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miércoles, 22 de mayo de 2013

Desde Macondo. EL ÚLTIMO TREN

Cuando Aureliano Triste decidió vincular Macondo con el resto del mundo sólo pronunció una frase: Hay que traer el ferrocarril. Y unos meses después, un  tren amarillo atravesaba la población entre silbatazos y resoplidos. En sucesivos viajes, el tren trajo la electricidad, y el cine, y el gramófono. Cada miércoles a las 11 bajaban de sus vagones personajes extraños con inventos que dejaban a todos boquiabiertos. Que los conectaban con el presente y el futuro.
           Y Macondo empezó a ser ciudad. Comenzó a ampliarse el negocio del hielo, las gentes iban y venían y hasta llegó la fiebre del banano. Hubo un antes y un después del ferrocarril, como en todas partes.
           Ahora, que estamos a punto de perder el último tren, pasan por las vías de la memoria todos los vagones del recuerdo, de lo que el ferrocarril tiene de progreso y de romántico, de lo que significa ser una ciudad sin estación, sin conexión con el resto del mundo. El Ministerio de Fomento ha decidido, con el mapa en la mesa, empezar a borrar esas líneas que han conformado desde hace más de un siglo la red de ferrocarriles españoles. Y así, de un plumazo, condenan a docenas de lugares a convertirse en esas polvorientas estaciones que se ven en las películas del Oeste, habitadas sólo por las zarzas y en las que se refugian los viajeros de las diligencias y los del Séptimo de Caballería cuando llegan los indios.
           Y parece que nos toca desaparecer, tomar el último tren, y adiós muy buenas, porque cuando las zarzas y las malas hierbas ocupen las vías y los raíles, ya no hay marcha atrás. Tal vez se haga un centro cultural (sigo siendo ilusa) o la sede de una asociación de vecinos en la Estación; o se cierran las puertas a cal y canto esperando que el viento del olvido ahorre los trabajos de demolición en una próxima burbuja inmobiliaria.
           Pero se habrá acabado una parte muy importante de la conexión con el resto del mundo. Para consolarnos, la ministra del ramo ha dicho una de esas frases con las que día sí, día también, nos obsequian los miembros del Gobierno: “No se cerrarán estaciones, sólo que los trenes no pararán en ellas”. Sin comentarios.
          Hay que aferrarse con uñas y dientes al último tren que nos queda. Ya nos han quitado demasiadas cosas, ya nos han aislado por encima de lo soportable y no pueden condenarnos a andar en diligencia. No hablo de Alta Velocidad (¿Dónde andará?), ni de conexiones con esa Europa desgarrada e inconexa. Hablo de ese tren humilde que nos hace de cordón umbilical con otros puntos del país y nos permite aferrarnos a la idea de que no somos una isla, aislada y a la deriva condenada a cien o a mil años de soledad.
           El primer tren, con Rey incluído, llegó a Talavera en 1876, repleto de futuro. Cuando el tren se marchó de Macondo por última vez, iba cargado de muertos. Tres mil decían. O tal vez muchos más.

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