebre del banano. Hubo un antes y un después del ferrocarril,
como en todas partes.
Ahora, que estamos a
punto de perder el último tren, pasan por las vías de la memoria todos los
vagones del recuerdo, de lo que el ferrocarril tiene de progreso y de
romántico, de lo que significa ser una ciudad sin estación, sin conexión con el
resto del mundo. El Ministerio de Fomento ha decidido, con el mapa en la mesa,
empezar a borrar esas líneas que han conformado desde hace más de un siglo la
red de ferrocarriles españoles. Y así, de un plumazo, condenan a docenas de
lugares a convertirse en esas polvorientas estaciones que se ven en las
películas del Oeste, habitadas sólo por las zarzas y en las que se refugian los
viajeros de las diligencias y los del Séptimo de Caballería cuando llegan los
indios.
Y parece que nos toca
desaparecer, tomar el último tren, y adiós muy buenas, porque cuando las zarzas
y las malas hierbas ocupen las vías y los raíles, ya no hay marcha atrás. Tal
vez se haga un centro cultural (sigo siendo ilusa) o la sede de una asociación
de vecinos en la Estación; o se cierran las puertas a cal y canto esperando que
el viento del olvido ahorre los trabajos de demolición en una próxima burbuja
inmobiliaria.
Pero se habrá acabado
una parte muy importante de la conexión con el resto del mundo. Para
consolarnos, la ministra del ramo ha dicho una de esas frases con las que día
sí, día también, nos obsequian los miembros del Gobierno: “No se cerrarán
estaciones, sólo que los trenes no pararán en ellas”. Sin comentarios.
Hay que aferrarse con
uñas y dientes al último tren que nos queda. Ya nos han quitado demasiadas
cosas, ya nos han aislado por encima de lo soportable y no pueden condenarnos a
andar en diligencia. No hablo de Alta Velocidad (¿Dónde andará?), ni de
conexiones con esa Europa desgarrada e inconexa. Hablo de ese tren humilde que
nos hace de cordón umbilical con otros puntos del país y nos permite aferrarnos
a la idea de que no somos una isla, aislada y a la deriva condenada a cien o a
mil años de soledad.
El primer tren, con Rey
incluído, llegó a Talavera en 1876, repleto de futuro. Cuando el tren se marchó
de Macondo por última vez, iba cargado de muertos. Tres mil decían. O tal vez
muchos más.
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